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"¿Qué pasa cuando la fachada de galán encantador se transforma en un infierno de maltrato y abuso? Karina Sotomayor, una joven hermosa y fuerte, creció en un hogar tóxico donde el machismo y el maltrato doméstico eran la norma. Su padre, un hombre controlador y abusivo, le exige que se case con Juan Diego Morales, un hombre adinerado y atractivo que parece ser el príncipe encantador perfecto. Pero detrás de su fachada de galán, Juan Diego es un lobo vestido de oveja que hará de la vida de Karina un verdadero infierno.
Después de años de maltrato y sufrimiento, Karina encuentra la oportunidad de escapar y huir de su pasado. Con la ayuda de un desconocido que se convierte en su ángel guardián y salvavidas, Karina comienza un nuevo capítulo en su vida. Acompáñame en este viaje de dolor, resiliencia y nuevas oportunidades donde nuestra protagonista renacerá como el ave fénix.
¿Será capaz Karina de superar su pasado y encontrar el amor y la felicidad que merece?...
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Celos enfermizos...
La cerradura de la puerta giró y la voz de Juan Diego rompió el silencio con su tono habitual de seguridad y mandato.
—Hola, cariño, ya regresé. Mira, traje este vestido para esta noche… discreto y elegante, justo como me gusta. Arréglate de prisa. Aquí son mucho más estrictos que yo con la puntualidad. ¿Cuéntame qué hiciste hoy? —preguntó mientras aflojaba su corbata y luego su cinturón, con movimientos pausados, casi mecánicos.
—Llamé a mi madre cuando te fuiste… luego pedí comida y me senté a hacer tareas de la universidad.
Juan Diego se detuvo en seco. Se giró lentamente hacia ella, con el entrecejo fruncido y una calma que solo servía de máscara a una furia latente.
—¿Llamaste a quién? —preguntó con voz baja y amenazante.
—A mi madre. Hace cuatro meses no hablaba con ella… Ya la extrañaba.
—¿Qué demonios te pasa? ¿Por qué insistes en saltarte las putas reglas? No sales, no llamas, no hablas… si no te doy mi autorización —espetó con los ojos llenos de rabia.
—¡Estoy harta de tu control! —gritó Karina, sin medir sus palabras—. ¡Es agobiante, es desgastante! ¿Por qué debo pedirte permiso para todo? ¡No soy tu subordinada, no soy tu empleada! ¡No estoy en kínder para seguir reglas absurdas! ¿Por qué diablos debo tener tu maldito permiso para hablar con mi madre, visitarla o que ella me visite? ¡Soy tu esposa, no tu prisionera!
La habitación quedó helada. El silencio que siguió no era de paz, sino de contención peligrosa.
Juan Diego la miró… y sonrió.
Una sonrisa cargada de emoción, como si por fin reconociera a la mujer de la que se había enamorado: esa chica tímida, sí, pero con una rebeldía natural imposible de apagar. Pero su expresión cambió de golpe, reemplazada por una mueca de tristeza fingida, de decepción cuidadosamente calculada.
—Cariño… no es control. No quiero agobiarte ni asfixiarte, como tú crees. Es que al parecer… no has notado que no estás casada con cualquier tipo. Yo soy un magnate. El hombre más importante de España y sus alrededores. Estoy rodeado de enemigos —políticos, empresarios, figuras poderosas— y todos saben que tú… eres mi punto débil. Esa imprudencia tuya puede hacer que pierda un negocio importante… o peor aún, que mi vida, la de tu familia, incluso la tuya… corra peligro.
Ahí estaba una vez más. El discurso perfecto. El hombre narcisista, manipulador, disfrazando el abuso de protección.
—Pero si te agobia mi control… entonces no lo haré más —continuó él con voz dolida, bajando la mirada—. Pero todo lo que me ocurra, o le ocurra a tu familia, será únicamente tu responsabilidad… por no aceptar mis cuidados.
Con teatralidad, tomó su ropa y se encerró en el baño, dejando a Karina sola, inmóvil, con esa maldita sensación de culpa que siempre quedaba después de cada arranque de dignidad.
No pasaron más de quince minutos cuando el imponente y egocéntrico magnate apareció perfectamente arreglado. Vestía un traje vino oscuro, impecablemente combinado con una camisa blanca y una corbata de seda gris perla. Su presencia llenaba la habitación con una mezcla de autoridad y vanidad.
—Dime, ¿quieres ir a la cena de negocios? —preguntó con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. ¿O es que también te agobia que quiera lucir a mi esposa frente a mis colegas y llevarte a recorrer un poco la hermosura de este país de noche?
