Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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¿Quién es Luna?
Recibí la cuarta carta un martes, al volver de clases de Filosofía. Estaba entre mis cosas, cuidadosamente doblada, con mi nombre escrito con una caligrafía que parecía trazada con hilos de luz. No había nadie alrededor. Ni rastro de pasos, ni de miradas sospechosas. Solo esa carta. Y la misma firma: Luna.
Desde la primera nota, mi mundo se había transformado. Lo cotidiano empezó a parecer extraordinario. Me miraba más al espejo. Caminaba más lento por los pasillos, como esperando que algo —o alguien— me revelara una pista. Las cartas hablaban de mí con ternura, como si quien las escribía no solo me viera, sino que me sintiera. Me hacía sentir especial de una manera que nadie más había logrado.
Y lo más misterioso de todo: nadie más sabía de su existencia.
Guardaba cada carta en una caja de metal bajo mi colchón. Las leía por las noches, en secreto, con la luz de mi linterna, como si fueran hechizos que podrían romperse con la luz del día. Pero llegó un punto en que ya no podía más.
Necesitaba saber quién era Luna.
Mi primera hipótesis fue William, el músico del colegio. Tenía esa melancolía natural, ese aire de poeta sin tiempo. Me acerqué a él durante la hora del almuerzo, disimulando.
—¿Tú escribes poesía? —pregunté, girando mi tenedor en el plato.
—Depende —respondió, sin levantar la mirada de su libreta—. Si a los demás les parece poesía, entonces sí.
Le observé en silencio.
—¿Alguna vez… has escrito una carta que no has entregado en persona?
William frunció el ceño, pensativo.
—A veces. Pero solo cuando no tengo el valor de decir lo que siento.
Mi corazón dio un brinco. ¿Podía ser él?
—¿Y… has hecho eso últimamente?
—No. Hace mucho que no me enamoro.
Y entonces supe que no era él. Lo dijo sin pena. Como quien simplemente ha cerrado una puerta y no piensa abrirla.
Mi siguiente sospechoso fue Sergio, el chico callado que escribe novelas gays en Wattpad. Siempre está en el rincón de la biblioteca, con audífonos puestos, sumido en su mundo. Pensé que tal vez era su forma de amar: desde la distancia, desde el silencio.
Me senté a su lado, fingiendo leer.
—¿Tú crees que se puede enamorar de alguien sin hablarle nunca? —solté de pronto.
Sergio me miró, alzando una ceja.
—Claro. Pasa más de lo que crees.
—¿Y has escrito algo así? —pregunté.
—Sí. Pero en mis historias, eso siempre termina mal —rió con suavidad.
Suspiré.
—¿Nunca has escrito una carta real?
—No desde primaria —contestó con sinceridad—. Pero me gustaría que alguien me escribiera una.
No era él. Y no lo decía con dolor, sino con anhelo.
Después vino Nicolás. El eterno enamorado. Le escribe poemas a su novia, le deja flores en su casillero y habla de ella como si fuera una princesa de cuento. ¿Por qué no habría de escribirle también a otra, en secreto?
Me acerqué a su novia, Sofía, con cautela.
—¿Crees que Nico es del tipo que… se guarda secretos?
Sofía se rio.
—¿Nico? Ese chico me cuenta hasta lo que sueña. A veces desearía que guardara más secretos.
—¿No escribe a otras personas?
—¿Poemas? No. Se le secaría la inspiración si deja de pensar en mí —bromeó.
Tampoco era él.
Pasaron días. Y las cartas seguían llegando. Una cada semana, sin falta. Algunas más largas, otras con apenas unas líneas. Siempre escritas con esa delicadeza que me hacía temblar las manos al abrirlas.
Pero lo que más me inquietaba era que Luna sabía cosas… pequeñas, íntimas.
Cómo me gustaba tocar los rayos de sol que se colaban por la ventana del aula de Historia. Cómo me detenía a mirar los árboles cuando llovía. Cómo suspiraba cuando estaba sola.
Era alguien que me observaba de cerca. Alguien que compartía mis mismos espacios.
Empecé a prestar atención. A cada paso, cada mirada.
Y entonces la vi.
Katherine, la chica que escribe poesía como si su vida dependiera de ello.
Iba llegando tarde a clase, los libros apretados contra el pecho. Caminaba con la mirada clavada en el suelo, sus pasos medidos, casi contando. Su presencia era tan silenciosa que la mayoría la ignoraba. Pero no yo.
Porque ese día, chocó conmigo.
Los cuadernos cayeron al suelo como lluvia de papel. Me agaché para ayudarla, y en ese gesto… vi algo.
Katherine me acomodó un mechón de cabello que me cubría el rostro. Sus dedos temblaban.
Nuestros ojos se encontraron. Y por un segundo, fue como si el universo entero se apagara.
Su mirada era la de alguien que te ha estado observando desde siempre, pero nunca se ha atrevido a hablarte.
Mi corazón latía desbocado.
Y supe —en lo profundo— que yo no era invisible.
No para ella.
Y entonces una idea comenzó a nacer.
Tal vez Luna no era un chico.
