Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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Un hogar
La noche cayó suave sobre la casa de los Shirley. El cielo, cubierto de estrellas tímidas, parecía vigilar con ternura el mundo dormido. Tras la cena, los padres de Anne se retiraron temprano, dejando a las chicas con una bandeja de galletas de avena, dos tazas de leche tibia y una promesa de confianza.
—Pueden quedarse despiertas hasta tarde —dijo la señora Shirley con una sonrisa cómplice—, siempre y cuando no hagan estallar nada.
—¡Eso fue una vez! —gritó Anne, escandalizada, desde la escalera.
Ya en la habitación, Diana se sentó en la cama, abrazando una de las almohadas. Anne se arrodilló frente a una cajonera y sacó un pijama de franela azul para su amiga.
—No es el más bonito, pero es el más cómodo del mundo —comentó, tirándoselo con suavidad.
Diana se rió bajito.
—No necesito que sea bonito. Solo que huela a ti.
Anne se quedó quieta por un momento, mirando cómo Diana se sonrojaba al darse cuenta de lo que acababa de decir.
—Quiero decir… a hogar —se corrigió en voz baja.
—Entonces está bien —dijo Anne, con un brillo travieso en los ojos.
Se cambiaron con la naturalidad que se comparte entre personas que han bajado todas las barreras. Anne se lanzó sobre la cama, rebotando en la colcha de retazos. Diana la imitó, y quedaron juntas boca arriba, con el techo como único testigo de su cercanía.
La lámpara en la mesita de noche estaba encendida, derramando una luz cálida y suave que hacía que los objetos en la habitación parecieran pertenecer a un sueño.
—¿Te gusta dormir con luz? —preguntó Diana en voz baja.
—A veces. Cuando tengo miedo de olvidar que este lugar existe.
—¿Por qué lo olvidarías?
Anne giró la cabeza hacia ella, sus rostros ahora muy cerca.
—Porque cuando el mundo es duro… es fácil pensar que lo bueno fue un invento de nuestra imaginación.
Diana tragó saliva, sintiendo que el corazón le latía con más fuerza de lo habitual. Sus dedos rozaron los de Anne, primero por accidente, luego por decisión. Los entrelazaron sin hablar, dejando que el silencio hiciera su propia música.
—No sé si alguna vez te lo dije —susurró Diana—. Pero tú… tú me salvaste. Con tu forma de mirar, de abrazar, de abrir puertas sin pedir explicaciones. Con tus risas. Y tu familia.
—Tú también me salvaste a mí —respondió Anne, girándose por completo hacia ella—. Yo estaba acostumbrada a inventarlo todo. Mundos, amores, futuros. Pero contigo no tengo que imaginar nada.
La habitación se volvió más pequeña, más íntima, como si el universo se replegara hacia ese instante. El resplandor dorado de la lámpara proyectaba sombras suaves en sus rostros, dibujando secretos en sus miradas.
Diana acercó su rostro, con miedo y deseo danzando al mismo tiempo en sus pupilas.
—¿Está bien si…?
—Sí —interrumpió Anne, antes de que la pregunta terminara de formarse.
El primer roce fue leve, apenas un suspiro entre labios que se buscaban con timidez. Luego, el beso se hizo más firme, más real. Era un beso cálido, tierno, que no pedía promesas ni explicaciones, solo presencia. La luz de la lámpara brilló en el ángulo exacto para envolverlas como si el mundo quisiera celebrar en silencio aquel momento.
Cuando se separaron, los ojos de Anne brillaban con algo más que ternura. Era asombro. Era paz.
Diana apoyó su frente en la de ella.
—Me da miedo despertarme y que esto haya sido solo un sueño.
Anne sonrió, acariciando con los dedos la mejilla de su amiga.
—Entonces quédate dormida aquí, para que no tengas que despertar.
Y así lo hizo.
Se acurrucaron bajo las sábanas, abrazadas, con el corazón latiendo al ritmo del otro. Diana cerró los ojos con la certeza extraña y hermosa de que, por primera vez en mucho tiempo, no estaba sola. No en esa casa. No en ese corazón.
Mientras la lámpara seguía encendida, iluminando suavemente sus siluetas, el mundo allá afuera se volvió más lejano, menos amenazante.
Esa noche, entre susurros y silencios, Diana encontró algo que no sabía que buscaba: un refugio, una lámpara que no se apagaba, y unos brazos que sabían exactamente cómo sostenerla sin romperla.
Y aunque no dijeron “te quiero” en voz alta, las palabras flotaron entre ellas como luciérnagas en la oscuridad, brillando sin necesidad de ser atrapadas.
Me desperté con la calidez del sol filtrándose por la ventana y la sensación suave de alguien respirando cerca. Tardé unos segundos en recordar que no estaba sola. Diana dormía a mi lado, con una expresión de paz tan dulce que me dieron ganas de protegerla para siempre.