Sus palabras eran una manipulación calculada, pero Karina, aún ingenua en muchos aspectos, no lo notó.
—Sí, cielo, por supuesto que quiero ir. También quiero conocer la ciudad. Perdóname por lo que dije antes, es que...
—No, Karina, no te disculpes —interrumpió él, con tono firme—. Hazlo cuando de verdad lo sientas. Date prisa, no quiero llegar tarde.
Karina tragó saliva y se dirigió al baño apresuradamente. Bajo la ducha, las lágrimas comenzaron a fluir sin control. La frustración la abrumaba; no sabía cómo ser una buena esposa. Tal vez era demasiado joven para entenderlo.
—¡Karina, date prisa! El tiempo corre —la apuró Juan Diego desde la habitación.
Ella salió del baño a toda prisa, se vistió rápidamente y aplicó un maquillaje sutil. Los zapatos que eligió complementaban el vestido discreto, que, a pesar de su sencillez, realzaba la elegancia y belleza natural de la pelinegra.
Juan Diego la observó con aprobación y, sin decir una palabra, la tomó de la mano para salir del hotel.
La vista nocturna de la capital de Arabia era fascinante. Los altos edificios iluminados, las avenidas amplias y limpias, todo denotaba lujo y modernidad. Como futura arquitecta, Karina apreciaba las obras bien construidas y sus excelentes diseños. Sin embargo, esa noche, su mente estaba lejos de la arquitectura. Mientras el coche avanzaba por las calles resplandecientes, ella se preguntaba si alguna vez encontraría su propio camino en medio de la opulencia que la rodeaba.
El magnate español ingresó al salón con paso firme, llevando a la bella pelinegra tomada de la cintura. No era un gesto de afecto; era una señal evidente de posesión. Dominante, casi territorial, Juan Diego Morales no dejaba lugar a dudas sobre su control.
—Buenas noches, señor Morales. Bienvenido —saludó amablemente el anfitrión, el Sheikh Abdullah, un hombre de porte imponente y barba plateada perfectamente cuidada. A su lado, su esposa Leyla, vestida con un abaya de seda marfil, inclinó la cabeza con elegancia. Ambos eran los dueños del exclusivo restaurante Al-Qasr, un lugar que emanaba lujo, historia y sofisticación, digno del corazón del Medio Oriente.
—Muchas gracias, señor Abdullah. Ella es mi esposa, Karina de Morales —respondió el magnate con tono formal.
—Mucho gusto, señora. Bienvenida. Esperamos que se sienta a gusto —dijo Leyla con cortesía, siguiendo el protocolo de hospitalidad saudí.
—Gracias, de seguro así será —respondió Karina con una sonrisa tímida, bajando la mirada con discreción.
—Bueno, por favor, pasen a la mesa. Los demás ya están allí —invitó el Sheikh con un gesto amplio.
Mientras caminaban hacia la gran mesa central, adornada con candelabros de cristal y vajilla de oro, Juan Diego se inclinó hacia su esposa, murmurando en un tono que no dejaba espacio para réplica.
—¿Lo ves, Karina? Llegamos tarde. Te lo advertí. Aquí son más estrictos con la puntualidad.
—Lo siento, cielo —susurró ella con la voz apenas audible.
—Shhh... Espero que seas cortés al saludar. No quiero dar una mala imagen —advirtió el empresario con ese tono suave pero cargado de amenaza que Karina conocía demasiado bien.
No hubo tiempo para responder. Ya estaban frente a la mesa principal, donde los otros invitados observaban con interés su llegada.
A la derecha del Sheikh se encontraba Viktor Ivanov, un magnate energético ruso de mandíbula dura y mirada fría, acompañado por su esposa Anastasia, una exmodelo convertida en directora creativa de una firma de moda en Moscú. A su izquierda, Jean-Luc Moreau, un banquero francés de perfil bajo pero fortuna abultada, y su esposa Claire, estilizada y segura, conocida por su activismo en causas medioambientales.
Más allá, Emir Kaya, un industrial turco del sector tecnológico, conversaba animadamente con el argentino Martín Ríos, un constructor de grandes obras públicas en Latinoamérica. Ambos estaban acompañados por sus esposas: Selin, arquitecta turca de presencia imponente, y Camila Ríos, abogada y embajadora cultural, cuya elegancia natural destacaba entre las demás.
Todas ellas compartían algo en común: belleza, sí, pero también firmeza, confianza y presencia. Cualidades que Karina, aún en su vestido de diseñador, parecía no poder proyectar. Había algo en ella, una fragilidad silenciosa, que contrastaba con la seguridad de las otras mujeres.
