El daimio.
Queda de su pasar
un terrible frío
—Masaoka Shiki.
Como niebla rápida, los rumores sobre las masacres recorrieron toda la provincia de Yamato. No solo se conocieron los hechos como rumor, sino también con las manifestaciones de furia encendida por la cruel matanza hacia los pueblerinos. Estas protestas fueron más rápidas que los mensajeros de la orden militar y así, por medio de disturbios, se dieron a conocer en el castillo Busshu los anteriores acontecimientos macabros.
—¡Dígale a esos campesinos que no tenemos nada que ver con esos asesinatos de los que tanto hablan! —gritó Monoho Minamoto, que para ese momento era el único y absoluto Daimio del territorio de Yoru ga.
—Mi señor, los soldados ya están dispersando a los campesinos, por favor, tenga paciencia —dijo Yasunari Mihiuhara, jefe militar bajo la orden del daimio y general de la segunda línea de la orden militar.
—¡Ya le dije que no use la violencia con los campesinos, tenga misericordia, intente no crear más caos! —replicó con voz fuerte el daimio, pero a la vez, interrumpido por una tos seca.
—Mi señor, entonces, ¿cómo los disperso sin usar la fuerza?
—¡Intenta hablar con ellos sin desenvainar tu espada, Mihiuhara, ya estás muy anciano para ser samurái, no mereces protegerme, maldición! —Este grito ya de desespero hacía eco en aquella sala, pero aun así era gracioso.
—Sí, mi señor, cumpliré sus órdenes como usted me lo pide.
Al salir, Mihiuhara, ya dispuesto a controlar la situación, no halló, extrañamente, más disturbios. En la lejanía vio a un grupo de campesinos que partía del lugar y también se dio cuenta de que estos no eran perseguidos por los samuráis. Los samuráis se hallaban ya reunidos frente a Mihiuhara y, haciendo señal de reverencia, los soldados de bajo rango se fueron retirando, yendo a sus puestos comunes uno por uno, despejando así el área y dejando varios samuráis a la vista, cinco en total, para que el incrédulo Mihiuhara les interrogara.
—Soldados, ¿quieren explicarme qué sucedió aquí?
—Mi General —dijo uno—, mi Teniente Hirayama se halla aquí, ella nos ayudó a dispersar la aglomeración.
—¡¿Qué?! —exclamó Mihiuhara—. ¿Dónde está la teniente?, ¿viene con el Capitán, verdad? —preguntó girando de un lado para otro la cabeza.
—Aquí estamos —dijo una voz detrás de Mihiuhara—. Mi General, ¿dónde estaba usted metido?, necesitábamos su ayuda como autoridad —preguntó la voz.
Mihiuhara giró, y con grandes ojos de sorpresa y felicidad, exclamó:
—¡Ya están aquí, por fin tendré ayuda con estos problemas que me están comiendo vivo!
Cuando Mihiuhara había girado a visualizar de quién era la voz se alegró al darse cuenta de que se trataba del Capitán Kusaki y detrás de este venía su inseparable Teniente Hirayama.
—Jóvenes, los esperaba, ¿por qué no llegaron ayer? Ayer era que venían, ¿o me equivoco? —preguntó el General Mihiuhara.
Acto seguido, la Teniente Hirayama se inclinó como señal de respeto hacia su superior, pero el Capitán no lo hizo, en cambio, respondió a un comentario anterior del General:
—No somos ningunos jóvenes, y usted ningún anciano. Por eso, mi General, hay que cumplir nuestros deberes, usted lo sabe más que nadie. Si nos confiamos podremos sufrir consecuencias graves.
—Tiene razón, Capitán Kusaki, estaré más atento a todo —respondió el General Mihiuhara, arrinconado en vergüenza.
Luego, Mihiuhara observó a la Teniente Hirayama con rostro preocupado, se acercó un poco más y le preguntó:
—Teniente Hirayama, ¿quiere ver al señor Minamoto, verdad?
—No, bueno sí, no sé, es que debo cumplir muchas obligaciones con el Capitán y... no sé si él me dejaría...
—Ve a ver al señor Monoho, pero no te demores —dijo el Capitán Kusaki para no detener a Hirayama.
La Teniente Hirayama se llenó de felicidad viva y, en señal de agradecimiento, se inclinó ante su Capitán, luego ante su General y después, de forma casi súbita, pidió permiso para luego desaparecer ante los ojos de sus superiores.
—Mi señor Monoho se alegrará cuando vea a Hirayama, él la quiere mucho, al parecer —comentó en susurro el General Mihiuhara, pero aun así fue escuchado por el Capitán, quien sintió enojo interior.
—Disculpe, mi general, pero deberíamos ser menos transigentes o menos cercanos a los soldados, puede traer problemas —dijo Kusaki.
—Si te refieres a la Teniente Hirayama, recuerda que ella es una integrante directa por sangre de la principal rama del clan Hirayama. Eso significa que debemos tener un trato más especial con ella, más especial que con los samuráis que algunas vez has visto como soldados comunes.
—Hirayama ya ha demostrado que no merece pertenecer al clan Hirayama, aun siendo de sangre poderosa no es poderosa en habilidades, bueno, no tanto como los capitanes Senka Hirayama o Sen Hirayama... —replicó Kusaki.
—¿Te atreves a hablar mal de tu propia Teniente, de la persona que ha protegido tu vida arriesgando la suya?
—Lo siento, mi señor, pero solo digo la verdad y... —dijo el Capitán Kusaki.
—La verdad es que la Teniente merece su puesto, esa es la verdad. También es verdad que es una gran samurái y, aunque no tenga habilidades como los capitanes Senka o Sen, o las habilidades de su padre Haruki, que es un gran jefe militar en el momento, no significa que no pueda llegar lejos, o que no pueda mejorar...
—Mi señor...
—Mi señor nada, Kusaki, hasta el momento eres la persona más cercana a Hirayama, respétala como la buena soldado que es —dijo el General Mihiuhara.
Aquí terminó la conversación, no sin antes de que Kusaki se inclinara en señal de disculpa y fuera a tomar sus obligaciones.
Hirayama, ya dentro del palacio y dentro de la sala también, encontró a la dama Siumeraki en trabajo de organización y aseo. Siumeraki no se dio cuenta de la presencia de la Teniente hasta que esta comenzó a caminar por la sala con descuido y ensució una parte del suelo con su calzado pintado por el fango. Siumeraki se enojó, frunció sus cejas pobladas al ver un soldado "mugriento" dañar el trabajo perfecto de las sirvientas. Cuando preparaba su grito, vio la larga cabellera suelta de la samurái y la reconoció al instante, deshizo su rostro vivo de enfado y dijo:
—Teniente, qué placer tenerla en el palacio.
—Buenos días, dama Siumeraki, ¿dónde se encuentra mi señor Monoho? —preguntó Hirayama.
—Se encuentra en su lecho descansando, ya que quiso aprovechar que ya no hay disturbios fuera del palacio.
—Entonces significa que soy inoportuna en este momento, está bien Siumeraki, gracias, volveré después.
—¡Espere, Teniente! Creo que su visita le hará bien a mi señor, él aún no duerme, de eso estoy segura.
Hirayama hizo caso, se dirigió al lecho del Daimio, donde lo halló ya boca arriba, durmiendo, extrañamente sin ningún sirviente a los alrededores. Se acercó con paso calculado y sereno mientras respiraba imperceptiblemente. Cuando ya podía ver el rostro del anciano, este, estático, muy estático, y pálido, muy pálido, supo que ya, solo y viejo, Monoho Minamoto había comenzado a dormir en un sueño eterno.
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