Ni Villana, Ni Santa

Arturo Volt había observado durante semanas los movimientos de Esther y la forma en que, pese a su cautela, sus acciones parecían saboteaban sutilmente a Fabio Doyle. Algo en su mirada, en su determinación, le decía que no actuaba por capricho ni por codicia. Pero necesitaba saber la verdad.

Esa noche, aprovechando que ambos se encontraban en un salón privado bajo la excusa de revisar informes, Arturo dejó que una pequeña dosis de poción de la verdad cayera discretamente en el té que Esther había comenzado a beber. Era una medida ligera, suficiente para revelar secretos sin dañarla.

Al principio, Esther notó un cosquilleo extraño, un calor en la garganta y una claridad inusual en su mente. Sus ojos se abrieron, y antes de que pudiera detenerse, comenzó a hablar.

—No… no odio a Fabio Doyle —dijo, su voz temblando apenas—. Pero sé lo que hará. Porque tengo una marca de alma… Reencarné… y en este mundo, he visto cómo actúa la maldad. Dentro de un año más, él comenzará a vender esclavos… familias enteras serán destruidas… y no puedo quedarme de brazos cruzados.

Arturo la escuchaba en silencio, conteniendo la respiración. Cada palabra confirmaba la intuición que había tenido: Esther no era una manipuladora común, ni alguien que actuara por beneficio propio. Su motivación era algo mucho más profundo y peligroso.

—Una marca de alma… —murmuró Arturo, con los ojos brillando entre la incredulidad y la fascinación—. Nunca imaginé…

Esther bajó la mirada, avergonzada y confundida por haber hablado tan libremente.

—No sé por qué estoy contándote esto… —susurró—. Pero ahora lo sabes. Y debo detenerlo antes de que sea demasiado tarde.

Arturo se acercó con cautela, consciente de que había cruzado una línea delicada. La atracción que sentía por ella se mezclaba con un respeto recién descubierto.

—No te preocupes —dijo suavemente—. Tu secreto está seguro conmigo. Pero necesito entenderlo… necesito que me enseñes, porque si lo que dices es cierto, entonces hay un peligro mucho más grande del que imaginábamos.

Esther levantó la cabeza, sus ojos azules encontrando los celestes de Arturo. Por primera vez, no había juegos ni desconfianza. Solo dos almas que entendían que estaban frente a un enemigo que no podían ignorar… y frente a un lazo que, de manera inesperada, comenzaba a formarse entre ellos.

Arturo permaneció en silencio unos segundos, dejando que las palabras de Esther calaran en su mente. Luego, comprendió algo que le heló la sangre y, al mismo tiempo, le dio sentido a lo que había visto en ella desde el primer día.

Su madre, Emma Volt, tenía una marca de alma. Había reencarnado, conservando fragmentos de vidas pasadas y la capacidad de percibir el mundo de maneras que los demás no podían. Arturo recordaba haberlo sentido desde pequeño: la claridad de su madre, su intuición, su calma ante situaciones que dejaban a todos perplejos.

—Eso… eso explicaría muchas cosas —murmuró para sí mismo, y luego miró a Esther con una mezcla de respeto y fascinación—. No eres solo la hija de los duques… eres otra alma. Por eso cambiaste, por eso tu manera de ver el mundo es diferente.

Esther lo observaba, sorprendida por la calma que emanaba de él. No había miedo, ni juicio, ni incredulidad. Solo comprensión.

—No lo entiendes mal —continuó Arturo—. Esto no te hace peligrosa. Todo lo contrario… te hace única. La forma en que actúas, cómo planeas, cómo prevés los movimientos de los demás… ahora sé por qué parecías tan… distinta desde el primer día.

Esther sintió un escalofrío recorrer su espalda. Que alguien entendiera algo tan íntimo, algo que ella misma había mantenido en secreto incluso de sí misma, era abrumador.

—Entonces… tú lo sabías todo este tiempo —dijo con un hilo de voz.

—Sabía que las marcas de alma eran reales —respondió Arturo—. Por eso entendí por qué te comportas de manera diferente a cualquiera que haya conocido. Por eso entiendo por qué no solo quieres detener a Fabio Doyle… sino que debes hacerlo.

En ese momento, Esther sintió que una parte de su carga se aligeraba. No estaba sola. Y la presencia de Arturo, aunque aún contenida por su timidez, se sentía como un pilar silencioso en el que podía apoyarse.

—Si esto es cierto —susurró—, entonces necesitamos unir fuerzas. No solo por los negocios, ni por la justicia… sino por algo más grande. Por algo que trasciende vidas.

Arturo asintió, con los ojos brillando de determinación:

—Lo haremos juntos, Esther. Y mientras más pronto empecemos, más posibilidades tendremos de impedir que el mundo que conoces se destruya.

Esther bajó la mirada, temblorosa, como si estuviera revelando la parte más oscura de sí misma. Sus manos se apretaban sobre la mesa, mientras las palabras escapaban con dificultad.

—En mi otra vida… fui cómplice de Fabio Doyle —dijo, la voz apenas un susurro—. Fui una malvada persona. Y por eso, mi familia y yo fuimos condenados a muerte.

Arturo la miró con los ojos abiertos, asimilando la magnitud de sus confesiones. No era solo el dolor de la pérdida, sino la culpa que Esther llevaba consigo, un peso que trascendía vidas.

—No… no tenías que hacerlo sola —murmuró él—. No puedes cargar con todo eso tú sola.

Esther levantó la cabeza, sus ojos azules brillando con una mezcla de tristeza y determinación:

—Lo sé. Pero no puedo permitirme que vuelva a pasar. En esta vida, no puedo dejar que Fabio Doyle destruya familias inocentes, ni que se beneficie del sufrimiento de otros como lo hizo antes. No puedo ser su cómplice otra vez.

Arturo permaneció en silencio, con una comprensión que iba más allá de las palabras. Ahora entendía por qué su comportamiento había sido tan cauteloso, por qué había actuado con tanta determinación contra Doyle desde el primer momento. No era solo justicia o estrategia; era redención.

—Entonces… —dijo él con voz suave—. No estás sola en esto. Si vamos a detenerlo, lo haremos juntos. No dejaré que cargues con esa culpa otra vez.

Esther respiró hondo, sintiendo cómo parte de su carga se aligeraba. Por primera vez en mucho tiempo, alguien no solo la entendía, sino que elegía estar a su lado a pesar de su pasado oscuro.

—Juntos —repitió, firme—. Lo haremos juntos.