Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 6: La desconocida, parte 2
Narra Freddy Arlington
En el momento en que atravesé la entrada del hospital con la joven en mis brazos, una ráfaga de aire húmedo trajo consigo el fuerte olor del éter, la cera caliente de las lámparas de aceite y el metal oxidado de los instrumentos quirúrgicos. Mi abrigo estaba empapado, manchado de barro y sangre. El cuerpo que sostenía era tan ligero que parecía de cera. Apenas tenía respiración.
—¡Señor conde! —gritó una de las enfermeras al verme entrar en el vestíbulo—. ¿Qué ha ocurrido?
—Encontré a esta joven en el camino, cerca del bosque —respondí en un tono bajo—. Tuvo un accidente. Necesitamos una cama y preparar la sala de atención.
Las enfermeras no perdieron tiempo. Trajeron una camilla con ruedas de hierro y un colchón de heno cubierto de lino, y me ayudaron a colocarla con mucho cuidado. No era mi primera vez llevando a un herido. Mi posición como noble y médico me daba cierta autoridad, pero no me eximía del peso de la tragedia. Sin embargo, algo en el aspecto de esta joven me perturbaba. Su rostro pálido, sus labios agrietados y la quietud de su cuerpo me recordaban a las vírgenes de alabastro que adornan las tumbas.
Entramos al quirófano. Las lámparas de queroseno brillaban tenuemente, y los instrumentos estaban dispuestos sobre una bandeja de madera húmeda. Me quité el abrigo y arremangué la camisa. Pedí agua caliente y gasas limpias.
—Retiren el corsé con cuidado —dije en un tono calmado—. Y preparen tintura de árnica para los moretones. Aún no sabemos si tiene huesos rotos.
Una de las ayudantes trajo tijeras y comenzó a cortar las cintas del vestido. Cuando el lino se deslizó y su piel quedó expuesta, vi lo que mis peores temores habían anticipado.
Los moretones no eran recientes. Muchos eran viejos, de un tono amarillento, mal cicatrizados. Había cicatrices finas en su espalda y marcas de presión en sus muñecas. La más preocupante: una mancha oscura entre sus muslos. Sangre seca.
Detuve mis manos. Respire hondo.
—¿Lo ve usted también? —susurré a la enfermera más próxima, una mujer mayor con el rostro marcado por el tiempo.
—Sí, milord —asintió con seriedad—. No parece ser solo el resultado de una caída.
—Fue agredida —afirmé, sin dramatizar. Lo sabíamos. Estaba evidente en su cuerpo.
Cubrieron su desnudez con una sábana de lino. Ordené que prepararan una infusión de valeriana para cuando despertara y le aplicamos compresas frías en la frente. Por un momento, observé su rostro mientras dormía. A pesar de las lesiones, había una belleza tranquila. Inquietante.
Salí de la habitación. No podía dejar que la compasión interfiriera en mi juicio. Tenía que continuar visitando a los otros pacientes. Algunos habían estado esperando días para una evaluación, una ayuda, una esperanza. Pero no logré concentrarme.
Regresé media hora después. Me detuve detrás de la cortina. Escuché la voz suave de la enfermera y el sonido de su silla al moverse. La paciente aún no había despertado.
—¿Ha tenido alguna respuesta? —pregunté.
—Movió su boca. Decía cosas en voz baja, como si estuviera soñando —respondió en un tono bajo—. Debió enfrentar algo muy horrible. Y mi lord… su vestimenta. Era elegante. No es una campesina cualquiera.
Asentí. Eso ya lo había notado.
—Los puños tienen bordados. Las costuras son fuertes. Seguramente era una dama de buena posición.
—Pero entonces, ¿qué hacía sola en el bosque al amanecer?
—Quizá estaba huyendo —dije sin pensar demasiado.
En ese instante, su cuerpo se movió. Se sobresaltó y sus párpados temblaron. La enfermera se inclinó sobre ella y tomó su mano.
—Tranquila, querida. Estás a salvo.
—¿Dónde estoy…? —balbuceó la joven—. ¡No! ¡Ayuda! ¡No quiero… no quiero morir!
Su voz transmitía un profundo miedo. Su rostro mostraba sufrimiento. Me acerqué despacio.
—Estás en un hospital. Los médicos te están cuidando. Nadie te hará daño.
Ella abrió los ojos. Me miró con confusión y temor. Su mirada reflejaba a alguien que ha estado muy cerca de la muerte.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, sin inclinarme demasiado, pero tratando de adoptar un tono suave.
—Evangelina… —susurró con dificultad.
—¿Evangelina qué? ¿Dónde están tus padres?
Su cara cambió. Sus ojos se abrieron con un nuevo pánico, más intenso. Se abrazó a sí misma.
—¡No! ¡Por favor, no! Si descubren dónde estoy… si se enteran de lo sucedido… ¡me encerrarán! ¡Me culparán! ¡Me quitarán todo!
Empezó a llorar. La enfermera le ofreció un paño húmedo para su frente.
—No tienes que decirnos nada todavía —le dije—. Pero aquí estás protegida.
—Mi padre. . . podría matarme si se entera. Prometió que, si arruinaba el compromiso, me internaría. ¡No lo hice intencionadamente! ¡Fueron ellos! ¡No fue mi culpa!
—No hables más por ahora —interrumpí, señalando a la enfermera para que preparara una dosis de láudano diluido—. Necesita descansar. Ya habrá tiempo para hablar.
Evangelina volvió a encerrarse en sí misma, murmurando incoherencias, hasta que el sedante comenzó a hacer efecto. Sus ojos se cerraron. La tensión se disipó. Se hundió en un profundo sueño.
La enfermera se giró hacia mí con una expresión seria.
—Está muy herida, física y emocionalmente.
—Sí —asentí—. Pero no sabemos quién es en realidad. Y sin apellido… sin familia… no puede quedarse aquí para siempre. Alguien tendrá que hacerse responsable de ella.
—¿Y si no tiene a nadie?
Me quedé en silencio. No era habitual que me involucrara más allá de lo profesional. Pero esta vez… algo me ataba.
—Avísenme si despierta de nuevo —dije con firmeza—. Quiero hablar con ella cuando esté mejor.
—Sí, mi lord.
Me desplacé con lentitud por el corredor. El ruido de mis botas en el mármol sonaba más vacío esa mañana. Una parte de mí trataba de desconectarse. La otra… se sujetaba a la visión de sus ojos demandantes.
No tenía idea de dónde había venido Evangelina, ni por qué el destino la había puesto justo ante mí. Sin embargo, había algo claro:
No era una coincidencia.