Alfa Vendido: Cadenas Rotas

—¡Serena, aguanta! —grita Tormenta, con una mano firme en el volante—. Todo va a estar bien... ¿me entiendes, pastelito?

¿Pastelito? ¿En serio? Incluso en esta situación, no pierde la costumbre.

El jeep rebota en el camino irregular, y el interior tiembla con cada acelerón como si fuera a desarmarse. 

Tora y yo somos mejores amigas desde que tengo memoria. Nuestros padres eran inseparables, y crecimos como hermanas. Cuando todo se fue al demonio, no hizo preguntas. Me abrió las puertas de su casa y me abrazó sin decir hacer preguntas. Solo me dijo "Vamos a resolverlo juntas".

—¡Abre la guantera! —me ordena de pronto.

La abro sin pensar... y lo primero que veo es un arma enorme.

Me quedo congelada. No tengo idea de qué hacer con eso. Antes de que pueda decir algo, Tora me lanza una mirada intensa.

—¡Sujeta el volante!

Obedezco en automático. Ella suelta el control por un segundo, toma el arma y, con un giro ágil, se asoma por la ventana y dispara.

—¡¿Pero desde cuándo sabes disparar así?! —grito.

Tora no responde. Sus ojos están clavados en el retrovisor mientras apunta y vuelve a disparar. Uno de los vehículos que nos sigue da un bandazo brusco: una de sus llantas ha explotado.

Esto no puede estar pasando. ¿En qué momento mi mejor amiga se convirtió en una especie de agente encubierta?

Vuelve a disparar, otra vez. Click. Click. Se queda sin balas.

—¡Rayos! —suelta, tirando el arma al asiento trasero como si no fuera la primera vez que hace esto.

Retoma el volante sin perder el ritmo.

Miro atrás. De los tres vehículos que venían siguiéndonos, solo uno sigue cerca.

Respiro hondo, aunque mis pensamientos siguen siendo un caos.

Hace apenas unas semanas, mi vida era completamente distinta. Tenía un prometido. Dirigía con orgullo la empresa de seguridad que heredé de mi abuelo. La gente me respetaba. Mi mundo era sólido... hasta que comenzaron las acusaciones.

Mi tío y su hijo, Alec, se aliaron con mi prometido. Dijeron que falsifiqué documentos, que manipulé el testamento. Que todo fue un fraude para quedarme con la empresa.

Pero mi abuelo... él nunca confió en su sobrino. Siempre me dijo que si algo le pasaba, yo debía cuidar su legado. Y ahora, ellos intentan destruirlo... y destruirme.

Un disparo raspa el costado de Monchito, el jeep de Tormeta, dejando una línea brillante de metal desnudo.

—¡Mi papá me va a matar!

Eso me saca una sonrisa breve. Ramón, su padre, es el hombre más amable que conozco. Jamás levantaría la voz. Él y mi papá solían reír juntos durante horas, tomando café mientras nos veían jugar. Pensar en eso me aprieta el pecho. Y yo, sin querer, he arrastrado a su hija a esto.

—Tora... lo siento. No debí meterte en esto.

Ella me lanza una mirada breve, pero intensa.

—Ni lo sueñes. No abandonaría a mi mejor amiga. Tú nunca lo hiciste por mí, y yo nunca lo haré por ti. En las buenas y en las malas... somos las mejores.

Una sonrisa me tiembla en los labios. No sé si es por sus palabras o por el miedo, pero me hace bien escucharla.

Otro disparo rompe el espejo lateral, justo al lado de mi puerta.

—¡Carajo! —grita Tora.

Meto la mano en el cuello de mi chaqueta y toco el medallón.

No traje muchas cosas cuando salimos. Solo lo esencial. Algunas mudas de ropa, una vieja foto familiar... y esto.

El medallón de mi abuela.

Es una piedra oscura, de forma irregular, como una escama. Tiene reflejos dorados y rojizos que se mueven dentro, como si algo ardiera atrapado en su interior.

Mi abuela me lo entregó poco antes de morir.

"Este medallón te va a proteger, Serena. Siempre. No importa dónde estés."

En ese momento no entendí cuánto significaría. Ahora, es lo único que me recuerda quién soy.

Miro hacia todos lados. Si no llegamos pronto a la frontera, estamos perdidas.

La carretera está vacía. Ni una patrulla, ni una sirena a lo lejos. Claro... la policía también me está buscando.

Pensé que huir y empezar de nuevo mientras limpiábamos mi nombre era un buen plan. Una pausa antes de enfrentar todo.

Pero ahora... solo estoy alargando esto. Arrastrando a Tora conmigo.

Tal vez lo mejor hubiera sido entregarme. Que me arrestaran. Que Tora buscara abogados desde afuera.

Pero Alec ya había dejado claro que tenía gente esperando dentro. Si me encerraban... no saldría viva.

Cielos, abuelo. No estaría mal que me echaras una mano desde allá arriba...

Seguimos avanzando. Por un momento, los disparos cesan. Siento un alivio momentáneo, casi ingenuo.

Y entonces... una explosión retumba cerca. El jeep vibra, y ambas nos giramos al mismo tiempo.

—¡¿Qué demonios fue eso?! —exclamamos al unísono.

Acto seguido, el sonido de un helicóptero corta el aire con violencia.

Disparos vienen desde arriba, rápidos y precisos.

—¡Ya era hora, idiotas! —masculla Tora, aunque yo apenas logro entender.

Ella frena de golpe.

El motor de Monchito ronronea un instante antes de callarse. Las llantas chirrían.

Bajo la sombra del helicóptero, tres hombres vestidos de negro descienden. Uno se encamina directo hacia nosotras.

Mi cuerpo se tensa por instinto.

Se quita la capucha. Es un hombre joven, atractivo. Tiene una sonrisa tranquila, casi cálida.

—Estás a salvo —dice, y sus ojos se posan en mí con una extraña mezcla de alivio... y tristeza.

Tora se relaja. Yo la miro de reojo, confundida. Luego, vuelvo a mirar al desconocido.

—Gracias... —le digo, sin dejar de aferrarme al medallón.

Él sonríe. Pero enseguida esa sonrisa se desvanece.

—Lo siento —dice, con una expresión dolorosa.

Y sin darme tiempo a reaccionar, siento el pinchazo.

Miro su mano. Una jeringa. Mi cuerpo comienza a volverse pesado, borroso.

El mundo se inclina, la vista se nubla. Todo se vuelve lento.

Tora me sostiene la mano. Su agarre es firme, cálido. Me sonríe... como disculpándose.

Como si esto fuera lo que tenía que pasar.

—Tora... —susurro, pero ya no puedo oír mi propia voz.

La oscuridad me envuelve.