No quise moverme. Solo la observé. Tenía una mano entrelazada con la mía, como si incluso dormida buscara un ancla. Nunca había visto a Diana tan vulnerable. Parecía una versión más joven de sí misma, como si al fin pudiera descansar sin miedo.
Un aroma delicioso flotó desde la cocina: pan tostado, canela y café. Sonreí. Mamá estaba inspirada.
—¿Huele a pan de banana? —murmuró Diana con voz ronca, apenas despertando.
—Sí, y seguro hay mantequilla casera. Mamá no se mide cuando está feliz.
Nos vestimos con lentitud, enredadas entre miradas tímidas y roces de manos. Bajamos juntas, y el sonido de la vajilla nos recibió junto a las voces suaves de mis padres.
—¡Buenos días! —dijo mamá al vernos entrar—. Espero que hayan dormido bien.
—Como nunca —susurró Diana, apenas audible, pero yo la escuché.
Papá ya tenía la mesa lista. Frutas frescas, jarras de jugo, tostadas doradas, miel. Nos sentamos juntas y mis padres nos trataron como siempre: con ese amor sencillo y sin condiciones que a veces olvido que no es común en todas las casas. Vi cómo Diana observaba todo con ojos grandes, como si no entendiera cómo algo tan simple podía ser tan cálido.
Cuando papá le ofreció una segunda taza de café, y mamá le sirvió más pan sin preguntar, noté cómo sus ojos se humedecían apenas. No dijo nada, pero supe que esa ternura le llegaba hondo.
Después del desayuno, le tomé la mano con una sonrisa.
—¿Vamos al parque?
Ella asintió con una mezcla de entusiasmo y nervios. Había algo diferente en su mirada. Llevaba algo escondido en la chaqueta.
El día era perfecto. El cielo azul claro, el aire fresco, las flores abiertas como si nos dieran la bienvenida. Caminamos por los senderos del parque que conozco desde niña, pero con Diana a mi lado todo parecía nuevo. Íbamos despacio, en silencio por ratos, como si nos sobrara el tiempo.
Nos detuvimos bajo un roble enorme, donde la sombra era espesa y el mundo parecía calmarse.
—¿Te puedo dar algo? —me preguntó de pronto.
Asentí, curiosa.
Sacó un CD primero. Era viejo, grabado a mano. En la parte de arriba, con fibron negro, alguien había escrito: “Estas hablan mejor que yo.”
—¿Qué es? —pregunté, tocando las letras con los dedos.
—Canciones que... me recuerdan a ti. A lo que siento. A lo que me da miedo decir en voz alta.
Sentí cómo el pecho se me apretaba de ternura. Entonces sacó un sobre doblado y me lo entregó con manos temblorosas.
—Una carta. No es larga, pero... es de verdad.
Lo abrí con cuidado. Dentro, su letra inclinada y firme me habló:
“No sé cuándo fue que me di cuenta de que me gustabas. No sé si fue la primera vez que me defendiste sin saber por qué, o la vez que me leíste en voz alta mientras llovía. Tal vez fue cuando me hiciste reír justo cuando pensé que no podía más. Pero sé que cada instante contigo me construyó de nuevo. Y no sabía cuánto lo necesitaba hasta que llegaste.
Tu casa es el hogar que soñé. Tus padres me hicieron sentir que había un lugar para mí. Pero tú… tú eres ese lugar. Quiero que lo sepas. Quiero cuidarte como tú me cuidas sin darte cuenta. Quiero aprender tu mundo, tus miedos, tus luces.
¿Te gustaría ser mi novia?
Con amor (y canciones),
Diana.”
No supe qué decir al principio. Leí la carta dos veces. Me ardían los ojos, pero no de tristeza. Diana, que siempre parecía fuerte y callada, acababa de abrir su alma con una ternura que me desarmó por completo.
La miré. Estaba cabizbaja, esperando, como si no mereciera una respuesta hermosa.
—Sí —dije. Con todo el amor que pude reunir en una sola palabra—. Quiero ser tu novia, Diana.
Ella levantó la vista tan rápido que nuestras miradas se encontraron como si chocaran. Entonces se rió entre lágrimas, y yo la abracé fuerte.
Nos quedamos así, bajo la sombra del roble, como si el mundo nos hubiese elegido a nosotras para ese instante.
Y cuando caminamos de regreso a casa, tomándonos de la mano como si lo hubiéramos hecho toda la vida, supe que algo profundo había cambiado. No solo entre nosotras. En ella, en mí, en lo que ahora éramos juntas.
Y esa noche, cuando puse el CD en mi reproductor, las canciones hablaron. Y cada nota me dijo lo que su carta ya había dicho:
Que estábamos a salvo. Que el amor no siempre llega con estruendo, pero cuando lo hace en silencio, se queda.