Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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Una mentira piadosa
Habían pasado tres días desde la última carta de Luna.
Tres días en los que el silencio pesaba como una manta de plomo. No había papel escondido entre mis libros, ni notas deslizadas por debajo de mi puerta. Y aunque me lo negaba, cada mañana me despertaba esperando algo. Una palabra. Una señal.
Una confesión.
Hasta que Katherine me pidió hablar a solas.
Estábamos en la sala del club de literatura. Las luces tenues, los sillones viejos y ese olor a tinta y madera vieja que siempre me hacía sentir en casa. Katherine parecía nerviosa, jugueteando con una pulsera de cuentas azules que no le había visto antes.
—Anne —dijo, con la voz apenas temblando—. Tengo algo que decirte… algo importante.
Me senté frente a ella, el corazón latiendo en mis sienes.
—Soy yo. —Tragó saliva—. Yo soy Luna.
Sentí que el aire se volvía denso.
—¿Qué?
—Las cartas. Los mensajes. Todo lo que recibiste… fui yo. No sabía cómo decirlo antes. Tenía miedo. Pero... no podía seguir viéndote buscar a alguien que ya estaba frente a ti.
Mi mente se quedó en blanco por unos segundos. ¿Katherine? La chica que escribía poesía, sí. La que hablaba con las estrellas, sí. Todo encajaba. ¿O tal vez quería que encajara?
Ella sacó un papel doblado del bolsillo de su chaqueta. Me lo extendió.
Lo abrí con manos temblorosas. Reconocí el estilo: la caligrafía inclinada, la tinta azul. Las palabras:
"Tú eres mi Tierra. Y yo… siempre fui Luna.
Aunque nunca me mires directamente, he estado girando a tu alrededor desde el principio."
Lo leí una y otra vez, como si al hacerlo pudiera sentir la misma magia que había en las otras cartas.
Y casi lo logré.
Katherine me miraba con una mezcla de miedo y esperanza. Sus ojos brillaban como si estuviera al borde de las lágrimas.
—¿Por qué ahora? —pregunté, apenas en un susurro.
—Porque no podía seguir escondiéndome. Porque pensé que tal vez… tú también sentías algo.
Me tomó la mano.
Y por un momento, me permití creerlo.
Tal vez era cierto. Tal vez ella era Luna. Tal vez todo este tiempo, el amor había estado disfrazado de amistad, de coincidencias, de casualidades poéticas.
Me aferré a su mano, más por necesidad que por certeza.
Porque necesitaba una respuesta. Una forma de calmar la tormenta dentro de mí.
Porque había una parte de mí que no soportaba la posibilidad de que fuera Diana.
Y entonces la abracé. A Katherine. Como si al apretarla contra mi pecho pudiera cerrar la historia, borrar la duda.
Ella tembló. Yo también.
Y en ese temblor compartido, se selló la mentira.
Una que, por ahora, elegí creer.
Creerle fue fácil.
Tal vez porque en el fondo lo deseaba. Tal vez porque su voz temblaba como las letras de las cartas. Tal vez porque necesitaba que el misterio acabara y que el amor tuviera, por fin, un rostro.
Katherine era dulce. Tenía esa forma de mirar como si cada palabra fuera una estrella y cada silencio, una galaxia. Sus poemas siempre hablaban del amor imposible, del anhelo callado. Todo encajaba. Las coincidencias, sus gestos tímidos, su forma de agacharse cuando reía. Cómo evitaba mis ojos y, al mismo tiempo, parecía querer fundirse en ellos.
La abracé con fuerza.
Y mientras lo hacía, sentí que todo mi cuerpo se ablandaba. Como si por fin pudiera descansar.
—Gracias por escribirme —le dije en voz baja, casi como una oración.
Katherine escondió el rostro en mi cuello y asintió.
—Tenía tanto miedo de que me rechazaras —susurró—. Pero cada carta que escribí era real, Anne. Todo lo que dije… era verdad.
No tenía motivos para no creerle. ¿Quién más se atrevería a confesar algo así con tanta honestidad? ¿Con tanta vulnerabilidad?
Le tomé las manos y la miré a los ojos.
—No me importa cuánto te costó decírmelo. Me lo dijiste. Eso es lo que importa.
Ella sonrió. Una sonrisa rota y aliviada a la vez. Me miró como si yo fuera el sol saliendo tras una tormenta.
Esa noche, me dormí con el corazón palpitando en paz. Le respondí por primera vez en una hoja de papel reciclado, con tinta negra:
"Querida Luna,
Si siempre estuviste girando a mi alrededor, yo prometo mirarte ahora hasta que el cielo deje de existir.
—Tu Tierra"
Se la entregué en secreto al día siguiente, en la misma sala del club. Katherine la recibió como si fuera un tesoro. Y lo fue.
Nadie más sabía lo que pasaba. Nadie más tenía por qué saberlo. Yo tenía a Luna. Tenía una historia de amor nacida entre palabras. Y ahora tenía un rostro que besar, una mano que tomar, una voz que pronunciar mi nombre con timidez.
