La Mujer Que Fue Perfecta

La puerta se cerró lentamente detrás de Manu. El silencio que quedó en la habitación era denso, como si el aire pesara.

Angeline estaba sentada en la cama, envuelta en una sábana blanca, la mirada perdida en la ventana. Sus ojos estaban hinchados, las ojeras profundas. No era la misma. No tenía nada de la Angeline que solía reírse fuerte, que bailaba en pijama o que lloraba con películas tontas.

Manu se acercó despacio, como si temiera romperla con solo respirar.

—¿Puedo sentarme? —preguntó en voz baja.

Angeline asintió apenas. Manu se sentó al borde de la cama. No dijo nada. Solo la miró.

Durante varios minutos no hablaron. Solo estaban ahí, juntas, entre el silencio y el dolor.

Hasta que Angeline rompió en un susurro:

—No puedo dormir…

—¿Tenés pesadillas?

—No. Me da miedo cerrar los ojos. Cada vez que lo hago… siento otra vez sus manos. Su respiración. Su voz.

Manu cerró los puños sobre las piernas.

—Angie…

—Me siento sucia, Manu… —dijo, con lágrimas cayendo sin control—. Sucia, rota… asquerosa. Como si ya no fuera yo.

—No digas eso…

—¡Pero es la verdad! —gritó Angeline de golpe, temblando—. ¿Sabés lo que me hicieron? ¡¿Lo sabés?! ¡Yo no lo recuerdo todo, pero lo siento! Me duele. Cada parte de mi cuerpo me duele. Y no solo el cuerpo… ¡el alma también!

Manu se inclinó hacia ella, pero Angeline retrocedió instintivamente. Manu se detuvo en seco.

—Perdón. No te toco si no querés. Solo estoy acá.

Angeline bajó la mirada.

—Quiero morirme… de verdad. A veces pienso que sería más fácil. Solo… cerrar los ojos y que todo se apague. Así no tengo que recordarlo. Ni mirar a papá llorar. Ni a Víctor destrozado. Ni a Mónica fingiendo que le importa.

Manu sintió que algo dentro de ella se quebraba.

—No digas eso, che. No te lo permito. Vos no vas a desaparecer. No después de todo lo que sobreviviste.

—¿Sobreviví? —dijo Angeline con una risa seca—. No estoy segura de eso, Manu. Creo que una parte de mí se quedó en esa casa. O en el camino. O en esa cama.

El silencio cayó de nuevo, pesado.

Hasta que Manu se limpió las lágrimas y habló, firme, con esa mezcla de ternura y fuerza que solo ella tenía:

—Escuchame, Angelita. Mirame. Sé que no querés que nadie te diga que todo va a estar bien. Porque no lo está. Pero estás viva. Y eso ya es una victoria. Porque vos, con todo lo que te hicieron, todavía estás acá. Respirando. Luchando.

—No quiero luchar más.

—Entonces dejá que luche yo por las dos —dijo Manu—. Pero no te me vayas. No te perdonaría que te rindas. Te necesito viva, Angeline. No como antes. No fuerte, no perfecta. Solo viva.

Angeline comenzó a llorar en silencio, como una niña. Manu no la tocó. Solo la acompañó.

—Y cuando estés lista —agregó Manu, con voz temblorosa pero firme—, me vas a contar todo lo que recordás. Porque te juro por mi vieja, que voy a encontrar a ese hijo de puta. Y lo voy a hacer pagar.

Angeline levantó la vista. Por primera vez en días, sus ojos mostraron un atisbo de algo distinto: una chispa.

—¿De verdad no me ves diferente?

—Te veo dolida. Pero no rota. Nunca rota. Sos Angeline. Y si no podés cargar con todo, yo te ayudo. Como siempre.

Angeline asintió muy despacio.

Y sin pedir permiso, se acercó lo suficiente para apoyar la cabeza en el hombro de Manu.