AMOR MALDITO
Jean Cazte. Ese era yo, un nombre que resonaba con la dulzura pegajosa de un niño mimado de apenas 13 años. Desde mi más tierna infancia, la vida me había ofrecido un banquete incesante: dinero fluyendo como un río dorado, una familia que parecía sacada de una revista de modas, amigos que asentían a cada uno de mis caprichos... En resumen, la postal perfecta de la existencia. Mi padre, un hombre de empresa de esos que visten trajes impecables, trabajaba en la cúspide de la jerarquía corporativa, mientras mi madre desfilaba por reuniones sociales, exhibiendo sus costosos trofeos materiales como si fueran medallas de guerra. Era un mundo brillante, casi cegador, y yo era su pequeño príncipe, envuelto en algodones de lujo.
Pero incluso en ese edén artificial, existía una pequeña espina, un recordatorio constante de que el mundo no giraba solo a mi alrededor. Mi padre, en su afán por ascender aún más en la escalera del éxito, en esa danza hipócrita de adulación hacia su jefe, me arrastraba a sus tediosas reuniones. ¿Mi papel? Servir de compañero de juegos para el hijo del mandamás. Ese niño... River. La sola mención de su nombre evocaba una mezcla de fastidio y algo más, algo que entonces no lograba descifrar. Era un ser difícil, un enigma envuelto en indiferencia, capaz de ignorarme olímpicamente o de lanzarme punzantes burlas con la misma facilidad. Un verdadero idiota, en toda la extensión de la palabra.
Y sin embargo... la memoria me obliga a detener este relato por un instante. Incluso en aquel entonces, en mi ceguera infantil, no podía negar una verdad ineludible. River poseía un atractivo magnético, una belleza casi cruel: cabello rubio ceniza y unos ojos azules, tan profundos que parecían abismos donde uno podía perderse. Yo, en cambio, era la personificación de lo ordinario: cabello negro azabache y ojos oscuros, sin ningún brillo especial. Aunque, siendo honesto, si me detenía a mirarme en el espejo, no estaba tan mal. De hecho, para ser un niño, poseía un cierto encanto, una promesa de atractivo futuro. Pero dejando de lado esta fugaz evaluación de mi propio físico, debo reconocerlo: aquel primer encuentro marcó el inicio de mi relación con el idiota más hermosamente detestable que jamás había conocido. (Una sonrisa casi imperceptible, nostálgica y ligeramente divertida, curvó mis labios por un instante.)
Los días que siguieron se deslizaban con la misma placidez de siempre, cada amanecer anunciando una jornada de privilegios y despreocupación. El sol parecía brillar solo para mí, hasta que un evento, como una grieta inesperada en un cristal perfecto, lo cambió todo.
Recuerdo estar en nuestro enorme apartamento, un espacio que siempre me había parecido más una jaula de oro que un hogar. Estaba hundido en el mullido sofá, dejando que la dulzura intensa de unos chocolates robados de la despensa se derritiera en mi lengua. Fue entonces cuando mi madre apareció, su rostro adornado con esa sonrisa suave y calculadora que siempre me ponía en alerta.
—Cariño—dijo con una voz melosa que nunca presagiaba nada bueno—, ¿cómo te ha ido con el niño del jefe últimamente? ¿Ya no han tenido... desacuerdos?
En mi mente, las palabras resonaron con una ironía amarga. Si tan solo supiera, pensé. Si tan solo pudiera asomarse a las batallas silenciosas, a las guerras de miradas y los intercambios mordaces que compartía con River. Desacuerdos, lo llamaba ella. Preferiría compartir una celda con una hiena antes que pasar una hora agradable con ese chico. La sonrisa de mi madre se desvaneció, reemplazada por una sombra de impaciencia. Su tono se endureció ligeramente al repetir la pregunta:
—Jean, dime la verdad. ¿Has estado peleando con el hijo del jefe?
—No, mamá, por supuesto que no. Nos llevamos de maravilla, ¿por qué preguntas?—respondí, mis ojos evitando los suyos, una punzada de nerviosismo recorriendo mi estómago.
En ese instante, lo supe. Mi madre ya estaba al tanto de mis enfrentamientos con River. La información, como un veneno sutil, ya había llegado a sus oídos. Pero no era su reacción lo que realmente me aterraba, sino la de mi padre. Él, el hombre que se inflaba de orgullo con cada mención de mi supuesta inteligencia y buenos modales. En esas reuniones, mientras me lanzaba una sonrisa falsa, siempre había una advertencia tácita en sus ojos: "No arruines esto". Sabía que su jefe era un hombre despiadado, un escalón más en su ambiciosa ascensión, y temía que cualquier paso en falso mío pudiera desatar su furia, truncando sus aspiraciones.
