Idealizado

Elena se despertó temprano ese lunes. afuera hacia mucho frio con el cielo nublado, pero a ella le daba igual. En su corazón, todo seguía brillando. Se lavó la cara, se peinó con cuidado y se colocó un poco de labial, apenas un tono que resaltara su sonrisa. Hoy se vería con Lucas, y eso era suficiente para que todo valiera la pena.

Saló de su cuarto con paso ligero y encontró a su madre en la cocina, como todas las mañanas, con el delantal puesto y una taza de mate en la mano.

—Buen día, ma —dijo Elena, acercándose a besarla en la mejilla.

—Buen día, mi amor. Estás de buen humor, ¿eh?

—Un poco. Tengo ganas de que sea un lindo día.

—Te veo distinta —comentó su madre con una sonrisita pícara.— Brillás.

Elena se río, esquivando la mirada de su madre.

—No digas eso, que me hacés poner colorada. Me voy, llego justo.

Tomó su mochila, se colgó el abrigo en el brazo y salió al encuentro del mundo. En la esquina, como si el universo entero se acomodara a su favor, estaba Lucas, esperando. Tenía los auriculares puestos, pero al verla se los quitó al instante.

—Hola, mi reina —dijo, con esa voz suave que Elena sentía grabada en la piel.

Se acercaron y se saludaron con un beso lento. Elena sonrió contra sus labios antes de separarse.

—Hola. Me gusta eso de que me esperes siempre.

—Y a mí me gusta esperarte. Subamos.

Se acomodaron al fondo del autobús, como era costumbre. Lucas sacó un caramelo de menta de su mochila y se lo ofreció sin decir nada.

—Pensé en vos toda la noche —dijo él, mirándola a los ojos.

—Yo también. Siento que todo es más... más lindo ahora.

—Hoy salgo temprano. Podemos ir a mi casa si querés. Mi abuela sale a la tarde y tengo la casa para mí solo.

—Perfecto —dijo Elena, sin dudar—. Voy. Así te veo un poco más. Está todo tan raro en mi casa...

—¿Tu viejo?

—Sí. Mejor ni hablar. Pero no me va a arruinar el día. No hoy.

Al llegar al colegio, se despidieron con un beso rápido.

—Nos vemos en el recreo, preciosa —le susurró Lucas.

Elena sonrió y siguió su camino hacia la entrada, donde Carla ya la esperaba.

—Te vi con el Romeo —dijo Carla apenas la tuvo cerca.— Estás hecha una novela.

—Cerrá la boca —dijo Elena, riéndose.— No me delatés.

—Estás feliz, amiga. Se te nota. Y eso me encanta.

Entraron juntas al aula, entre chismes de pasillo y algunas miradas cómplices. Las clases pasaron lentas, pero Elena tenía la mente puesta en el recreo.

Cuando sonó el timbre, salió al patio. Lucas ya la esperaba bajo el árbol, con una sonrisa de esas que aflojan el alma.

—Hola otra vez —dijo, abriéndole los brazos.

Elena fue hacia él y se dejó abrazar.

—Te extrañé en estas tres horas eternas —dijo ella.

—Yo también. Cada minuto sin vos es como si faltara algo.

Compartieron un alfajor y se sentaron juntos, hablando de la tarde que se les venía. En el segundo recreo, Lucas le llevó un juguito y unas galletas.

—Comé, por favor. No quiero que me bajes la presión.

—Estás atento a todo.

—Es que me importás. Mucho.

La salida fue tranquila. Elena se despidió de Carla y Lucas de Daiana. Luego subieron al autobús juntos. Hablaron bajito, rieron, y planearon verse esa misma tarde.

Cuando Elena tuvo que bajarse, se giró para darle un beso suave en los labios.

—Gracias por ser vos, Lucas.

—Gracias por dejarme quererte.

Ella bajó, sonriendo.

Pero apenas abrió la puerta de su casa, la sonrisa se desvaneció.

Su papá estaba allí, parado en medio de la sala, con el cuadernito de ella en la mano.

Su padre la miró con una sonrisa torcida, esa que usaba cada vez que quería hacerla sentir insignificante.

—¿Esto escribís cuando te encerrás en tu cuarto como una loca? —dijo alzando el cuaderno con desdén—. "Lucas me dijo que soy especial", "el primer beso fue mágico"... —bufó de burla—. ¡Qué ridiculeces! ¿Desde cuándo una hija mía anda revolcándose con cualquier pelilargo de mierda?

—¡No digas eso! —gritó Elena, con los ojos enrojecidos, temblando de rabia y vergüenza.

—¿Y qué? ¿Ahora me vas a hablar así? ¿Te creés una mujer porque te besaste con un boludo en un colectivo? Bajá a la tierra, Elena. A vos lo que te falta es mano dura.

Ella quiso avanzar, sacarle el cuaderno de las manos, pero él lo levantó en alto y, sin dejar de mirarla, lo rompió en dos. Una, dos, tres veces. Las hojas con sus palabras, sus refugios, su mundo idealizado... cayeron al suelo como si fueran nada.

—¡No! —sollozó Elena, cayendo de rodillas, tratando de juntar los pedazos—. ¡Era mío! ¡Era mío, no tenías derecho!

—Mientras vivas bajo mi techo, no tenés derechos. Tenés reglas. Y ahora, empezá a despedirte de ese colegio de vagos. Ya hablé con alguien, desde mañana vas a uno donde no haya tanto "noviecito" y "recreítos románticos". Se te acabó el jueguito, nena.

Elena lo miró desde el sueLo, las manos temblorosas sobre las hojas partidas. Había algo roto dentro suyo, algo más que el cuaderno.

No gritó. No se rebeló. No le dio el gusto.

Solo se levantó, caminó a su cuarto con las lágrimas secas en los ojos, cerró la puerta… y se quedó en silencio.

Ese día entendió que no podía quedarse esperando que alguien la salve. Que su padre podía romper su cuaderno, pero no lo que había sentido. Que el amor que construyó con Lucas, aunque idealizado, era lo más real que había tenido en mucho tiempo.

Y eso, no se lo iba a dejar quitar tan fácil.