Tal vez no era ningún poeta melancólico.
Tal vez era esa chica callada que siempre se sentaba cerca de la ventana, que miraba el cielo con los ojos llenos de estrellas, y que parecía vivir en otro universo.
Un universo donde yo era el centro.
Katherine, era la típica chica obsesionada con el Espacio, es más era la capitana del club espacial.
entonces en ese momento comenze a crear otra lista. Donde la posibilidad que esas mujeres que conformaban ese grupo fueran "Luna" ¿Quién más aparte de Katherine está obsesionada con el Espacio para llamarse a sí misma "Luna" y a mi "Tierra"?
Sofía, le gusta la ciencia, la biología y la geografía, compartimos esas tres clases. compartimos el espacio y más de una vez fuimos compañeras de trabajo, no me sorprendería que fuera ella aquella remitente.
Juliana, le gusta la geografía y el espacio, es amante de los gatos por lo que me a contado, somos compañeras cercanas pero no lo suficiente como para llamarla "amiga".
después esta Agostina, le gusta las matemáticas y especialmente todo relacionado con las estrellas y los agujeros negros, es la típica chica inteligente de esas clases.
y por último pero no menos importante, Diana, ella es experta en todas las materias, compartimos casi todas las clases excepto la de geografía, que casualmente no tengo con ella los miércoles ni los lunes. Es extraño, ella nunca habla, se mantiene en el último asiento del lado de la ventana. Tres ileras después de la mía. Una vez choque con ella, y fue especial. Sus ojos son negros, casi que no se le nota el iris es como una agujero negro que absorbe cada rastro de luz. Su cabello tiene rulos y de un color castaño oscuro, también tiene las mejillas sonrojadas y los labios finos y, rosados, no se porque estoy hablando mucho de ella, creo que tiene algo especial, siempre pero siempre terminamos en un mismo lugar, como si yo o ella orbitaramos una a la otra... no me sorprendería si fuera ella. Pero no es posible. Ella utiliza las habitaciones del instituto que son para personas "especiales", ni tampoco habla, y menos conmigo, ella no debe de ser.
así comienza mi interrogatorio con las demás chicas.
Mi nueva lista tenía nombres que antes no habría considerado. Nombres que brillaban con luz propia, aunque siempre las hubiera pasado por alto. Ahora, cada una de ellas tenía un potencial secreto, una voz escondida detrás de las cartas firmadas como Luna.
La primera en caer bajo mi lupa fue Sofía. Siempre andaba con un libro de biología bajo el brazo, y tenía una facilidad inquietante para recordar datos curiosos sobre el cuerpo humano o los ecosistemas. Compartíamos clases y, más de una vez, habíamos terminado juntas en los típicos trabajos en grupo que se reparten por apellidos. Había algo cómodo en ella, como una taza de té caliente en invierno.
—Sofía —le dije un jueves, durante un descanso entre clases—, si tuvieras que escribir una carta a alguien sin que se enterara quién eres... ¿lo harías?
Ella me miró como si le acabara de proponer un experimento.
—¿Una carta anónima? Depende. ¿Qué tipo de carta?
—Una carta… romántica.
Se rio, bajando la mirada a su cuaderno.
—¿A ti? ¿Te están escribiendo cartas anónimas?
Me encogí de hombros.
—Digamos que sí.
—Entonces no soy yo —dijo rápidamente—. No tengo el valor para algo así. Si me gusta alguien, lo digo de frente. O al menos lo intento…
Descartada. Al menos de momento.
Mi siguiente objetivo fue Juliana. Ella era de las pocas personas que podía hablarme sin reservas, pero siempre con una distancia prudente. No éramos amigas, pero sí cómplices en ciertas miradas compartidas. Era amante de los gatos, el espacio y las caminatas solitarias. Me acerqué a ella mientras hojeaba una revista de astronomía en la biblioteca.
—¿Crees en las almas gemelas? —pregunté, sin siquiera saludar.
Juliana levantó una ceja, divertida.
—¿Qué tipo de pregunta es esa?
—Una que busca una verdad —respondí, en tono dramático.
—Supongo que sí. O al menos en la idea de que hay personas destinadas a encontrarse. Como dos planetas que giran hasta colisionar.
Me estremecí. Sonaba como algo que Luna escribiría.
—¿Te gusta escribir? —pregunté.
Juliana sonrió con tristeza.
—Antes. Ahora solo leo. Me cuesta hablar de mí.
Y entonces algo dentro de mí me dijo que no era ella. Era sensible, sí. Observadora, también. Pero sus palabras no tenían esa chispa mágica que me hacían arder la piel cuando leía las cartas.
Pasé a Agostina. Ella era la más difícil de leer. Inteligente, precisa, como un reloj astronómico. Su fascinación por los agujeros negros era casi poética, aunque jamás lo admitiría. No hablaba con muchas personas, pero tenía una mente prodigiosa. Me acerqué a ella durante una actividad de laboratorio.
—¿Alguna vez pensaste en escribir algo más allá de fórmulas? —le pregunté.
Ella ni siquiera alzó la vista de su cuaderno.
—Las fórmulas también son poesía. Solo que más exactas —contestó.
