El Lobo Exiliado

(Naia)

Cuando abrí los ojos, lo primero que sentí fue el silencio. No un silencio vacío, sino uno denso, casi vivo, como si las paredes mismas de aquel lugar estuvieran conteniendo la respiración. La penumbra me envolvía, interrumpida por una débil luz que se filtraba desde algún punto más profundo de la cueva. El aire era frío, pero no helado; olía a piedra húmeda, a tierra… y a algo más. Un aroma cálido, casi como leña quemada y pino, que no pertenecía a este sitio.

Tardé unos segundos en recordar dónde estaba… o más bien, en aceptar que no lo sabía. Lo último que recordaba era la tormenta, la lluvia golpeándome como mil agujas, el barro pegándose a mis botas, mis manos temblando alrededor de la estaca ensangrentada. Y luego… el bosque, los truenos, y aquel animal enorme acercándose.

Me incorporé lentamente, y me di cuenta que ya no llevaba el vestido puesto, ahora tenía encima una playera que me llegaba a las rodillas y era para alguien de el sobre de mi tamaño quizás.

A mi derecha, sobre la misma cama en la que me encontraba yacía una criatura inmensa. Su pelaje era oscuro y espeso, tenía un brillo plateado que atrapaba la poca luz que había. Sus costados subían y bajaban con una respiración profunda, rítmica, y sus orejas, aunque relajadas, se movieron levemente como si pudiera oír hasta el más leve de mis pensamientos.

Debí haber sentido pánico. Todo en mi mente me decía que gritara, que buscara una salida, que corriera. Pero en lugar de eso, algo en mi interior se aquietó. No era como las bestias que había escuchado describir a los cazadores en mi mundo. Había una calma en él… una presencia que, lejos de amenazarme, parecía envolverme como una manta invisible.

Mis dedos se tensaron sobre la manta que me cubría, sintiendo la suavidad de una piel curtida. No era mía. No pertenecía a nada que yo hubiera traído. Alguien me había cubierto mientras dormía.

Me quedé mirándolo. Incluso en reposo, era imponente: patas grandes, garras ocultas, un hocico largo con cicatrices apenas visibles entre el pelaje. Y, sin embargo, había algo en la forma en que estaba recostado, en la ligera inclinación de su cuerpo hacia mí, que no parecía agresiva. Era como si me estuviera… protegiendo.

Un movimiento sutil me hizo contener la respiración. La bestia abrió los ojos. No eran como los de un animal salvaje. Brillaban con un ámbar profundo, intenso, que parecía atravesar la oscuridad y al mismo tiempo sostenerme en ella. Me observó en silencio, y por un instante tuve la absurda sensación de que me estaba evaluando, no como presa… sino como alguien que debía ser entendido.

No aparté la mirada. No podía. Y, para mi sorpresa, tampoco quería.

—¿Dónde… estoy? —mi voz sonó más baja de lo que esperaba, como si temiera romper el equilibrio que había entre nosotros.

No obtuve respuesta. Al menos, no con palabras. La criatura se incorporó lentamente, su tamaño haciéndose aún más evidente. Me di cuenta de que si hubiera querido, podría acabar conmigo en un solo movimiento… pero no lo hizo. En cambio, dio un paso hacia la entrada de la cueva, como si quisiera mostrarme algo.

Me quedé quieta, sintiendo cómo mi corazón latía más rápido, pero no de miedo. Era… otra cosa. Una mezcla extraña entre cautela y una seguridad ilógica, como si algo en lo más profundo de mí supiera que no iba a hacerme daño.

Cuando se volvió a mirarme, lo entendí: me estaba invitando.

Me levanté, aunque mis piernas aún estaban pesadas, y lo seguí. No podía explicar por qué obedecía, pero cada paso detrás de él me parecía natural, inevitable. Caminamos hasta la entrada de la cueva, y el aire fresco de la mañana me golpeó el rostro. Afuera, el bosque aún estaba cubierto por un velo de niebla; el sonido lejano del agua me indicó que había un río cerca.

Él se quedó a un lado, observándome. No como un guardián vigilante, sino como alguien que necesitaba asegurarse de que yo estaba bien. Fue entonces cuando, por primera vez, noté que no era simplemente un animal. Había algo humano en su postura, en la forma en que mantenía la distancia justa para no asustarme, pero suficiente para que supiera que seguía allí.

De pronto, un destello de memoria me atravesó: el momento en que lo vi por primera vez, en medio de la tormenta. Había estado tan segura de que sería mi final… y sin embargo, estaba aquí. Viva. Cálida. Cubierta y cuidada.

Volví la vista hacia él.

—Gracias —susurré.

No sé si lo entendió, pero sus orejas se movieron levemente y sus ojos se suavizaron. Me dio la impresión de que estaba acostumbrado a que las personas lo temieran, y que mi reacción lo sorprendía tanto como a mí.

El resto de la mañana transcurrió en un silencio cómodo. Yo exploraba la pequeña cueva —piedra lisa en algunas partes, más áspera en otras— y él se mantenía cerca, acostado pero siempre con la mirada en mí. Me di cuenta de que había una hoguera apagada junto a una roca plana, y que había restos de lo que parecía carne cocida. Alguien había preparado ese lugar… para vivir.

Y entonces recordé que no estaba sola con un animal salvaje, a mi mente llegó el sujeto que me escribió que estaba segura, cuya estatura era imponente. Supuse que el rescate fue obra suya pero...¿Donde estaba él?

Cuando el sol comenzó a filtrarse un poco más, el enorme animal se levantó y se acercó. Lo sentí detenerse justo a mi lado. El calor que desprendía me envolvió, y no pude evitar cerrar los ojos un instante. No me había sentido así en mucho tiempo. Ni siquiera en mi propia casa había experimentado esa extraña sensación de estar a salvo, como si ninguna sombra pudiera alcanzarme mientras él estuviera allí.

No sabía su nombre. No sabía qué era exactamente. Pero algo dentro de mí me decía que lo iba a descubrir… y que mi vida no volvería a ser la misma.