❄️En lo profundo de los bosques nevados de Noruega, oculto entre pinos milenarios y auroras heladas, existe un castillo blanco como la luna: silencioso, olvidado por el mundo, custodiado por un único dragón que ha vivido demasiado tiempo en soledad.
Sylarok Vemithor Frankford, un príncipe de sangre de dragón antiguo, parece un joven de veinticinco años... pero ha vivido más de dos siglos sin envejecer, sin amar, sin pertenecer. Su alma es fría como su aliento de hielo, su vida, una rutina congelada entre libros, armas y secretos.
Hasta que una muchacha cae inconsciente en su bosque, desmayada sobre la nieve como un copo a punto de morir.
Celeste, una nómada de mirada estrellada y corazón herido, huye de su pasado, de los bárbaros que arrasaron su familia, y del invierno que amenaza con consumirla.
Y Sylarok aprenderá que no hay armadura más frágil que el hielo cuando el calor del amor comienza a derretirlo.
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Vestida como una hada de la nieve.
La noche había llegado, el momento idóneo de dos seres de corazones diferentes que se acercaban demasiado.
Sylarok, impecable en su atuendo oscuro de gala, aguardaba al pie de las escaleras principales, sin saber exactamente qué sentía. Estaba acostumbrado a enfrentarse a criaturas salvajes, a sobrevivir cataclismos y mantener bajo control su lado, había ganado la inmortalidad por su raza de dragón antiguo... menos humano, más poderoso. Pero nada lo había preparado para lo que ocurrió cuando la vio.
Celeste entra por la puerta que da al invernadero, con un vestido largo azul cielo, tan suave y etéreo que parecía hecho de nubes congeladas. Llevaba el cabello recogido en un moño suelto, adornado con pequeñas perlas que brillaban como copos de nieve. Sus ojos, de ese mismo azul sereno, relucían con una mezcla de nervios y determinación. Caminaba con gracia. Ni una torcedura. Ni un tropezón. Después de tantos días de clases, lo había logrado. Era una reina del hielo… o un hada, pensó Sylarok.
Su corazón —ese que él creía helado— golpeó tan fuerte que le retumbó en los oídos.
¿Eso fue… un latido...por ella?
Él extendió la mano, casi en automático, y cuando ella la tomó, Sylarok se quedó mirándola un segundo más de la cuenta. Tal vez dos.
—¿Ocurre algo? —pregunta ella, con una media sonrisa, divertida por cómo él parecía haberse desconectado del mundo.
—¿Qué? No, nada… Me preguntaba cómo hiciste para no tropezarte con esas... torres en los pies.
—Son zapatillas altas, gracias —responde Celeste, subiendo una ceja con orgullo fingido—. Y por si no notaste, las domino.
—Peligrosas. Podrías matar a alguien con un pisotón.
Pero lo que quiso decirle es que está malditamente hermosa. Y el único permitido en sostenerla sería él.
—Tú matarás a cualquiera con tu belleza—dice sin pensar mejor sus palabras—. Y si aún no te das cuenta, solo bailaré contigo.
El se sonroja pero lo oculta muy bien.
Ambos rieron y se encaminaron hacia el carruaje que los llevaría al evento. Los caballos blancos, y Ryujin, vestido con su elegante uniforme, ya está en su lugar para guiar a los caballos, con la postura recta como una lanza.
En cuanto Celeste subió, Sylarok se acomoda con cuidado junto a ella, como si temiera arrugar un vestido.
—¿Lista? —le pregunta.
—No. Pero al menos no estoy descalza —bromea ella, mientras el carruaje comenzaba a moverse.
Durante el trayecto, el paisaje nevado pasaba como una pintura viva. Dentro del coche, había silencio, pero no incómodo. Era el silencio de la anticipación, del "algo va a pasar", del "quiero decir algo pero no sé si debo".
Desde el pescante, Ryujin giró apenas la cabeza y habló, como si diera instrucciones a una actriz novata antes del gran estreno.
—Recuerde, señorita: solo debe verse bien, sonreír y comer con la boca cerrada, y si alguien le pregunta de dónde viene, diga Dinamarca o… cualquier otro país nórdico. Son todos iguales para esta gente.
—¿Y si me preguntan la capital? —replica Celeste.
—Invente una. Nadie sabrá la diferencia.