—¿Pero cartas? ¿Historias?
—No tengo paciencia para metáforas —dijo—. Prefiero el lenguaje que no se puede malinterpretar.
No era ella. Luna hablaba con la ambigüedad de las estrellas: con palabras que podían significar mil cosas a la vez.
Y entonces… quedó Diana.
Intenté olvidarme de ella. Me repetí que no podía ser. Que era solo una coincidencia. Que si compartíamos tantos lugares, era por casualidad. Pero las cartas… las cartas hablaban de detalles que solo alguien con su silencio podía notar.
Supe que ella vivía en las habitaciones del colegio. Nadie lo decía en voz alta, pero se comentaba. Que no tenía familia que la esperara los fines de semana, que se quedaba incluso en feriados. Que venía de una situación complicada. Que era especial. Una etiqueta vacía para ocultar que nadie sabía mucho de ella.
Una tarde, me acerqué a su sala de estudio. Estaba sola, como siempre, con los audífonos puestos. Leía un libro sobre la teoría del multiverso.
—¿Te importa si me siento? —pregunté.
Diana levantó la vista. Asintió. Ni una palabra. Solo ese gesto.
—¿Te gusta el universo? —dije, esperando una reacción.
Ella dudó, luego habló por primera vez desde que la conocía.
—Me gusta imaginar que hay mundos donde todo sale bien.
Sus ojos se clavaron en los míos. Dos agujeros negros absorbiéndome por completo.
—¿Y en este mundo… te gusta estar aquí? —pregunté, apenas un susurro.
Diana no respondió. Pero supe que me escuchaba. Supe que esa pregunta la atravesó como a mí me atravesaban sus cartas.
Me marché sin más palabras. No me atreví. No aún.
Esa noche, al volver a mi habitación, un nuevo mensaje me esperaba
una sola frase:
"Quizás no soy una estrella visible, pero siempre he girado en tu órbita.
—Luna"
Me temblaron los dedos. Me ardía el pecho.
Y por primera vez, tuve miedo de descubrir la verdad.
La carta me quemaba entre los dedos.
"Quizás no soy una estrella visible, pero siempre he girado en tu órbita."
Y lo primero que pensé fue en ella. En Diana.
En sus ojos oscuros. En la forma en que sus labios no dicen nada, pero lo dicen todo.
En ese momento compartido, tan breve y tan íntimo, cuando por primera vez me respondió.
Pero no.
No podía ser ella.
Mi cabeza lo gritaba con tanta fuerza que terminó por ahogar a mi intuición. Me repetí, como un mantra, que Diana no podía ser Luna. Que era una chica rota, distante, casi ausente. Que apenas hablaba. Que no podría escribir con tanta belleza, con tanta emoción desbordada. ¿O sí?
—No es ella —dije en voz alta, para mí misma.
Como si necesitara escucharlo en palabras reales. Como si al verbalizarlo pudiera borrar la duda que me crecía por dentro como una enredadera.
Diana era… otra cosa. Una presencia silente que habitaba las esquinas. Una sombra con forma de muchacha. No la imaginaba tomando papel y tinta para hablarme del amor como quien lanza una bengala al cielo.
Así que la descarté.
Cerré la lista mental, tachando su nombre sin siquiera anotarlo. Como si con eso me protegiera de algo que no estaba lista para enfrentar.
Y sin embargo… la seguía mirando.
No lo hacía a propósito. Era como un reflejo. En clase, en los pasillos, durante el almuerzo… mis ojos la buscaban. Como si el universo, caprichoso, se empeñara en ponerla siempre en mi campo de visión.
Y ella… también me miraba.
A veces creía que no, que era producto de mi imaginación. Pero otras, en esos breves cruces de miradas, lo sabía. Lo sentía. Como si cada vez que nuestras pupilas se tocaban, su silencio dijera más que mil cartas.
Me estaba volviendo loca.
Porque mientras mi mente analizaba nombres y pistas, mis sentimientos empezaban a tener vida propia. Y en esa confusión, cada carta nueva me descolocaba más.
Una llegó al día siguiente. Esta vez no en la puerta de mi habitación, sino escondida entre las páginas del libro que había dejado en mi casillero.
"A veces, para amarte, tengo que fingir que no existo.
Pero juro que cada palabra que lees, nace de mi dolor de no tenerte cerca.
—Luna"
Esa noche, me costó dormir.
Volví a repasar la lista.
Sofía. No. Juliana. Tampoco. Agostina. No.
Y Katherine…
Katherine era una opción lógica. Su amor por la poesía, su manera de hablar con el cielo… todo encajaba. Pero había algo que no cerraba. Algo que se sentía… forzado. Como si estuviera buscando desesperadamente que fuera ella, solo para no pensar en la única opción que sí se sentía real.
Diana.
No, me repetí.
No puede ser ella.
Y al día siguiente, mientras la observaba desde mi pupitre —la cabeza gacha, los dedos girando suavemente el anillo en su mano derecha, como si le hablara—, sentí una punzada en el pecho.
Porque algo en mí ya sabía la verdad.
Solo que aún no podía aceptarla.