Anastasia Volkova, una joven de 24 años de una distinguida familia de la alta sociedad rusa vive en un mundo de lujos y privilegios. Su vida da un giro inesperado cuando la mala gestión empresarial de su padre lleva a la familia a tener grandes pérdidas. Desesperado y sin escrúpulos, su padre hace un trato con Nikolái Ivanov, el implacable jefe de la mafia de Moscú, entregando a su hija como garantía para saldar sus deudas.
Nikolái Ivanov es un hombre serio, frío y orgulloso, cuya vida gira en torno al poder y el control. Su hermano menor, Dmitri Ivanov, es su contraparte: detallista, relajado y más accesible. Juntos, gobiernan el submundo criminal de la ciudad con mano de hierro. Atrapada en este oscuro mundo, Anastasia se enfrenta a una realidad que nunca había imaginado.
A medida que se adapta a su nueva vida en la mansión de los Ivanov, Anastasia debe navegar entre la crueldad de Nikolái y la inesperada bondad de Dmitri.
NovelToon tiene autorización de Daemin para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
capitulo 6; Sangre y silencio.
Ya no dudaba al cruzar los pasillos. Ya sabía quién era quién. Quién no me hablaría, quién me evitaría, y quién fingiría no verme.
Me movía con cautela, sí, pero también con una seguridad que no tenía al principio. Ya no me sentía como una intrusa… aunque tampoco como parte de nada.
Ese día, Inna vino por mí más temprano que de costumbre. No con su cara de costumbre. Esta vez… evitó mirarme.
—Arréglate. El señor Nikolái quiere que lo acompañes.
—¿Está ves a dónde?
—No preguntes.
No pregunté.
Me puse un pantalón oscuro, una blusa de mangas largas, y recogí el cabello. Algo me decía que no iba a un lugar donde necesitara verme bonita. Solo… presentable.
Al bajar, él ya estaba listo.
Traje negro. Camisa sin corbata. Las mangas ligeramente arremangadas. Las venas marcadas en los antebrazos. Reloj plateado. Y una expresión que no decía nada, pero que lo decía todo.
—Sube —ordenó, abriendo la puerta del auto.
No dije nada. Lo hice.
Nadie habló durante el trayecto. El chofer no miraba por el retrovisor. Yo mantenía la vista al frente. Y él… él solo exhalaba ese aire que se sentía como amenaza contenida.
Media hora después, el auto se detuvo frente a una vieja bodega de ladrillo oscuro, en las afueras de la ciudad.
Nikolái bajó primero. Luego me hizo un gesto.
—Camina detrás de mí. No hables.
Lo seguí.
El lugar estaba vacío. Frío. O eso creí.
Hasta que escuché un gemido.
Al fondo, tres de sus hombres estaban de pie. En el centro, un hombre arrodillado, ensangrentado, con los brazos atados a la espalda. La nariz rota. La boca hinchada.
—Él habló —dijo uno de los hombres.
Nikolái asintió lentamente.
Yo no podía moverme.
Sentía los pies clavados al suelo.
—¿Sabes lo que hizo? —me preguntó Nikolái sin girarse.
Tragué saliva.
—No…
—Filtró información sobre una de nuestras rutas. Tres de mis hombres terminaron muertos por su culpa. Y todo por una bolsa con dinero que no va a poder gastar.
Se agachó frente al hombre. Lo tomó del mentón.
—¿Sabes qué es lo que más me molesta?
El tipo no respondió. Jadeaba.
—Y ni siquiera supiste negociar bien. Hablaste por miedo. No por convicción. Y eso, en mi mundo… es imperdonable.
Se incorporó.
Yo no podía dejar de mirarlo.
No porque me interesara lo que hacía… sino porque mi cuerpo no me respondía. Algo en él me paralizaba.
—¿Quieres ver lo que pasa cuando alguien cruza la línea? —preguntó, de pronto, mirándome directamente.
Quise responder. Quise decir que no. Que no quería ver nada.
Pero fue demasiado tarde.
Sacó un arma de su chaqueta. Silenciador.
Apuntó. No dudó.
Disparó.
Una sola vez. Precisa. Fría. Entre los ojos.
El cuerpo del traidor cayó hacia atrás con un golpe seco que aún puedo escuchar.
Me llevé la mano a la boca.
No lloré. No grité. Pero el estómago se me cerró de golpe.
Nikolái se acercó. Lento.
