"No todo lo importante se dice en voz alta. Algunas verdades, los sentimientos más incómodos y las decisiones que cambian todo, se esconden justo ahí: entre líneas."
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Sin capacidad de contenerla.
Después de unos días en el hospital, finalmente pude llevar a Heather a casa. Era un día nublado que parecía reflejar el peso que ambos cargábamos. El trayecto desde el hospital fue silencioso, el aire dentro del coche oliendo a cuero viejo y a ese aroma a antiséptico que se había pegado a la ropa de Heather. Ella iba sentada en el asiento del pasajero, con la mirada perdida a través de la ventana, sus manos descansando inmóviles sobre su regazo, los dedos entrelazados con una tensión que no se iba. Intenté hablarle, llenar el silencio con palabras que sonaran esperanzadoras, pero cada vez que abría la boca, mi voz salía temblorosa, y ella apenas respondía con un murmullo o un asentimiento. Estaba rota, más de lo que había estado nunca, y yo me sentía impotente, atrapado entre el deseo de ayudarla y el miedo de hacer las cosas peor.
Cuando llegamos a casa, el olor a madera y lavanda nos recibió, un contraste cálido con la frialdad del hospital. La ayudé a bajar del coche, sosteniendo su brazo con cuidado mientras ella caminaba con pasos lentos, su cuerpo frágil y encorvado como si cargara un peso invisible. La llevé directamente a su antigua habitación, la que había sido suya desde que nos mudamos a esta casa años atrás. El cuarto estaba tal como lo había dejado: las paredes pintadas de un blanco suave, una estantería llena de libros que leía de adolescente, y un escritorio pequeño cubierto de polvo. La cama seguía cubierta con una colcha de flores que ella había elegido cuando tenía 15 años, y el aire olía a tela limpia y a recuerdos. Me puse a trabajar de inmediato, intentando hacer el espacio lo más acogedor posible para ella. Saqué sábanas nuevas del armario, las extendí sobre el colchón con movimientos precisos, mis manos temblando ligeramente mientras alisaba las arrugas. Abrí la ventana para dejar entrar un poco de aire fresco, el aroma a lluvia y césped colándose en la habitación, y coloqué una manta suave al pie de la cama, doblándola con cuidado.
—Heather, voy a hacerte un té, ¿te parece?— pregunté, mi voz suave mientras la miraba, sentada en el borde de la cama con la mirada fija en el suelo. Ella asintió débilmente, sus hombros encorvados, y me dirigí a la cocina, mis pasos resonando contra el suelo de madera. Preparé un té de manzanilla, el vapor subiendo en espirales que olían a calma, y lo llevé a su habitación en una taza que ella siempre había querido de niña, una con un diseño de girasoles que ahora parecía infantil. —Aquí tienes, mi cielo— dije, colocándola en sus manos, pero ella apenas la tocó, sus dedos fríos rozando la cerámica antes de dejar la taza en la mesita de noche.
Los días siguientes fueron un intento constante de ayudarla, de sacarla del abismo en el que estaba atrapada. Me levantaba temprano cada mañana, preparando el desayuno con la esperanza de que el olor a pan tostado y café la animara a salir de su cuarto. Le llevaba bandejas con frutas frescas, cortadas con cuidado, y vasos de agua que a menudo encontraba intactos horas después. Pasaba horas sentado a su lado, en una silla junto a su cama, hablando de cualquier cosa que se me ocurría: recuerdos de cuando era niña, historias de mi trabajo, incluso planes para el futuro que sabía que no estaba lista para escuchar. Pero ella permanecía cerrada, su silencio como un muro que no podía atravesar. Sus respuestas eran cortas, monosílabos que apenas alcanzaban a ser un susurro, y sus ojos, apagados y distantes, se perdían en algún punto de la habitación, como si estuviera viendo algo que yo no podía.
Intenté ser paciente, pero también estaba desesperado por verla mejorar. Cada día, mientras le acomodaba las almohadas o le llevaba una manta extra, le sugería buscar ayuda.
—Heather, mi vida, creo que hablar con alguien podría ayudarte— dije una tarde, mi voz temblando mientras me sentaba a su lado, mis manos entrelazadas con fuerza sobre mis rodillas. —Un terapeuta, alguien que entienda por lo que estás pasando. No tienes que enfrentar esto sola—. Ella negó con la cabeza, sus labios apretándose en una línea tensa, y murmuró: —No, papá. No quiero hablar con nadie—. Su tono era firme, pero había un vacío en él que me helaba la sangre. Me pasé una mano por el cabello, un gesto nervioso que no podía evitar, y suspiré, el aire saliendo de mis pulmones con un sonido áspero. No sabía cómo llegar a ella, y eso me estaba matando.
