Griselda murió… o eso cree. Despertó en una habitación blanca donde una figura enigmática le ofreció una nueva vida. Pero lo que parecía un renacer se convierte en una trampa: ha sido enviada a un mundo de cuentos de hadas, donde la magia reina… y las mentiras también.
Ahora es Griselda de Montclair, una figura secundaria en el cuento de “Cenicienta”… solo que esta versión es muy diferente a la que recuerdas. Suertucienta —como la llama con mordaz ironía— no es una víctima, sino una joven manipuladora que lleva años saboteando a la familia Montclair desde las sombras.
NovelToon tiene autorización de abbylu para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
capítulo 8
Cuando Griselda volvió a casa, aún con el cabello húmedo y la sonrisa tonta pegada en la cara, Lilith la esperaba sentada sobre una roca, comiendo uvas como si fuera una emperatriz romana.
—¿Te divertiste, cachorra?
Griselda se detuvo en seco.
—¿Desde cuándo me espías?
—Desde antes que tú supieras caminar con gracia —respondió Lilith, lanzando una uva al aire y atrapándola con la boca—. Te dije que no te distrajeras.
—No me distraje... solo caminé. Y hablé. Y bailé. ¿Y sabes qué? No le lancé una sandalia en la cara, así que eso es progreso.
Lilith chasqueó la lengua.
—Cuidado con los príncipes. Son como pasteles rellenos: parecen dulces, pero a veces tienen pasas ocultas.
Griselda se rió.
—¿Y si esta vez... el pastel está bueno?
—Entonces córtalo con cuidado y come lento. Que no te atragantes con el final feliz.
Griselda se dejó caer sobre el pasto y suspiró. Ya no sentía las agujetas, ni el dolor en la espalda. Solo el leve calor de una esperanza nueva.
Una que no venía de la magia, ni de los zapatos.
Sino de ella misma.
***
Las semanas pasaron como truenos en tormenta.
Griselda, aunque aún se quejaba a diario, había mejorado notablemente. Su cuerpo, si bien seguía siendo regordete, mostraba señales de firmeza; sus brazos ya no bailaban por cuenta propia cuando saludaba, y su espalda, antes tan doblada como sus ganas de vivir, ahora se mantenía recta… bueno, casi.
Su rostro era otro cantar. Los pómulos habían hecho acto de presencia después de años de estar de vacaciones, sus ojos parecían más grandes —o quizás ya no se perdían entre cachetes inflados— y, milagrosamente, esa papada que tanto había odiado comenzaba a retroceder como enemigo cobarde.
Y todo gracias al entrenamiento infernal diseñado por su... “hada madrina”.
—¡Más rápido, suflé con piernas! —gritaba Lilith, vestida con calzas negras, pañuelo en la cabeza y actitud de sargento loco.
—¡No soy un suflé! ¡Soy una... torta compacta! —gritaba Griselda jadeando mientras hacía sentadillas.
Lilith suspiró dramáticamente.
—Tú sigue bajando esa grasa y yo después te dejo comer lo que quieras... cuando estés muerta.
—¡Cruel hada madrina!
—¡Madrina, mis nalgas! Soy tu entrenadora personal del infierno y todavía no he terminado contigo.
Entre burpees, carreras cuesta arriba y litros de sudor, Griselda también aprendía algo nuevo: disciplina. Y aunque su humor había empeorado —principalmente por la falta de pan en su dieta—, sus visitas con el príncipe Filip eran su único consuelo.
De hecho, Filip aparecía más seguido por la casa Montclair. A veces con la excusa de “visitar a la duquesa” o “buscar un libro”, pero todos sabían que sus ojos terminaban fijos en Griselda.
—¿Otra vez el príncipe? —preguntaba Lucinda con una ceja alzada mientras masticaba una galleta de avena a escondidas.
—Está obsesionado con mis consejos de jardinería —decía Griselda, alisando su delantal con un aire altivo.
—Claro. Porque tú y la botánica siempre fueron almas gemelas.
Griselda le mostró el dedo del medio, pero muy elegantemente, porque estaba tratando de ser una dama.
Mientras tanto, la duquesa Evelyne observaba todo con recelo. Había notado los cambios en su hija. Era más esbelta, más viva... incluso caminaba diferente. Pero era imposible. ¡Imposible! Nadie bajaba ese volumen corporal en tan poco tiempo sin magia o un hechizo de liposucción feérica.
Alarmada, decidió eliminar cualquier tentación de la casa.