Por primera vez, el misterio ya no me pesaba.
Y si en algún rincón del universo otra Luna latía en silencio… no podía verlo.
Porque todo mi cielo, en ese momento, era Katherine.
Mi celular vibró en el bolsillo justo cuando salía del aula. Katherine me había dejado un beso suave en la mejilla antes de irse, y yo caminaba como si flotara, liviana, como si al fin mi búsqueda hubiese terminado. Había algo bonito en pensar que, después de tanto misterio, Luna había estado ahí, tan cerca, tan humana.
Saqué el celular. Una notificación en la pantalla: mensaje de "Luna"
Lo abrí sin pensar, aún con la sonrisa dibujada en la cara.
"Sé que estás con ella…
Y eso me duele…
La llamas ‘mi Luna’ como si yo fuera ella."
Me detuve en seco.
El pasillo estaba vacío, pero el eco de mi respiración rebotaba como si todo el mundo pudiera escuchar mi desconcierto.
Volví a leerlo.
Una, dos, tres veces.
Era su voz. No la escuchaba con los oídos, sino con el pecho. Con la memoria. Con esa parte mía que se había aprendido sus palabras como un segundo idioma.
Y no era Katherine.
Katherine no escribía así. Katherine usaba signos de exclamación, dibujaba caritas en los márgenes, ponía corazones donde no iban. Era dulce, sí. Pero esta tristeza… esta vulnerabilidad en cada palabra… era de Luna. De la Luna real.
Sentí un hueco en el estómago. No de miedo, sino de algo más profundo. Un desajuste entre lo que deseaba creer y lo que mi intuición empezaba a gritarme en silencio.
¿Cómo sabía este número que estaba con Katherine?
Miré hacia atrás, como si el pasillo pudiera darme respuestas. Nadie.
Guardé el teléfono, el corazón latiendo como tambor en un desfile mudo. Algo se me había escapado. Algo que no quise ver.
No se trataba solo de cartas.
Se trataba de una verdad que aún no conocía.
Y por primera vez, desde que Katherine dijo “yo soy Luna”… me sentí lejos de la Luna.
Como si hubiera confundido una estrella fugaz con la constelación que realmente guiaba mis pasos.
No dormí bien esa noche. El mensaje seguía clavado en mi pecho como una espina de luna. Katherine me escribió antes de dormir, me mandó un poema cursi sobre satélites y abrazos. Pero no eran sus palabras las que me acompañaban en la oscuridad. Era el eco de ese mensaje inesperado. El tono dolido. El reclamo silencioso.
Y la certeza de que no era Katherine quien lo había escrito.
Pero si no era ella… ¿quién?
Me prometí que no iba a volver a hacer una lista. Ya había cerrado ese capítulo, ¿no? Ya estaba con Katherine, y se suponía que debía sentirme plena. Pero no podía ignorar la incomodidad que me arrastraba cada vez que pensaba en la verdadera Luna allá afuera, herida.
Al día siguiente, me senté en mi asiento habitual en Historia. Pero por primera vez, no miré hacia el frente.
Miré hacia la ventana.
Tres filas más atrás, en la esquina silenciosa de siempre, estaba Diana.
Tenía los audífonos puestos. No hablaba con nadie. Como siempre. Su cuaderno estaba lleno de dibujos diminutos: órbitas, estrellas, nombres de constelaciones en tinta negra. A veces parpadeaba demasiado rápido, como si el mundo real le costara más que los demás.
Nunca había tenido el valor de hablarle. No por rechazo, sino porque... simplemente parecía vivir en otro sistema solar. Uno donde las palabras no se usaban con ligereza.
Diana no me miró. Ni una sola vez.
Pero algo en su presencia me tiraba como gravedad.
Y entonces lo noté: su pulsera.
La misma que mencioné en una de mis cartas a Luna. “Me gustaría regalarte una pulsera con piedras lunares, para que me recuerdes cada vez que gires la muñeca.” Era solo una frase. Una cursilería.
Pero esa pulsera estaba ahí. Exactamente como la describí.
Mi estómago se apretó.
No, me dije. No puede ser.
Diana no habla. Diana vive en las habitaciones del instituto. Diana no escribe poemas que hacen doler el alma.
¿O sí?
Empecé a observarla en los recreos. No directamente —no quería que pensara que la estaba acosando—, pero cada movimiento suyo lo registraba. Cómo bajaba la mirada cuando alguien pasaba cerca. Cómo sonreía sola cuando leía. Cómo una vez se detuvo bajo el sol, cerró los ojos y simplemente respiró.
El mundo no la veía. O no sabía cómo hacerlo.
Pero yo empezaba a verla. A realmente verla.
Katherine seguía siendo dulce. Atenta. Perfecta.
Pero no era Luna.
Y ahora no podía dejar de pensar que, tal vez, Luna había estado esperando que yo también la viera.
Solo a ella.