Intenté ayudarla de otras maneras, pequeñas cosas que esperaba pudieran traer algo de luz a su vida. Una mañana, saqué un viejo álbum de fotos del cajón del comedor, el cuero desgastado oliendo a tiempo y recuerdos, y me senté con ella en la cama, hojeando las páginas con cuidado. —Mira, aquí estás en tu quinto cumpleaños— dije, señalando una foto donde ella sonreía con un pastel de chocolate manchándole las mejillas, su risa casi audible a través de la imagen. —Siempre fuiste tan feliz, mi cielo—. Pero ella apenas miró la foto, sus dedos temblando mientras tocaba el borde de la página antes de apartar la mano. Me quedé ahí, con el álbum abierto sobre mi regazo, sintiendo un nudo en la garganta que me hacía jadear. Mis hombros se encorvaron, y mis manos temblaron mientras cerraba el álbum, el peso de su dolor aplastándome como nunca antes.
Pero Heather no duró mucho tiempo en casa. Una madrugada, alrededor de las tres de la mañana, me desperté con un presentimiento que me hizo levantarme de la cama. El aire estaba frío, y el silencio de la casa era casi opresivo, roto solo por el crujido del suelo bajo mis pies mientras caminaba hacia la sala. La luz de la luna entraba por la ventana, proyectando sombras plateadas sobre las paredes, y el olor a madera vieja llenaba el aire. Fue entonces cuando la vi: Heather estaba de pie junto a la puerta principal, con un abrigo grueso que la protegía del frío, su cabello oscuro cayendo en mechones desordenados sobre sus hombros. Sostenía una pequeña bolsa en la mano, y su expresión, cuando se giró hacia mí, era una mezcla de culpa y determinación que me detuvo en seco.
—Heather, ¿qué estás haciendo?— pregunté, mi voz temblando mientras daba un paso hacia ella, mis manos extendiéndose instintivamente como si pudiera detenerla. Ella me miró, sus ojos apagados pero firmes, y suspiró, el aire saliendo de sus pulmones con un sonido que parecía cargado de cansancio.
—Lo siento, papá— murmuró, su voz baja pero decidida, mientras ajustaba el abrigo sobre sus hombros. —Pero no puedo aceptar una vida que no merezco. Me voy—. Sus palabras me golpearon como un puñetazo, y sentí un frío helado recorrer mi cuerpo, como si el suelo bajo mis pies se hubiera desvanecido.
—¿Qué vas a hacer con Damon?— pregunté, mi voz quebrándose mientras me acercaba un poco más, mis manos temblando a mis costados. —¿Cómo vas a lidiar con eso, Heather? No puedes simplemente huir de todo—. Mi tono era suplicante, desesperado, pero ella estaba rota, indiferente, como si nada de lo que dijera pudiera alcanzarla. Sus hombros estaban encorvados, y su mirada se perdió en la puerta, como si ya estuviera a kilómetros de distancia.
—Ese no es tu problema, papá— respondió, su voz fría y cortante, cada palabra como una daga que se clavaba en mi pecho. —Ya veré qué hacer. Pero no te metas en mi vida, por favor—. Sus palabras me lastimaron profundamente, más de lo que podía soportar, y me quedé inmóvil, mi cuerpo rígido mientras la miraba. Sentí las lágrimas picar en mis ojos, y mi respiración se entrecortó, el aire atrapado en mi garganta. Mis manos cayeron a mis costados, los dedos cerrándose en puños, y no pude moverme, no pude detenerla mientras abría la puerta y salía al frío de la noche.
El sonido de la puerta al cerrarse resonó en la casa como un disparo, y me quedé ahí, parado en medio de la sala, con la luz de la luna iluminando mi figura inmóvil. El aire olía a madera y a vacío, y el silencio era tan pesado que podía escuchar mi propio corazón latiendo, un ritmo lento y doloroso que parecía gritarme que había perdido a mi hija, de una manera que no sabía cómo reparar. Me pasé una mano por el rostro, intentando secar las lágrimas que caían sin control, y sentí un nudo en el estómago que me hizo jadear. No sabía a dónde iba, no sabía qué iba a hacer, pero lo que más me dolía era que no quería que estuviera en su vida, no ahora, no cuando más la necesitaba. Y mientras miraba la puerta cerrada, sentí que todo lo que había construido con ella, todo lo que había sacrificado, se desmoronaba frente a mí, y no había nada que pudiera hacer para detenerlo.