Puso su mano en la parte baja de mi espalda. Me estremecí. No por el contacto… sino por lo que venía con él.
Se inclinó hacia mí, tan cerca que sentí su aliento en mi oído.
—¿Asustada?
No respondí.
—Bien. Es la reacción correcta.
Su mano subió apenas por mi espalda, sin presión, sin apuro.
—No olvides esto. Aquí… el que respira, lo hace porque yo lo permito.
Me giró suavemente de los hombros, haciéndome caminar de vuelta hacia la salida.
No dijo más.
Yo tampoco.
Pero una parte de mí… no pudo dejar de temblar. No por lo que vi.
Sino por la forma en que él… me hizo sentirlo.
...----------------...
No sabía si era el frío de la bodega o la forma en que me había rozado la espalda. Pero algo se me quedó clavado en el cuerpo. Algo más pesado que la imagen del disparo.
Él caminó delante de mí como si no hubiera pasado nada.
Sus pasos eran tranquilos. Firmes.
El sonido de sus zapatos contra el concreto mojado era lo único que escuchaba.
Yo iba detrás. Callada. Con la mirada fija al frente. No sabía si temblaba o si solo era mi cuerpo reaccionando a algo que no entendía.
Cuando salimos del lugar, el aire helado de Moscú me golpeó de frente. Y aún así… sentía calor en la piel.
El chofer abrió la puerta. Subimos.
El auto arrancó.
—Fue un traidor —dijo Nikolái, sin mirarme.
No supe si lo decía por mí o por él mismo. Pero no respondí.
—No hay remordimiento aquí. Solo consecuencias.
Apreté las manos sobre mis piernas. La garganta me ardía. Sentía que si hablaba… no saldría nada.
Él se giró hacia mí, finalmente.
Su voz bajó un tono. No para suavizarla. Sino para que cada palabra entrara directo.
—Te traje para que entiendas. Para que no te hagas ideas equivocadas de lo que soy.
Su mirada era helada. Pero su voz tenía algo… que no sabría explicar.
—No te confundas con las cenas, ni con los vestidos, ni con los silencios educados.
Respiré hondo.
—No me confundo —respondí, al fin, en voz baja.
—¿No?
—Sé lo que vi.
—¿Y qué viste?
Lo miré.
—Al verdadero Nikolái Ivanov.
Una sonrisa leve se le formó en los labios. No de burla. Sino de aprobación. Como si hubiera pasado una prueba.
—Entonces vas aprendiendo.
Me giré hacia la ventana. Necesitaba aire. Espacio. Otra ciudad.
—¿Te molesta que lo haya hecho frente a ti?
—No —dije. Pero mentí.
Él lo supo.
—Porque podría haberlo hecho en privado —añadió, mirando al frente—. Pero quise que lo vieras. Quise que supieras de qué está hecha esta casa. De qué estoy hecho yo.
Lo dijo como si no hubiera otra opción. Como si mostrarme ese lado suyo fuera parte del trato, parte de mi permanencia aquí.
Y tal vez lo era.
—Hay cosas que no se pueden fingir, Anastasia. —Su voz bajó aún más—. El poder. El miedo. La obediencia. Todo eso… se provoca.
Volví a mirarlo.
Sus ojos estaban fijos en mí.
—¿Y yo qué soy en todo eso? —pregunté, sin pensar demasiado.
—Todavía estás en evaluación —respondió—. Pero ya te estás ganando un lugar.
—¿Un lugar?
Su sonrisa fue más lenta esta vez. Casi perturbadora.
—Como algo que no voy a permitir que nadie toque.
Tragué saliva. No pude evitarlo.
Porque lo dijo con tanta calma… que asustaba más que si lo hubiera gritado.
El auto se detuvo frente a la mansión.
No dijo nada más. Solo salió.
Yo lo seguí. Las piernas me dolían del frío. O del miedo. No sabía ya.
Entramos. Subimos.
Frente a mi puerta, él se detuvo. No me miró. Solo dijo:
—No sueñes con escapar.
Se quedó en silencio unos segundos.
—Porque si un día lo haces… te voy a encontrar. Y ese día ya no te voy a tratar con delicadeza.
Se fue.
Yo entré a la habitación. Cerré la puerta. Me quedé ahí, con la espalda apoyada, el pecho subiendo y bajando, y la piel... ardiendo.
No por deseo.
Por esa mezcla rara de temor, impacto… y algo más oscuro.
Algo que me estaba empezando a gustar.
Y que no sabía cómo detener.