Júlia, una joven de 19 años, ve su vida darse vuelta por completo cuando recibe una propuesta inesperada: casarse con Edward Salvatore, el mafioso más peligroso del país.
¿A cambio de qué? La salvación del único miembro de su familia: su abuelo.
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Capítulo 4
Júlia encaraba el contrato como si fuera una sentencia de muerte.
Las letras negras danzaban en la página, burlándose de ella.
"Contrato de matrimonio entre Edward Salvatore y Júlia Ferraz."
Se pasó la mano por el cabello revuelto, alejándose del asiento trasero del coche como si la estuvieran sofocando. La rabia quemaba, pero detrás de ella había algo mucho peor: impotencia.
— Esto es una broma. No soy una muñeca que compras con un cheque.
Edward permaneció en silencio. Solo la observaba, como quien estudia la reacción de una presa acorralada.
— No soy tu solución. ¡Ve a buscar otra idiota rica y aburrida para jugar a las casitas! — gritó, con los ojos llorosos, pero sin derramar una sola lágrima.
Él le quitó el contrato de las manos con la misma frialdad con la que se recoge un arma cargada.
— Yo no juego, Júlia. Mucho menos a las casitas.
— ¿Y por qué YO? ¿Por qué justo yo?
Él vaciló por medio segundo.
— Porque no tienes nada. Y porque, en el fondo, sabes que me necesitas.
La frase golpeó como una bofetada.
Ella quería gritar que no. Que tenía orgullo. Que se las arreglaría sola.
Pero la imagen del abuelo tosiendo sangre en la sábana manchada surgió como un puñetazo en el estómago.
— Y si acepto... — dijo con voz ronca — ¿qué gano, además de perder mi libertad?
— Salvas al hombre que te crió. Ganas dinero, estabilidad. Un techo. Y cuando todo esto termine... desapareces con más de lo que jamás soñaste tener.
Júlia bajó los ojos. Estaba temblando. No de miedo. De rabia, sí. De desesperación, tal vez. Pero, principalmente, de la maldita verdad.
No tenía elección. Y odiaba eso.
— Necesito tiempo. — dijo, sin mirarlo. — Esto no es... cualquier cosa.
Edward asintió levemente.
— Veinticuatro horas.
— ¿Solo eso?
— Si tardas más que eso, es porque estás buscando una manera de decir que no. Y no suelo esperar respuestas negativas.
La puerta del coche se abrió a su lado. Marco, el matón de mirada vacía, la esperaba para que saliera.
Júlia vaciló. Entonces bajó.
Antes de que cerrara la puerta, Edward habló:
— Una última cosa, Júlia. No te ilusiones.
Ella se detuvo.
— Esto no es un cuento de hadas. No soy tu príncipe.
Soy el villano de tu historia. Y solo estás aquí... porque eres útil.
La puerta se cerró con un golpe seco.
El coche desapareció en la oscuridad de la calle sin nombre, dejando a Júlia sola con el viento frío y un corazón pesado como plomo.
La casa estaba silenciosa cuando Júlia entró.
Demasiado silenciosa.
Cerró la puerta con cuidado, como si el peso del mundo estuviera colgado en sus hombros. Sus manos aún temblaban, y el corazón latía como si quisiera explotar en el pecho. La conversación con aquel hombre — Edward Salvatore — martilleaba en su mente como una maldición que no podía ignorar.
En el cuarto del abuelo, el sonido de la televisión baja llenaba el ambiente.
El viejo Ernesto Ferraz dormía, con las gafas torcidas en el rostro y una manta remendada hasta el cuello. Incluso enfermo, aún resonaba fuerte, como quien se niega a partir.
Júlia se acercó despacio, le quitó las gafas con cuidado y las colocó en la mesita.
Se quedó observando por largos minutos.
El rostro arrugado. La piel fina. El hombre que la crió solo, incluso con la vida siendo cruel. El hombre que le enseñó a andar en bicicleta, que hacía café con azúcar quemado cuando el polvo se acababa, que contaba historias de un mundo donde las personas aún eran buenas.
Ella se arrodilló al lado de la cama y enterró el rostro en las manos.
— ¿Por qué ahora, abuelo...? ¿Por qué tienes que estar así justo ahora?
El dolor transbordó en silencio.
Ella lloró sin hacer ruido.
Como siempre hizo.
Porque llorar alto no estaba permitido cuando se crecía con hambre y cuentas vencidas.
Porque no había espacio para debilidad cuando el mundo entero te ignoraba.
Pero allí, sola, se lo permitió. Solo por un instante.
Cuando volvió a la sala, respiró hondo y sacó del bolsillo el contrato que había escondido. El papel aún tenía el olor del coche de lujo. Del peligro. De Edward.
Leyó todo, línea por línea.
“Unión civil con duración mínima de seis meses.”
“Ningún vínculo legal tras el término.”
“Sigilo absoluto sobre la vida personal del contratante.”
“Pago integral de todos los gastos médicos del Sr. Ernesto Ferraz.”
Era simple. Cruel. Práctico.
Si ella firmaba, vendía su libertad.
Si no firmaba, enterraría al abuelo.
De repente, oyó la voz de él — del viejo — como un susurro en la mente:
“Fuego, niña. Tú naciste con él. Pero elige bien dónde lo enciendes. Porque una vez quemado... no vuelve más.”
Ella levantó el rostro. Los ojos aún estaban mojados, pero había decisión en ellos ahora.
Ella no haría esto por Edward.
Lo haría por el hombre que dio todo por ella.
Por el único que la amó de verdad.
Tomó un bolígrafo cualquiera del cajón y respiró hondo.
El corazón saltaba en el pecho, pero la mano no temblaba más.
Y entonces, firmó.