—¡Qué educativo! —responde ella con una sonrisa mientras Sylarok ahogaba una risa.
Entonces él se inclinó ligeramente hacia su oído, y con una voz grave que le hizo erizar la piel, susurró:
—Te ves hermosa. Como un hada de nieve. Tú ...le vas a encantar a todos.
El trayecto en el carruaje había sido más corto de lo que pensaron. Entre comentarios sobre sabores raros de frutas, anécdotas de la infancia de Celeste entre nómadas y preguntas sin importancia que los hacían reír, ninguno se dio cuenta del momento en que los árboles del bosque se despejaron para dejar ver la imponente Mansión Thorner.
—¿Eh? ¿Ya llegamos? —pregunta Celeste, asomándose por la ventanilla.
—Sí —dijo Sylarok, sin moverse—. ¿No lo notas por la mansión descomunal con estatuas doradas innecesarias y ventanas tan grandes como puertas?
Ella soltó una carcajada, justo cuando el carruaje se detenía con suavidad. Eso a él le encantó. No sabe porque la quiere ver reír más. Aquel día que la encontró tirada en la nieve le había roto el corazón, pero ahora se siente diferente.
Las puertas dobles de la entrada principal se abrieron con sincronía, y un mayordomo de aspecto rígido y bigote perfectamente recortado se adelantó con una reverencia milimétrica.
—Su Alteza, el príncipe, bienvenido. La fiesta ya ha comenzado.
Sylarok baja primero, con toda la calma y elegancia de alguien que estaba acostumbrado a que el mundo se detuviera cuando él caminaba. Era normal que las personas de alto estándar llegaran tarde y no al revés.
Pero entonces… se gira.
Con la mano enguantada en negro extendida, esperó.
Celeste colocó su palma sobre la suya, descendiendo lentamente, con su vestido de cielo nocturno ondeando con la brisa helada y el brillo de sus zapatillas captando la atención de todos los presentes.
Cuando entraron Celeste sintió un poco de miedo pero desapareció cuando vio el rostro de Sylarok, él miraba al frente erguido.
Al entrar, los músicos bajaron sus instrumentos. Un camarero detuvo su bandeja a medio camino. Las doncellas que aguardaban su llegada —en sus vestidos de seda y encajes bordados con hilos de oro— sintieron cómo el estómago les daba un vuelco.
—¿Quién es ella? —murmura una voz por lo bajo.
Una doncella delgadísima, vestida de marfil, apretó su abanico con tanta fuerza que lo partió.
—No puede ser...
Las miradas se clavaron en la desconocida que caminaba del brazo del príncipe de hielo. Porque eso era Sylarok para muchas: el príncipe inalcanzable, el mito de los bailes de invierno, el heredero silencioso que nunca sonreía y nunca se interesaba por ninguna.
Hasta ahora.
Celeste, por su parte, se sentía… como un pato disfrazado de cisne. Pero cuando el camarero le ofreció una copa de champaña dorada, la aceptó con una sonrisa, le dio un sorbo y sus ojos se abrieron de sorpresa.
—¡Esto sabe a manzana dulce! ¿Seguro que es de ricos? —susurra en voz baja.
—Baja la voz, hada salvaje —dijo Sylarok con una sonrisa contenida, eso le encanta de ella, su espontaneidad—. Es champaña de uva dorada. Es cara solo por venir en una botella difícil de abrir.
Celeste le dio otro trago. —Quiero doce.
Mientras tanto, entre los candelabros y las cortinas de terciopelo, las otras comenzaban a prepararse.
Lady Margaret Thorner —la anfitriona y dueña de la mansión— avanzó como una tormenta en tacones plateados. Alta, rubia, con una tiara que casi gritaba “me compré esto en el reino vecino para humillarte”, arrastraba detrás de sí a su séquito personal.
—Que bueno que ya está aquí, su majestad Vemithor
—Buenas noches, Señora Thorne
—Sea bienvenido, su alteza...¿y ella es?
—Mi acompañante, la señorita Lysell, Celeste Lysell.
—Disculpe su majestad, pero recuerdo que la invitación era solo para su castillo. No puede traer a una señorita de otro pais o castillo, como acompañante —le susurra supuestamente, pero lo suficientemente alto para que Celeste lo escuchara.
—Ella es mi...prometida
Y en ese momento Celeste sintió el verdadero terror. Eso no estaba en el plan.