La Rebelde Y El Rey De La Mafia

El silencio dentro de la sala era cortante.

La mirada de Edward clavada en Julia como si pudiera arrancar cada capa de provocación con los ojos.

Ella no se movió.

Se quedó parada frente a él, altiva, con un brillo de burla y desafío en los ojos.

Tan linda como peligrosa.

—¿Se acabó el show? —preguntó él con la voz baja, grave.

Ella levantó una ceja.

—Te gustó. Aunque finjas que no.

Él dio un paso.

Después otro.

Ahora estaba demasiado cerca.

Tan cerca que ella podía sentir el calor de su cuerpo, el olor intenso de perfume amaderado mezclado con rabia contenida.

Su mano fue a su barbilla… con fuerza.

Levantó su rostro, obligándola a encararlo.

—Estás jugando con fuego, chica.

—Y tú con la mujer equivocada, Edward.

Sus ojos ardían.

Pero él no se movió más.

No la besó.

No la tocó de forma más íntima.

Aún no.

En cambio, soltó su barbilla lentamente.

La mano se deslizó hasta el cuello… pero se detuvo allí, firme.

—Puedes continuar con tu jueguito, Julia.

—Lo voy a permitir.

—Pero cuando yo cobre…

—Va a doler tanto como me hiciste desearte.

Ella tragó saliva. Solo por un segundo.

Pero no demostró miedo.

Giró el rostro, salió caminando hacia la puerta como si no hubiera sentido nada.

Pero sintió.

Cada palabra. Cada amenaza contenida en aquella voz ronca.

En el coche, el camino de vuelta fue un campo de guerra silencioso.

Ella, mirando por la ventana.

Él, con los dedos tensos en el volante. La mandíbula trabada.

—¿Estás enojado? —preguntó ella de repente.

Silencio.

—¿Celoso?

Nada.

Ella sonrió.

—¿Tienes miedo de enamorarte de mí, Edward?

Él giró el rostro lentamente.

Y dijo solamente:

—Miedo no.

—Asco de mí mismo por querer a una mujer como tú.

Ella tragó saliva…

Pero mantuvo la sonrisa.

La guerra estaba declarada.

Y los dos estaban listos para sangrar.

....

Así que pasaron por el vestíbulo, encontraron a Cida —la ama de llaves— sosteniendo un sobre negro con detalles dorados. El tipo de papel que ya decía: esto no es una invitación común.

—Señor Salvatore —dijo la mujer, entregando el sobre—. Fue entregado en mano. Pidieron urgencia en la lectura.

Edward tomó la invitación. Abrió con calma.

Sus ojos barrieron el contenido rápidamente… y entonces se detuvieron. Las cejas se arquearon.

—¿Qué es? —preguntó Julia, intentando espiar.

—Una invitación —respondió él, con la voz fría—. Para pasar algunos días en la Costa Amalfitana. Encuentro con uno de los líderes de la alianza árabe. Youssef.

Ella abrió los ojos como platos.

—¿En Italia?

—En Positano.

—¿Eso es un viaje de negocios?

—Es un viaje de fachada. —Edward la encaró—. Tú vas como mi esposa. Necesita parecer todo… verdadero.

Julia cruzó los brazos.

—¿Y vamos a fingir que somos qué? ¿Enamorados?

Edward se acercó, a pasos lentos. Se detuvo frente a ella, lo suficientemente bajo para susurrar contra sus labios:

—Vamos a fingir que me perteneces.

—Y que puedo tocarte cuando quiera.

—Besarte cuando sea necesario.

—Y hacerte sonreír como si estuvieras siendo follada en el paraíso.

Ella no retrocedió.

No desvió la mirada.

Pero su cuerpo se estremeció.

—Entonces prepárate, Edward… —murmuró ella con una pequeña sonrisa burlona.

—Porque soy genial fingiendo.

Él solo giró la espalda y subió las escaleras.

Pero sus puños estaban cerrados.

La guerra estaba yendo a Europa.

Y el infierno los acompañaría.