La vida de Lucía era perfecta… hasta que invadieron el reino. Sus padres murieron, su hermano desapareció, y todo fue orquestado por su tío, quien organizó una revuelta para quedarse con el trono.
> Lo peor: lo hizo desde las sombras. Después del ataque al palacio, él supuestamente llegó para salvarlos, haciendo retroceder al enemigo y rescatando a la pequeña princesa, quedando así como un héroe ante todos.
> ¿Podrá Lucía descubrir la verdad y vengar a su familia?
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Aunque la verdad esté hecha de sombras, hay luces que no se apagan
Después de regresar al palacio, Lucía se encerró en su habitación. Sus pensamientos eran un torbellino doloroso. Sentía la punzada de las palabras crueles que había escuchado, preguntándose si tenían algo de verdad.
“¿Y si mi tío me deja...? Si eso pasa… estaré sola. Padre, madre, hermano… no me quiero quedar sola. Ustedes ya se fueron. Solo me queda el tío.”
Agotada por la incertidumbre, se quedó dormida sin cambiarse ni despojarse del collar de su madre, como si ese objeto fuera su único escudo contra el vacío.
En el despacho del Rey Carlos...
El rey, al recibir una carta anónima escrita por un sirviente de la casa Gómez, no reaccionó de inmediato. La sostuvo entre los dedos durante largos minutos, leyendo las líneas una y otra vez.
“Guardias. Traedme a la doncella de la princesa. Y tú, Luis,” —dijo volviéndose hacia su secretario— “convoca una reunión del consejo para mañana a primera hora.”
—A sus órdenes, majestad —respondió Luis con una reverencia antes de retirarse.
Cuando Mary fue escoltada al despacho, se inclinó con respeto, aunque el temor nublaba sus gestos.
—¿Me mandó a llamar, majestad?
—Acércate, Mary. Dime… ¿Para qué te contraté?
—Para servir a la princesa Lucía, majestad… y también para informarle de todo lo que le ocurra.
—¿Lo estás cumpliendo?
Mary palideció.
—Majestad… yo iba a informarle, lo juro. Pero la princesa regresó y se encerró en su habitación. No quiso abrirme. Se lo juro, no pensaba ocultárselo —dijo, arrodillándose.
—Levántate —ordenó el rey con voz firme—. Quiero que me cuentes, con cada detalle, lo que sucedió en esa fiesta. Si me ocultas algo, considérate despedida.
Mary, temblando, se puso de pie y comenzó su testimonio.
—A su llegada, la princesa fue recibida con una reverencia. Todo parecía correcto. Las niñas se mostraban amables… hasta el incidente del té. Una sirvienta tropezó y derramó líquido sobre el vestido de la princesa. Fue entonces cuando ella se retiró a cambiarse… pero olvidó su collar.
Mary respiró hondo, temiendo lo que vendría.
—Cuando regresó a buscarlo, escuchó a tres niñas nobles… Lady Sofía, Lady Mariana y Lady Liliana. Hablaban de ella como si no valiera nada. Se burlaron de que no tuviera padres… dijeron que sería reemplazada si usted se casaba y tenía hijos propios. Mariana incluso insinuó que sería desechada… como un vestido viejo.
El rey no dijo nada, pero sus nudillos se tensaron sobre el escritorio.
—La princesa Lucía los escuchó todo, majestad… y no dijo palabra hasta el final. Fue Lady Rosalin quien las enfrentó primero. Defendió a la princesa con voz firme. Lucía luego se presentó ante todas y habló con una dignidad que no he visto jamás… Fue, como su madre, majestad. No lloró ni gritó. Les habló con el corazón.
Silencio. El rey finalmente se volvió hacia la ventana.
—Gracias, Mary. Tu lugar junto a mi sobrina está justificado… por ahora.
Después de hablar con Mary, Carlos se dirigió a la habitación de Lucía.
La luna se filtraba por el balcón como un susurro de plata. En la habitación de Lucía, el perfume de lirios aún flotaba, mezcla de recuerdos y silencio. Ella había despertado y estaba sentada en su sillón favorito, con una manta ligera sobre las piernas y el cabello trenzado medio deshecho. Su mirada estaba perdida en el vacío, aunque sus ojos no estaban vacíos.
El crujido de la puerta apenas fue audible. Carlos Montclair entró sin guardias, sin corona, sin título. Solo con una copa en mano y algo que parecía más cercano a nostalgia que a poder.
Lucía lo miró con sorpresa, luego bajó la vista. No esperaba visitas esa noche.
—Pensé que quizás… te vendría bien no estar sola —dijo él con calma.
Ella dudó, pero luego asintió.
Carlos se sentó junto a la chimenea, sin invadir el espacio. Era una habitación de terciopelo y libros, donde las sombras no eran oscuras sino acogedoras.
—Mary me dijo que no querías cenar.
—No tengo hambre —respondió Lucía, con voz baja.
Carlos la observó. Como alguien que reconoce las heridas sin preguntar cómo se hicieron.
—A veces, no es la comida lo que se necesita —dijo—. A veces es solo que alguien mire contigo hacia el lugar donde nadie más se atreve a mirar.
Lucía lo miró entonces. Algo en esa frase había tocado el centro de su noche.
—¿Usted cree que las personas cambian cuando el mundo las empuja?
Carlos giró el rostro hacia la chimenea.
—Sí. Pero también creo que hay quienes, cuando son empujados, eligen quedarse en pie. No por terquedad… sino porque saben que si se caen, nadie los levanta.
Lucía apretó la manta entre sus dedos.
—Hoy pensé que… si usted alguna vez tiene hijos, quizás ya no me necesite. Quizás deje de quererme.
Carlos se levantó con lentitud, caminó hacia ella y se arrodilló frente al sillón. No con humildad, sino con cuidado.
—Escúchame bien, Lucía. El afecto que tengo por ti no tiene condiciones. Ni herencias. Ni reemplazos.
Ella lo miró fijamente, como si por primera vez no estuviera viendo al rey, sino al hombre detrás del mármol del palacio.
—¿Y si el mundo me ve como débil?
Carlos se levantó y la cubrió con la manta hasta los hombros, como cuando era más pequeña.
—Entonces déjalos mirar. Porque mientras ellos observan desde lejos, tú estarás forjando algo que no pueden entender. Fortaleza no es gritar. Es decidir callar y aun así sostenerse.
Lucía no respondió. Pero cuando Carlos se volvió para retirarse, ella murmuró sin mirarlo:
—Gracias… por no dejarme sola.
Carlos se detuvo en la puerta.
—Nunca estás sola, Lucía. Aunque la verdad esté hecha de sombras, hay luces que no se apagan. Tú eres una de ellas.
Y sin más palabras, cerró la puerta tras de sí. En su rostro no había rastro de los reyes que cayeron por su orden, solo la incomodidad de alguien que empieza a sentir que una niña puede ser la única parte de sí que no tiene estrategia… ni defensa.