Cenizas

Mariposa que revoloteas.

Como tú siento

que soy una criatura de polvo

—Kobayashi Issa.

Una gran sorpresa recorrió la provincia con el nombramiento del nuevo daimio. Nadie esperaba tal cosa del anterior Daimio Monoho Minamoto. Con la sorpresa, los rumores también corrían buscando a quién llegar: se decía que la familia Fujiwara se había apoderado de las nuevas tierras y que, por esa razón, uno de los Fujiwara quedó como señor daimio, aunque este no perteneciera a la familia Minamoto. No fue así como sucedió.

En la reunión oficial, donde asistieron las dos familias, se leyó el testamento de Monoho Minamoto, que, firmado con su propia sangre, le otorgaba al joven Yuko Fujiwara el cargo de gran Daimio de las tierras de Yuro Ga. A la celebración se unió la familia de nobles Senhu, y no se dejó de ver a escuadrones de samuráis rondando por el palacio. Tres grandes familias pudieron reunirse después de tanto tiempo. Esto ocurrió en el día; la celebración se detendría al caer la noche.

Todos los nobles decidieron partir a los palacios de hospedaje cercanos, con una gran cantidad de guardias detrás. Se vieron jinetes en sus caballos bajo la luz decadente del sol, y cuando ya había luna, no se vio a ningún noble cerca, solo soldados rígidos, apostados en sus puestos y admiradores de la noche sin nubes y estrellada.

Entre estos samuráis nocturnos se hallaba a Hirayama, con su nodachi en mano.

Una de las grandes particularidades de la teniente Hirayama era llevar su arma blanca —sin importar si era una katana o una nodachi— en la mano. No desenvainada, sino en su vaina. Cuando un camarada se acercaba, siempre pasaba lo mismo:

—Disculpe, Teniente, ¿por qué carga el arma en su mano?

—Mi maestro me enseñó a no ser uno con la espada, a no unirse con el sable, para no perder el valor del guerrero.

Nunca se había visto a un samurái hacer esto. Todo esto solo se veía en Sei Hirayama.

Y eso no era todo. Nunca se vio a la Teniente recoger su cabello. Siempre lo llevaba suelto, cayendo hasta su esbelta cintura, negro como la inmensa sombra de la noche imponente, e inquieto con las auras mañaneras o con los suspiros de la tarde.

Era famosa por comer tanto arroz como podía. Ganó cientos de competencias. Ganó dinero en estas actividades y lo repartió entre los campesinos y los vagabundos. Cada vez que podía, se acercaba a los sembrados y los contemplaba con amor y orgullo, porque, nacida en estas tierras, aprendió y conoció lo que era el campo japonés y su poder. Les llevaba comida a los ancianos que comúnmente eran abandonados por sus familias. Estos vivían solos en ruinas de pagodas que el tiempo rogaba por llevárselos al olvido. En los entrenamientos, se le vio usar un parche sin tener un ojo herido o una cicatriz. Un subordinado se acercaba a preguntarle por qué el parche, pero a diferencia de lo de la katana en la mano y no en la cintura, no daba explicación; solo decía con voz suave y sonrisa deslumbrante: «Tengo el parche para llamar la atención».

Aquella noche llevaba el parche. Nadie se acercó a preguntarle por qué. Hirayama, como una mariposa nocturna, vigilaba los jardines somnolientos, hogar de insectos volátiles como luciérnagas y polillas viajeras. Un hombre iba con ella. Un subordinado que, como sombra de la Teniente Hirayama, no se separaba, tampoco decía ninguna palabra, tampoco respiraba, eso parecía.

—Me recuerdas tu nombre, por favor —le dice Hirayama al acompañante.

—S... soy Maeka, señorita Hirayama.

—¿Maeka?

—Sí, Teniente.

—Dime, Maeka, ¿de qué provincia vienes?

—Nací cerca de la región de Kanto, Teniente.

—¿Tus padres viven?

—So... solo mi madre.

—¿Sabes, Maeka? Muchos de mis familiares viven, ¿pero me creerías que con nadie tengo una buena relación?

—Mmm.

—Con nadie puedo hablar sin discutir, tampoco he podido hablar con mi padre en mucho tiempo... Mi padre es Haruki Hirayama, ¿has escuchado de él?

—S... sí.

—Lo siento, lo siento, no quería incomodarte o aburrirte con mis problemas familiares.

—Descuide, Teniente, sé que quiere hablar un poco para que la noche pase rápido. La entiendo, a veces estos rodeos son aburridos, y mucho más si no hay nadie que te acompañe.

—Sí, Maeka, es algo aburrido.

Después de la conversación, comenzaron a escuchar en la lejanía gritos, gritos de ayuda que cada vez eran más fuertes.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Fuego!... ¡Fuego!...

Hirayama y su subordinado tomaron carrera, con rapidez corrieron hacia el palacio donde descansaban algunos de la familia Senhu. Los gritos los guiaron.

Al observar la escena desconcertante, Hirayama se acercó a un grupo de soldados que con agua del lago cercano intentaban extinguir las llamas que bloqueaban la entrada.

—¡¿Qué sucede?! —pregunta Hirayama—. ¿De dónde viene el fuego?

—Creemos que viene de adentro, Teniente. Se esparció muy rápido y por eso creemos que fue propagado con intención.

—Ahora no es momento de buscar culpables. Apaguen el fuego de esta parte, iré al otro lado del palacio —dice Hirayama.

—Yo la acompañaré, señorita Hirayama —dice Maeka.

Los dos, ya en acuerdo, rodearon el palacio. Al llegar, no encontraron a ningún soldado intentando apagar las llamas, pero sí se dieron cuenta de que el fuego era menos denso.

—Entraré —dice Hirayama.

—No puede, Teniente, es peligroso —replica Maeka.

—¡Debo entrar, se pueden escuchar gritos de una persona pidiendo ayuda!

Así era. Con el crujir de la madera en llamas, también se podían oír gritos, no, palabras de ayuda, porque los gritos eran débiles.

Hirayama se dispuso a entrar. Ya los gritos habían cesado. Dispuesta a cruzar la mampara, aún en llamas, fue detenida por una voz desde atrás. Aquel era el capitán Kusaki. Con el brazo quemado por completo y con sus ropas desgarradas, casi inexistentes.

—Hirayama, ya no hay nadie adentro —dijo Kusaki.

—No, señor, se equivoca, sí...

—No, Hirayama, no.

La Teniente suspiró, bajó la cabeza y se alejó del fuego. Luego se ubicó detrás del capitán y se dispuso a ver la enorme fogata que se negaba a apagarse.

Las ruinas, horas después, cuestionaban el rol de las cenizas: rastros aún vivos de un fuego que destruyó...

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