Juan Diego tomó asiento sin siquiera mirarla. Karina se ubicó a su lado, consciente de cada movimiento, cada mirada, cada palabra que podía convertirse en una nueva fuente de tensión.
Las conversaciones, como era de esperarse, giraban en torno a los negocios. Cada uno de los empresarios aportaba puntos estratégicos para las alianzas que comenzaban a gestarse en la mesa. Incluso sus esposas participaban con observaciones inteligentes y bien informadas. Todas, menos Karina.
Ella se mantenía en silencio, con la expresión serena pero los ojos ligeramente turbios. Se sentía completamente fuera de lugar, como una invitada accidental en un mundo que no entendía. Juan Diego, por su parte, lo notaba… y lo resentía.
—Me disculpo por mi esposa —dijo de pronto, con una sonrisa diplomática que no lograba disimular el desprecio encubierto—. No hace aportes porque aún es estudiante de arquitectura. Además, estamos recién casados y todavía no se adapta a mi ritmo de vida y trabajo.
La frase cayó como un balde de agua helada. Los presentes sonrieron con cortesía, algunos bajaron la mirada para evitar incomodidad, pero Karina sintió cómo algo se le quebraba por dentro. Le ardieron los ojos. La vergüenza subió como un fuego por su cuello y se le instaló en las mejillas.
—Con su permiso —murmuró, apenas audiblemente.
Se levantó de la mesa con elegancia forzada, justo cuando Juan Diego le apretaba la pierna por debajo de la mesa, un gesto claro: No te vayas. Pero ella, temblorosa, ignoró su advertencia silenciosa.
Caminó entre las mesas, con la respiración agitada. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió no solo fuera de lugar… sino completamente ignorante.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —susurraba para sí misma mientras avanzaba, buscando los baños—. ¿Debí quedarme en el hotel? Qué tonta soy… Juan Diego debe estar hecho una furia… Lo hice quedar en ridículo… Ah, todo esto me rebasa...
Se detuvo frente a un pasillo adornado con mosaicos geométricos dorados. Miró a su alrededor, confundida.
—Joder… estoy perdida. Ni siquiera sé dónde queda un simple baño...
—Aquí nada es simple, señorita —interrumpió una voz masculina, profunda y melódica, con un español que sonaba seductor… tan perfectamente modulado que cualquier mujer habría sentido un escalofrío al escucharlo.
Karina se giró con timidez. Frente a ella, un hombre alto, de cabello oscuro peinado hacia atrás, ojos verdes esmeralda y una sonrisa que irradiaba seguridad, la observaba.
—Disculpe… ¿usted sabe dónde queda el baño? —preguntó, notando lo atractivo, coqueto y galante que se veía el caballero que tenía frente a ella.
El hombre —elegante en un traje negro perfectamente cortado, con un pañuelo de seda color borgoña— la miró de pies a cabeza, no con morbo, sino como quien contempla una obra de arte delicada y única.
—Per supuesto, principessa —respondió con acento italiano, regalándole una sonrisa encantadora—. Está justo allí, a la derecha.
—Muchas gracias —respondió Karina con suavidad, sintiendo cómo su corazón latía más rápido mientras se alejaba hacia el baño, aún intrigada por aquella mirada esmeralda.
Juan Diego notó su ausencia. Miró el reloj y frunció el ceño. Se levantó de la mesa con paso firme, sabiendo perfectamente dónde estaban los baños. No era la primera vez que asistía a aquel restaurante.
Mientras se acercaba al pasillo, vio a Karina conversando… y sonriendo. Frente a ella, un hombre que irradiaba carisma y peligro. El ceño de Juan Diego se frunció aún más. Aceleró el paso con el rostro tenso.
—Hola, cariño. Estaba preocupado por ti, te tardaste mucho —dijo, tomándola de la cintura con fuerza, casi apretándola con rabia contenida.
—Hola, cielo… Es que me perdí. El señor me indicó dónde quedaba el baño —explicó Karina, con una voz calmada, pero mirando de reojo a su esposo, temiendo una reacción.
—Mmm… Entiendo. Gracias, señor… acomedido —respondió Juan Diego con una sonrisa forzada, cargada de veneno.
Luego añadió con un tono grosero y arrogante:
—Permiso. Mi esposa y yo tenemos asuntos realmente importantes que atender.
La tomó del brazo y la condujo de regreso, sin darle tiempo a despedirse con palabras. Karina solo pudo hacer un tímido gesto con la mano antes de que su esposo la arrastrara lejos del italiano.
El caballero la siguió con la mirada, luego soltó una breve risa entre dientes, encantadora y burlona.
—Che peccato... —susurró en italiano—. Demasiado hermosa… pero casada con un ogro...
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