Griselda murió… o eso cree. Despertó en una habitación blanca donde una figura enigmática le ofreció una nueva vida. Pero lo que parecía un renacer se convierte en una trampa: ha sido enviada a un mundo de cuentos de hadas, donde la magia reina… y las mentiras también.
Ahora es Griselda de Montclair, una figura secundaria en el cuento de “Cenicienta”… solo que esta versión es muy diferente a la que recuerdas. Suertucienta —como la llama con mordaz ironía— no es una víctima, sino una joven manipuladora que lleva años saboteando a la familia Montclair desde las sombras.
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capítulo 13
La mansión Montclair vibraba con un ambiente inusualmente bullicioso. Desde hacía semanas, había comenzado a sentirse más como un palacio en funciones que una residencia familiar. La duquesa Evelyne ya no solo recibía visitas formales de ministros y nobles; ahora su hogar estaba plagado de risas, confidencias románticas y, según las sirvientas, unos cuantos suspiros soterrados.
La razón: **Anastasia** había encontrado por fin su propio cuento de hadas. El ministro Santiago Ferreira la visitaba cada tarde. Se les veía en la galería, entre tazas de té y tajadas de pastel. A veces paseaban por el jardín, otras simplemente se sentaban bajo el sol, hablando de todo y de nada. Y lo más lindo: el caballero ya no dudaba en tomarle la mano. Eso la ponía roja como un tomate bien maduro, pero su sonrisa tonta lo decía todo: estaba feliz.
—¿Otra reunión secreta? —gritó **Lucinda** al bajar por las escaleras, con una exageración dramática digna de teatro.
Anastasia se volteó con una mezcla de molestia y resignación.
—Déjala tranquila. Es la única emoción que le dan en el día —dijo la duquesa Evelyne, restándole importancia al tono malicioso de Lucinda.
Pero Lucinda no estaba para bromas. Sus hermanas —la ex gorda y la flaca narizona, como solía llamarlas en privado— ya tenían prometidos. Ella… no. Y eso la llenaba de furia. Determinación. Orgullo herido.
No importaba que hasta Lorenzo el cochero le hubiera guiñado el ojo con cierta esperanza: **ella conseguiría un prometido antes que cualquiera de las dos**.
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Esa tarde, **Filip** visitaba a Griselda en el jardín, entre hierbas, arbustos y rayos de sol. Reían mientras ella recogía algunas ramas con destreza. El príncipe la observaba fascinado: le encantaba cómo, sin corsés ni poses, Griselda se desenvolvía como una diosa terrenal.
—¡Mira cómo recojo espárragos! —gritó ella—. He sido vegetariana toda la semana. ¡Aunque ya empiezo a extrañar el pollo!
Filip se rió, sujetando un pequeño ramo de flores silvestres que no sabía nombrar, pero que quedaban bien con ella.
—Eres lo más raro, espontáneo y único que he conocido —dijo él, sincero.
Ella se volteó, algo sonrojada.
—¿Por eso viniste corriendo a pedirme otra danza… digo… cita?
—No vine corriendo —replicó, con una sonrisa torcida—, pero sí… lo esperaba con ganas.
El sol, que nunca colaboraba para algo tan cursi, parecía más suave. Incluso las tijeras podadoras habían reducido su murmullo.
Y entonces, desde detrás de un rosal, apareció **Lucinda**.
Vestida con un vestido ajustado, maquillaje excesivo y una expresión congelada, se ubicó justo detrás del príncipe. Y fingió caer hacia adelante.
—¡Auch! —exclamó con voz chillona—. Creo que me lastimé la rodilla… —giró su mirada hacia Filip y, levantando la falda con aire provocativo, añadió—: Me duele mucho…
Filip se giró de inmediato, confundido.
—¿Señorita? —preguntó, acercándose a auxiliarla—. ¿Está bien?
Griselda alzó la vista justo a tiempo para ver a su hermana abanicando la rodilla, mostrando más de lo que debía. El príncipe había extendido una mano, pero al notar el gesto provocativo de Lucinda, apartó la mirada de inmediato.
Fue en ese momento que ocurrió.
Griselda saltó sin advertencia, como un jabato furioso, y se colocó frente a Lucinda, sujetándola por el cabello.
—¿Qué crees, hermanita? —bramó—. ¡Ahora también te dolerá el cuero cabelludo!
Filip dio un paso atrás, boquiabierto.
—¡Griselda… tranquila!
Lucinda empezó a gritar y a forcejear, pero Griselda no soltaba. La tensión crecía como un volcán a punto de estallar.
—¡Tranquila… me vas a dejar calva! —chilló Lucinda.
El alboroto atrajo a todos. Criadas, sirvientes, jardineros… incluso la duquesa apareció desde el salón, con paso firme y mirada fulminante.
—¿Qué sucede aquí?
Se quedó muda al ver a su hija mayor sujetando mechones rubios de Lucinda y agitándolos como si fueran banderas de victoria.
—¡Griselda… suéltala!
—¡Me está arrancando el pelo! —sollozó Lucinda.
Filip, aún en shock, tomó a Griselda por la cintura. Ella resistió un segundo más, luego soltó varios mechones que quedaron en su mano.
Entonces, con gesto triunfante, se los mostró al príncipe.
—Aquí tienes sus teñidas extensiones.
Se los entregó como si fueran evidencia irrefutable y se marchó sin decir más, con la furia aún chispeando en su mirada.
La duquesa Evelyne, aunque indignada por el poco decoro de su hija, también lo estaba por el atrevimiento de Lucinda. Una de las criadas le murmuró al oído lo que había visto. La expresión de la duquesa se endureció.
Lucinda gimoteaba, y al ver que el príncipe seguía allí, Evelyne se obligó a suavizar su tono.
—Lucinda, ¿estás bien?
—No… me duele el pelo… y me duele que esa víbora…
—Basta, Lucinda —interrumpió la duquesa, con firmeza, aunque ya planeaba una lección ejemplar para su hija menor—. Tú vendrás conmigo. Y luego… hablaremos.
Filip, que aún sostenía los mechones con cara de asco, los dejó caer discretamente al suelo.
—Iré a calmarla —dijo—. Ahora regreso.
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Griselda se encontraba sola, bajo el rosal donde todo comenzó. Respiraba agitadamente, aún temblando. No sabía si de la rabia… o del miedo a haber arruinado algo precioso.
—Siento haberme comportado así —dijo una voz a sus espaldas.
Ella se giró. Era **Filip**, con los hombros tensos, el rostro sereno.
—Ella me odia… ya arruinó mi vida una vez —murmuró Griselda—. No voy a permitir que lo haga de nuevo. Perdón si no supe actuar con decoro, pero… logra sacar lo peor de mí.
—No debiste pelear así. No frente a tantos testigos —dijo él, pero con suavidad. No estaba molesto, solo preocupado.
Griselda bajó la mirada, culpable. Entonces él se arrodilló frente a ella, le limpió una mota de césped de la mejilla y susurró:
—Quiero que estés tranquila de que no tengo ojos para nadie más, solo para ti. Desde el día en que te vi por primera vez.
Ella sintió que algo cálido le latía en el pecho. Aún no lo podía creer.
—No es que no confíe en ti… es que no confío en ella.
Filip sonrió. Rodeó su cintura y la abrazó.
—Ninguna mujer podría hacer que mi corazón lata de esta manera —le susurró al oído.
Griselda sonrió al escucharlo… y al sentir cómo ese corazón galopaba.