—¡Nada de harina blanca! —gritó un día mientras arrojaba las bolsas de pan a la chimenea—. ¡Fuera dulces, fuera pastelillos! ¡Aquí solo se come ensalada, agua y, si me apuran, una zanahoria al vapor!
—¡Estás matándome, madre! —gritó Griselda, abrazando un trozo de pan como si fuera su hijo perdido.
—¡Estoy salvándote de ti misma! —replicó la duquesa, tirando el último panecillo por la ventana.
Lucinda lloró por dos horas. Anastasia, en protesta, se comió una vela pensando que era queso.
El único momento en que Griselda se calmaba era cuando Filip aparecía. Y últimamente, eso ocurría más seguido de lo socialmente aceptable.
—Buenas tardes, mi lady —decía, con una sonrisa de esas que derriten el esmalte dental.
—Buenas tardes, su alteza, príncipe, caballero, torturador de ensaladas —respondía Griselda, haciendo una reverencia exagerada.
—He traído algo para usted —decía, sacando de su bolsillo una flor, una piedra brillante, o incluso una nota con una broma escrita a mano.
—Oh, qué romántico —decía ella, sin poder evitar sonreír como boba.
Pasaban horas hablando de tonterías. Griselda descubrió que Filip odiaba los bailes forzados, que alguna vez se disfrazó de paje para espiar un consejo de guerra, y que no soportaba a Lionel… lo cual, para Griselda, era casi una señal divina.
—¿Y tú, mi lady? —preguntó una tarde mientras caminaban por el jardín—. ¿Cuál es tu mayor deseo?
Ella lo pensó un momento.
—No morir en una boda con mi hermana como protagonista.
—¿Eso es un chiste?
—No. Es una súplica.
Ambos rieron.
Por su parte, el príncipe Lionel, aún ofendido por el rechazo del zapato, seguía con la búsqueda de su misteriosa dama. Nadie más había podido calzar el bendito cristal, y eso lo tenía de muy mal humor.
—Esto es imposible —decía mientras apretaba el puente de su nariz—. ¡Tiene que estar en algún lado!
—Tal vez… —dijo uno de los guardias, tímidamente—. Tal vez fue ella. La señorita Griselda.
—¡¿Ella?! —rugió Lionel—. ¡Ella fue una confusión de hechizo! ¡Una farsa! ¡El zapato la engañó! ¡El cristal estaba flojo!
Mientras tanto, Anastasia, que por pura mala suerte no había alcanzado a probarse el zapato aquella vez, decidió hablar, un día que se lo encontró en el pueblo buscando a la afortunada dama.
—Majestad… yo no me lo probé, ¿recuerda?
—¿Qué? —preguntó Lionel, apenas registrando su existencia.
—Cuando vinieron... Mi hermana Griselda se lo probó primero... y todo fue tan dramático que... bueno, yo estaba atrás y no me vio nadie.
Lionel parpadeó. El recuerdo lo abofeteó como un pescado húmedo.
—¿Y nadie dijo nada?
—Había pan con manteca... y confusión. ¿Sabe cómo somos las Montclair?
Lionel se llevó las manos a la cara.
—¡Necesito un vino! ¡Y el zapato!
***
Esa noche, Griselda se miró en el espejo. No con odio. No con resignación.
Con curiosidad.
Tenía el cuello más alargado. La mandíbula empezaba a dibujarse bajo sus mejillas. Y sus ojos... estaban vivos. Brillaban.
Lilith apareció detrás suyo con los brazos cruzados.
—Estás avanzando, chiquilla.
—Aún me falta. Mucho.
—Quizá. Pero ya no te odias.
—Todavía me odio un poquito —dijo Griselda con sorna—. Hoy soñé con una tostada con manteca llorando porque no la comí.
Lilith rió.
—Eres rara. Por eso me agradas.
Griselda se giró.
—Hada madrina… ¿de verdad crees que Filip... podría...?
—¿Enamorarse de ti?
—Sí...
—Griselda, cariño... el amor no necesita que seas perfecta. Solo necesita que seas tú... aunque más firme y menos tentada por bollos de mantequilla.
—Gracias... creo.
—Y mientras tanto, no olvides tu misión.
—¿Cuál? ¿Conquistar al príncipe o vengarme de Suertucienta?
—¿Por qué no ambas?
Griselda sonrió.
Y así, entre entrenamientos, ensaladas sin gracia y conversaciones cada vez más íntimas con Filip, la joven Montclair comenzaba a cambiar. No por magia. Ni por odio.
Sino porque por primera vez, empezaba a gustarse.
Y eso… era el verdadero hechizo.