Absorto en mis pensamientos oscuros, sintiendo cómo un nudo de terror se apretaba en mi pecho, la puerta principal se abrió con un estruendo que me sobresaltó.
Era él. Mi padre, su rostro contraído por una rabia tan palpable que parecía solidificarse en el aire, volviéndolo denso y opresivo.
—¡Jean Cazte! ¿Por qué hiciste precisamente lo que te prohibí hacer? ¡El jefe me acaba de decir que has estado molestando a su hijo, que incluso te atreviste a pegarle! ¡¿Qué demonios crees que estás haciendo?!
Una ola de vergüenza me invadió, quemándome las mejillas. Mi padre, el hombre que se jactaba de mi impecable conducta, ahora veía su preciada reputación hecha trizas por mi culpa.
—¡PADRE, YO NUNCA LE PEGUÉ, SE LO JURO!—grité, impulsándome del sofá con un movimiento brusco, pero mis piernas temblaban bajo el peso del miedo.
—¡¿QUÉ DICES, MALDITO INGRATO?! Puedes negar el golpe, pero no puedes ocultar que te llevas pésimo con él. ¡¿Acaso crees que no me doy cuenta de la tensión cada vez que los veo juntos?!
—Claramente, no te he criado con la disciplina suficiente. Necesitas una lección... una buena educación.
Miré a mi alrededor, buscando desesperadamente una vía de escape, una rendija por donde escabullirme. Pero mi padre, con una determinación escalofriante, tomó lo primero que encontró a su alcance: un tubo de cortina que una de las empleadas de limpieza había dejado apoyado en la pared.
—Listo para tu educación, querido hijo—dijo, y la sonrisa que se dibujó en sus labios no tenía nada de afectuosa, era más bien una mueca siniestra.
—¡PADRE, LO SIENTO! ¡NO VOLVERÁ A PASAR, POR FAVOR!—imploré, aferrándome con todas mis fuerzas a la pata del sofá, como si fuera un ancla en medio de una tormenta.
—Cariño, detente—intervino mi madre, su voz teñida de súplica—. No tienes que golpearlo. Son solo cosas de niños, suelta ese tubo, por favor.
—¿Cosas de niños? ¡¿COSAS DE NIÑOS?!—rugió mi padre, su rostro enrojecido por la ira—. ¡Si pierdo mi trabajo, no tendrás nada que presumir con tus amigas superficiales! ¡Tu estúpido hijo simplemente no entiende mis advertencias!
—Cariño, por favor, pensemos...
—¡CÁLLATE!—bramó, empujando a mi madre con una violencia inesperada. Ella tropezó, perdiendo el equilibrio y golpeando su cabeza con un ruido sordo contra el suelo.
—¡MADRE!—grité, lanzándome hacia ella, el miedo helándome la sangre.
—No, tú no vas a ninguna parte—me sujetó con una mano de hierro—. La educación es lo primero.
—¡PADRE, NO!—chillaba, pero él ya había cruzado un punto de no retorno, su cordura hecha trizas por la furia.
En ese instante, los golpes comenzaron a llover. No eran lecciones, no eran correcciones; eran la explosión de su rabia contenida, descargándose sobre mí con una brutalidad aterradora. La sangre salpicó el suelo, las paredes, mis propias ropas, y en medio del dolor punzante, una pregunta, como un eco tortuoso, se grabó en mi mente: ¿había sido realmente una buena vida? Las miradas horrorizadas de las empleadas de limpieza, que presenciaban la escena en silencio, eran un reflejo de mi propia impotencia. Forcejeaba, intentando liberarme de su agarre despiadado, pero era inútil. Era solo un niño, frágil y vulnerable, frente a la fuerza descontrolada de un adulto. Y mientras mi mundo se desdibujaba bajo la intensidad del dolor, la conciencia se desvaneció, llevándose conmigo la tortura.
Desperté en una cama de hospital, el cuerpo un mosaico de vendas, cada respiración un recordatorio punzante del infierno que había vivido. Las doctoras, con sus rostros compungidos, me miraban con una lástima que me resultaba insoportable. Giré la cabeza, buscando una cara familiar, y lo vi. Estaba en el umbral de la puerta, una figura pequeña e inconfundible: River, el hijo del jefe de mi padre. Una oleada de repulsión me recorrió el cuerpo. No quería verlo, su mera presencia era una punzada en mi memoria destrozada. En ese instante, el odio, un sentimiento nuevo y corrosivo, anidó en mi corazón, creciendo con una fuerza oscura. ¿Por qué? ¿Por qué había dicho esa mentira? Yo nunca le había pegado.
