La Mujer Que Fue Perfecta

Manu volvió al hospital con los puños cerrados y la rabia mordiéndole el pecho. Venía con las venas hirviendo después de mover sus contactos. Pero al llegar, lo vio.

Víctor.

Sentado en una banca, con la cabeza gacha y las manos temblorosas. Como si el mundo le hubiera caído encima. Pero para Manu, eso no era suficiente.

Se acercó sin decir nada. Él levantó la vista y se puso de pie, tambaleante.

—Manuela…

—Ni se te ocurra saludarme como si fuéramos amigos —le escupió ella—. No me hablés con esa cara de perro mojado. ¿Dónde carajo estabas, Víctor? ¿Eh? ¿Dónde estabas cuando la estaban drogando?

—¡Fue una llamada! ¡Solo me levanté a contestar una llamada, por Dios!

—¿Una llamada? ¡¿Una llamada?! —soltó una carcajada seca—. No me hagás reír, pelotudo. Seguro te fuiste a mirarle el culo a alguna mina que pasaba. Porque vos sos así, loco. Vos vivís con la cabeza en la entrepierna. Y esa entrepierna tuya… tiene más historia que el tango.

Víctor apretó los dientes.

—Eso no es justo.

—¿Justo? No me hablés de justo, che. ¿Vos sabés con qué intención te comprometiste con Angeline? No fue por amor. Fue porque querías una mujer calladita, de esas que no te contradicen, que te cocinan y te sonríen como una muñeca. Una mina que te diga todo que sí.

—¡Eso no es verdad! ¡Yo la amo! —gritó él, dando un paso al frente—. ¡No voy a dejar que me pongas en su contra!

—¡En su contra ya te pusiste vos solo, idiota! ¡La dejaste sola, y ahora está rota por dentro! —le gritó Manu en la cara—. ¡Y vos llorando por tu reputación! ¡Qué carajo me importa tu honor! ¡¿Tu honor?! ¿Vos tenés idea de lo que le hicieron? ¿Y venís a llorar por tu hombría?

Víctor trató de justificarse.

—Estoy sufriendo, Manu… ¡Yo también! ¡Angeline es mi vida! No me importa lo que digan de mí, lo único que quiero es verla bien…

—¿Verla bien? —Manu lo miró con rabia y dolor mezclados—. No sabés ni lo que es verla mal. Si te importara tanto, no la habrías dejado. ¡La dejaste! ¡Y ahora venís a hacerte el mártir!

Sin darle tiempo a reaccionar, Manu le metió un puñetazo directo a la cara. El golpe lo hizo tambalear hacia atrás. Sangre en el labio. Ojos abiertos como platos.

—¡Sos un hijo de mil putas, Víctor! —le gritó, con la voz rota—. ¡El único honor que deberías tener es el de callarte y agradecer que Angie todavía está viva! ¡Ella es la víctima, no vos, machito de cartón!

Víctor se reincorporó lentamente, con la cara llena de vergüenza y el labio roto.

—No voy a dejar que me saqués de su vida…

—¿No? —dijo Manu, con una sonrisa torcida—. ¿No me vas a dejar? Mirá, gil, ya me mantuve al margen una vez. Por respeto. Porque pensé que le hacías bien. Pero si hubiera sabido que ibas a ser tan pelotudo, te juro por mi vieja que jamás habría cerrado la boca.

Se le paró frente a frente, a centímetros.

—Ahora escuchame bien, cobarde: si la hacés llorar una vez más, si te atrevés a tocarle un pelo o a meterle culpa… te borro del mapa. Te lo juro, Víctor. Te destruyo. No me importa tu carita de buenito. No me importa tu apellido. No me importa una mierda nada.

Víctor no dijo ni una palabra. No podía. Se quedó clavado al suelo, sangrando, derrotado.

Manu giró y se alejó.

Antes de entrar al hospital, sin mirarlo, dijo en voz baja pero firme:

—Vos la querías sumisa.

Yo la quiero viva.

Y desapareció detrás de la puerta.