POR AMARTE

CONOCIENDO A MI RIVAL

Dona llego a la clínica de salud mental con el corazón latiendo fuertemente en su pecho. El edificio era imponente, con una fachada de vidrio brillante que reflejaba la luz del sol matutino. La entrada principal estaba embellecida con plantas bien cuidadas, y en el interior, el olor del desinfectante y del café recién preparado se mezclaban en el ambiente. A su alrededor, médicos y pacientes se movían rápidamente, con conversaciones que apenas eran un susurro, superadas por el tumulto de sus pensamientos.

Fue recibida en la recepción por una mujer de voz dulce que, tras verificar su cita, la condujo a un ascensor de acero brillante. Cada instante que pasaba en ese ascensor le parecía una eternidad. Al llegar al piso indicado, pagó la cuota de la consulta y se sentó en una sala de espera elegante, donde la luz suave y la música instrumental intentaban crear un ambiente tranquilo, aunque a ella solo le producían más inquietud. De repente, se abrió una puerta y, con la misma gracia y perfección que en las revistas, apareció Frida Villarreal. Llevaba un traje beige impecable que acentuaba su figura delgada y unos tacones que resonaban en el suelo de mármol. Su sonrisa era cálida, pero sus ojos mostraban una profunda inteligencia.

—Hola, soy Frida Villarreal. ¿Eres Donna, verdad? —saludó con una voz suave pero decisiva.

Donna tragó saliva antes de asentir con la cabeza y levantarse.

—Sí, doctora, me llamo Donna Franklin.

—Bienvenida. ¿Qué te trae aquí?

Donna dudó. La pregunta la impactó. ¿Qué hacía allí, en realidad? Ese no era el plan. No quería que Frida la examinara; solo deseaba conocer a la mujer que poseía lo que ella creía que le pertenecía. Sin embargo, la atención de la psiquiatra la hizo sentirse expuesta.

—Si soy honesta, ni siquiera sé por qué estoy aquí —respondió al final, sin mirarla.

Frida sonrio con amabilidad y señaló un cómodo diván de cuero.

—Debe haber una razón, pero si prefieres, podemos comenzar desde el inicio. Siéntete a gusto, recuéstate y cierra los ojos. Para comenzar esta sesión, me gustaría que me contaras sobre tu niñez. Dime, Donna Franklin, ¿fuiste feliz de pequeña?

Donna inhaló profundamente y soltó un suspiro. La pregunta la pregunta. Su niñez… hacía años que no reflexionaba sobre eso, o más bien, estaba evitando pensar en ello. Cerró los ojos como se le sugirió y permitió que su mente retrocediera en el tiempo.

—Fui feliz en mis primeros años. Mis padres me querían, vivíamos en una hermosa casa en Los Ángeles… Pero cuando cumplí nueve años, todo cambió. Mi padre se fue de casa con una maleta y nunca regresó.

Mientras hablaba, los recuerdos volvieron con la misma fuerza de antes: la imagen de su madre en llanto, las noches sin dormir esperando el regreso de su padre, la dolorosa realidad de verlo meses después en un tribunal peleando por su custodia. Un juez le otorgó el derecho a visitarla los fines de semana, pero eso resultó ser solo una promesa vacía.

—En los primeros meses venía a verme, pero después, simplemente dejó de hacerlo. Recuerdo quedarme a la espera con mi maleta en la puerta, pero nunca llegó. Luego leí sobre él en un periódico, acompañado de su nueva esposa… comprendí que ya no le importaba. —Su voz titubeó un poco, pero se forzó a mantener la calma—. Con el tiempo, dejó de existir para mí. Ni siquiera me dejé llorar cuando falleció.

Frida colocó su libreta a un lado y la miró con una expresión de análisis.

—Donna, ¿piensas que deberías perdonarlo?

Donna se puso rígida y frunció el ceño. La idea le parecía ilógica.

—¿Perdonarlo? ¿Por qué debería? Él fue quien me dejó. Prefería a una mujer de piernas largas y cabello rubio en lugar de su propia hija. No merece mi perdón.

Frida avanza lentamente, como si hubiera anticipado esa respuesta.

—Parece que tienes mucho rencor guardado. Quiero que para nuestra próxima sesión hagas algo: escribe una carta a tu padre. Exprésale cómo te sentiste con su abandono y piensa si puedes o no perdonarlo. Luego, quema la carta y hablaremos de eso.

Donna entrecerró los ojos, dudosa.

—Escribir una carta…? —susurró.

-Si. No necesitas dársela a nadie, solo escríbela y libera lo que sientes.

Dona respiro profundamente y ascendió lentamente. No estaba segura de querer hacerlo, pero por alguna razón, sintió que lo intentaría.

—Está bien —dijo en voz baja—. Lo haré.

Al salir de la consulta, se sintió más confundida que antes. ¿Cómo había terminado hablando de su padre cuando solo quería conocer a su rival? Sin duda, Frida era una profesional increíble. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue que, por un instante, olvidó su verdadero objetivo al estar allí.

Al llegar a casa, intento comportarse normalmente, pero Billy la miró con el ceño fruncido mientras cenaban.

—Estás distraído… rara —comentó él, juntando sus dedos sobre la mesa—. ¿Pasó algo en el trabajo?

Dona forzó una sonrisa.

—Solo estoy cansada —respondió sin más.

No era capaz de contarle la realidad, ni siquiera podía aceptarla en su propia mente. Esa noche, al observar el techo de su cuarto, comprendió que había comenzado un viaje del que no podría regresar. Y lo más preocupante era que ya no estaba convencida de si su único propósito era encontrarse con su adversaria… o si, en el fondo, empezaba a confrontar los miedos que había estado ocultando toda su existencia.