Quería gritarle, escupirle todo el veneno que ahora me consumía, pero mi voz se había quedado atrapada en mi garganta, mis manos temblaban con una impotencia frustrante.
River se acercó lentamente, su rostro adornado con una sonrisa burlona que helaba la sangre.
—¿Te duele mucho? Ja, claro que sí, y no puedes ni siquiera quejarte—se secó unas lágrimas imaginarias, su risa un eco cruel en la habitación silenciosa—. Tu padre está completamente loco, ¿verdad?—disfrutaba cada sílaba, cada matiz de mi sufrimiento—. Te preguntarás por qué lo hice. Es simple, Jean. Simplemente... fue divertido ver cómo el gran y orgulloso Jean Cazte se desmoronaba. No creí que llegaría a estos extremos, para ser honesto. Solo quería que te castigaran un poco, pero mira, resultó mucho mejor de lo que esperaba. Ahora puedo ver, de primera mano, lo patético que eres—su sonrisa se ensanchó, deleitándose con mi humillación.
Apreté las sábanas con rabia, sintiendo cómo la furia bullía en mis venas, alimentada por cada una de sus palabras crueles.
—TE ODIO—logré articular, la voz apenas un susurro ronco, pero mi mirada era un puñal de furia.
River solo se encogió de hombros, su risa resonando como si mis palabras no tuvieran el menor impacto en él.
En ese momento de creciente tensión, un hombre vestido con un traje impecable entró en la habitación. Su rostro reflejaba una irritación contenida, como si estuviera lidiando con la molestia más grande del mundo.
—Hey, chico—dijo sin ninguna muestra de calidez—. Tu padre está detenido y tu madre en el hospital.
En ese instante, la noticia de mi padre no me produjo ninguna reacción. Pero la mención de mi madre... una punzada de preocupación, inesperada y aguda, me atravesó el pecho. A pesar de todo, ella había intentado detenerlo.
—Señor... ¿mi madre está bien? ¿No está grave?—pregunté, la voz temblándome ligeramente.
—Hmm, podría estar peor... por suerte solo quedó inconsciente. Pero tu padre sí que está en problemas. Las empleadas domésticas lo denunciaron. Los periodistas están como buitres alrededor de mi empresa, todo por su culpa. Golpear a su propio hijo de esa manera... es brutal.
—Disculpe, usted es el jefe de mi padre, ¿verdad? Lo siento mucho por todo esto... ¿podría... podría no despedirlo?—mi voz era apenas un hilo.
Antes de que pudiera terminar mi súplica, la risa sarcástica de River resonó en la habitación.
—Este mocoso sigue siendo un llorón, incluso después de todo esto.
El hombre, claramente exasperado, le propinó un ligero golpe en la cabeza a River.
—Mira, muchacho, será difícil. La reputación de tu padre, y todo este escándalo... será muy complicado volver a contratarlo. No creo que vuelva a trabajar para mí.
—¿QUÉ? ¡No! ¿Y si mi padre... si mi padre sale de la cárcel y quiere... quiere matarme? No quiero que lo despidan, señor, por favor, contrátelo de nuevo—las lágrimas comenzaron a brotar, incontenibles.
—Deja de llorar, es fastidioso. Bien, te llevaré a mi casa mientras tu madre se recupera. A menos que prefieras volver a ese... hogar. Pero tú también tendrás que poner de tu parte para recuperarte pronto; no quiero cargar con peso muerto.
River frunció el ceño, su disgusto evidente en cada línea de su rostro.
—¿Por qué tenemos que llevarlo con nosotros? Que se quede en su casa.
En ese momento, un pensamiento amargo cruzó mi mente. ¿Quién querría tener cerca a una molestia como yo? Era desagradable, incluso para mí mismo.
—Este mocoso se pone más rebelde cada día. Vámonos, Jean necesita descansar.
River salió de la habitación con desgano, arrastrando los pies detrás del hombre. Cuando la puerta se cerró, el silencio regresó, denso y cargado de pensamientos oscuros. Solo quería desaparecer, irme lejos y no volver nunca más. River, el chico más insoportable del mundo, era un verdadero psicópata. Lo único hermoso en ese momento era la ventana del hospital, que enmarcaba un atardecer de tonos cálidos y dorados.
Con un cansancio que me pesaba en los huesos, cerré los ojos, intentando convencer a mi mente de que todo había sido una simple pesadilla. Pero, como siempre, la realidad era mucho más oscura y persistente.
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