En las calles vibrantes, pero peligrosas de Medellín, Zaira, una joven brillante y luchadora de 25 años, está a tres semestres de alcanzar su sueño de graduarse. Sin embargo, la pobreza amenaza con arrebatarle su futuro. En un intento desesperado, accede a acompañar a su mejor amiga a un club exclusivo, sin imaginar que sería una trampa.
Allí, en medio de luces tenues y promesas vacías, se cruza con Leonardo Santos, un hombre de 49 años, magnate de negocios oscuros, atormentado por el asesinato de su esposa e hijo. Una noche de pasión los une irremediablemente, arrastrándola a un mundo donde el amor es un riesgo y cada caricia puede costar la vida.
Mientras Zaira lucha entre su moral, su deseo y el peligro que representa Leonardo, enemigos del pasado resurgen, dispuestos a acabar con ella para herir al implacable mafioso.
Traiciones, secretos, alianzas prohibidas y un amor que desafía la muerte.
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Capitulo 20
El sábado amaneció envuelto en una calma engañosa, como si el cielo contuviera la respiración ante lo que estaba por suceder. En las alturas de la ciudad, donde el concreto se vestía de vidrio y acero, Leonardo recorría el nuevo apartamento con las manos en los bolsillos y el ceño ligeramente fruncido.
El lugar era amplio, moderno, con ventanales que dejaban entrar la luz de la tarde como una caricia dorada. Los pisos de roble claro brillaban con la limpieza reciente, y un leve aroma a pintura nueva aún flotaba en el aire. Todo estaba amueblado con un gusto discreto, pero elegante: un sofá amplio de lino beige, alfombras suaves, cuadros abstractos colgados con intención. Un hogar silencioso... que aún no era hogar para nadie.
—Perfecto —murmuró, tras revisar por última vez el comedor—. Ni muy ostentoso, ni muy frío. Justo como se que a ella le gustará.
Sabía que comprar ese apartamento era arriesgado. No por el dinero, sino por lo que significaba. Por lo que podría provocar en ella si lo interpretaba mal. Por eso no se lo diría aún. Solo lo usaría como escenario para esa conversación que tanto había esperado.
Marcó un número.
—¿Todo listo? Asegúrate de que haya vino tinto y algo suave para picar. Nada con pretensiones. Y que la temperatura esté perfecta.
Colgó, y se quedó frente a los ventanales. El reloj marcaba las 6:13 p.m.
Zaira subió al último piso con el corazón latiendo con fuerza. El ascensor era elegante, con espejos en las paredes y una luz suave que hacía que todo pareciera más cálido de lo que era. Llevaba un vestido holgado de lino marfil que caía hasta las rodillas con gracia, flotando con cada paso como si sus movimientos estuvieran coreografiados por el viento. Los tacones realzaban sus piernas largas, y aunque sus manos temblaban ligeramente, su andar era firme.
El cabello lo llevaba recogido en una coleta alta, limpia, que dejaba al descubierto su cuello delicado. Su maquillaje era sutil: un toque de rubor, sombras tierra, los labios desnudos y luminosos. Quería sentirse hermosa… pero aún ella misma.
Cuando la puerta del apartamento se abrió, Leonardo la miró como si acabara de ver el arte tomar forma humana. Se le congeló la expresión por una fracción de segundo, y luego sonrió, de esa manera arrogante y peligrosa que hacía que Zaira quisiera mantener la distancia… pero también acercarse un poco más.
—Estás… —empezó a decir, pero se detuvo—. Jodidamente perfecta.
Zaira bajó la mirada, incómoda. Pero no dijo nada.
Leonardo se acercó, sin prisa, y cuando estuvo frente a ella, sus ojos descendieron por el contorno de su cuello expuesto. Inclinó la cabeza y besó justo detrás de su oreja, un roce apenas, como una promesa.
—Esa coleta… —susurró con voz baja, rugosa, que le erizó la piel—. Invita a hacer muchas cosas.
Zaira tragó saliva. Sus mejillas ardían, pero se mantuvo firme.
—No me has dejado darte mi respuesta aún —dijo con una voz tan suave como firme.
Leonardo sonrió contra su piel y se apartó un paso, dándole espacio.
—Tienes razón. No me apresuraré. Aún.
La condujo hacia la sala con una mano en la espalda baja, guiándola como si estuviera hecha de cristal y fuego al mismo tiempo. El ambiente estaba perfectamente climatizado, con música instrumental suave flotando en el aire, una mezcla de jazz y piano que llenaba el silencio sin imponerse. La luz del atardecer teñía las paredes de ámbar, envolviéndolos en una atmósfera casi onírica.
Zaira se sentó en el sofá amplio, con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. Miró a su alrededor, notando los detalles: la ausencia de objetos personales, la perfección del orden. Era un lugar nuevo. Y aun así, cómodo. Familiar, de algún modo.
—¿Es tuyo este lugar? —preguntó con curiosidad.
Leonardo tomó asiento frente a ella, con una copa en la mano. Le ofreció otra, que ella aceptó con un leve gesto.
—Lo compré hace poco. No sabía qué hacer con él… hasta ahora.
—¿Hasta ahora? —repitió ella, alzando una ceja.
Leonardo se limitó a mirarla. No mentiría, pero tampoco revelaría demasiado. Aún no.
—Digamos que me pareció el escenario adecuado para una conversación importante.
Ella lo observó en silencio, intentando leerlo. Luego dio un sorbo al vino, dejando que el sabor cálido le aflojara un poco los nervios. Se reclinó suavemente en el sofá, como si el ambiente empezara a ablandar su coraza.
—¿Y qué quieres saber exactamente?
Él apoyó los codos en las rodillas, inclinándose hacia ella.
—¿Vas a aceptarme en tu vida, Zaira? ¿Con todas mis condiciones? Quiero tenerte todos los fines de semana, Aunque Si pudiera todos los días. Quiero que seas completamente mía. A cambio, te puedo dar lo que tú quieras. Y no te ofendas por favor.
Zaira parpadeó. No se lo esperaba tan directo.
—Acepto tu dinero… tu teléfono… verte los fines de semana. Pero eso no significa que seas dueño de mí.
—Jamás lo seré —dijo, con honestidad—. Aunque tienes que entender algo. Solo serás mía, nadie puede tocar una hebra de tu cabello.
La mirada de Zaira se nubló apenas, luchando con algo dentro de sí.
—¿Por qué yo? Hay mujeres que no pondrían ni la mitad de peros que yo.
Leonardo se inclinó más cerca, sus ojos clavados en los de ella.
—Eso es lo que más me gusta de ti. Que pones muchos peros aunque te mueras por hacer lo que yo quiero.
El silencio se hizo denso. Solo la música, el vino, y el atardecer los envolvían.
Zaira bajó la mirada a su copa, pensativa.
—No quiero depender de nadie más. Solo quiero estudiar y lograr sacar a mi madre de ese lugar.
Él se inclinó y le tomó la mano, con un tacto firme pero sereno.
—No quiero que dependas de mí. Solo quiero estar. Ser parte de tu mundo… sin invadirlo o aunque si de una forma rica.
Zaira levantó los ojos. Su mirada temblaba un poco.
—Entonces esta es mi respuesta —dijo al fin—. Estoy dispuesta a intentarlo. Pero necesito mi espacio. Mi tiempo. Mi libertad.
Leonardo asintió, y sus labios se curvaron en una sonrisa real. No de conquista. Si no de alivio.
—No te preocupes, te haré muy feliz de muchas maneras.
Zaira respiró hondo, y… sintió que no estaba huyendo de nada. Si no caminando hacia algo.