Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 3: PRISIÓN DE LUJO
...Nabí...
Al encontrarme con el hombre que media casi dos metros, retrocedí dos pasos, observándolo con detenimiento. Su presencia era imponente y, a la vez, desconcertante. No sabía qué pensar ni qué hacer.
«¿Quién es él?»
Y como si pudiera leerme la mente respondió—: ¿De verdad te interesa saberlo? —su voz resonando como un eco en la habitación.
Señalé mis retratos y entre movimientos temblorosos signé—: ¿Cómo no me interesaría? Un desconocido tiene retratos de mí en un pasillo entero. Esto es... ¡es una locura!
El silencio se hizo pesado después de mi reclamo. Él no respondió de inmediato. En cambio, sacó una caja de cigarrillos de su bolsillo y encendió uno con un encendedor dorado que guardaba en su pantalón gris. Observé cada movimiento, sintiendo cómo la frustración crecía en mí. Parecía no entender el lenguaje de señas, pero mi reclamo era obvio de entender.
Finalmente, rompió el silencio—: No tienes que saber los detalles ahora. Por ahora solo te pido que te quedes tranquila. Aquí en la mansión, que ahora es tuya también. —aseguró—. No tengo intención de hacerte daño, Nabí, solo te pido que confíes en mí.
Lo miré incrédula, sin pensarlo dos veces, me giré y caminé rápidamente a su lado, ignorando su presencia.
Cruzando tres enormes pasillos, sentía cómo el aire se volvía más denso con cada paso. Mi mente corría a mil por hora mientras buscaba la entrada principal. Finalmente, al abrir la puerta, una oleada de aire fresco me dio la bienvenida. Pero lo que vi me heló la sangre.
Delante de mí había hombres vestidos de negro, sus armas colgando amenazantes a sus cinturas. El jardín era imponente y un Rolls-Royce Phantom brillaba bajo el sol como un símbolo de opulencia y peligro. Mi corazón latía con fuerza; no podía quedarme allí.
Sin embargo, antes de que pudiera dar un paso hacia adelante, la puerta se cerró bruscamente frente a mí. El sonido resonó como un trueno en mi pecho. Un instante después, sentí una mano enorme aferrándose a mi cintura con fuerza desmedida. Cargándome como un costal de papas en su hombro.
Golpeé su espalda con todas mis fuerzas y pataleé como si mi vida dependiera de ello, pero era inútil. Era como intentar mover una montaña; su fuerza era abrumadora.
La desesperación me invadió mientras luchaba por liberarme. Sabía que tenía que escapar de este lugar y de este hombre que parecía tener el control total sobre mi destino.
Me arrastró como si fuera un objeto, sin consideración alguna, y me arrojó sobre la cama. El impacto me tomó por sorpresa, y por un momento, el mundo se detuvo. La habitación era la misma en la que había despertado, pero ahora se sentía como una prisión.
Rápidamente, me incorporé, el pánico apoderándose de mí. Tenía que salir de allí.
Pero él no respondió. Simplemente salió de la habitación y cerró la puerta tras él con un chasquido que sonó como un golpe en mi pecho.
Me quedé ahí, congelada por un instante, antes de lanzarme hacia la puerta y golpearla con fuerza.
Mis manos se detuvieron y cayeron a los lados mientras el desánimo me invadía. Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos, resbalando por mis mejillas como si quisieran llevarse todo el dolor y la impotencia que sentía. Suplicaba en mi interior que alguien me escuchara, que alguien interviniera.
«¿Por qué está pasando esto?» pensé, sintiendo cómo el aire se volvía denso a mi alrededor. La angustia me oprimía el pecho mientras miraba a mi alrededor, buscando una salida que no existía. Era una pesadilla de la que no podía despertar.
Las horas se deslizaban lentamente, como si el tiempo estuviera burlándose de mí. Cada intento de escapar se desvanecía ante la realidad aplastante de mi situación. El balcón, con su vista deslumbrante, se sentía como un cruel recordatorio de la libertad que no podía alcanzar. Los hombres armados vigilaban cada movimiento, sus ojos implacables haciéndome sentir como un pez en una pecera. No había forma de salir.
La desesperanza me envolvía como una manta pesada, y finalmente, me dejé caer sobre la cama, sintiendo cómo los ánimos se drenaban de mi ser. El silencio era ensordecedor, y el frío de la habitación calaba en mis huesos. Me quedé dormida, atrapada en un sueño profundo que parecía durar una eternidad.
Al despertar, lo único que me recibió fue la misma soledad y frialdad que había dejado atrás en mis sueños. Me senté en la cama, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros. La habitación seguía siendo igual; las paredes no tenían respuestas, solo ecos de mis pensamientos.
Después de un rato, noté algo en la mesa junto a la puerta del balcón: una bandeja con comida. Mi estómago gruñó al ver el plato humeante, pero el apetito se había esfumado junto con mi esperanza. Intenté abrir la puerta, pero el seguro seguía intacto.
«Así que él sí piensa en mí», pensé con sarcasmo mientras miraba la bandeja. Al menos no me dejaría morir de hambre; eso era un consuelo irónico.
Hice una expresión burlista. Pero no tenía ganas de comer; solo quería volver a sumergirme en un sueño del que no tuviera que despertar. Así que me oculté debajo de las sábanas, envolviéndome en su calidez para escapar del frío y del dolor.
El sueño me reclamó nuevamente y me dejé llevar por él hasta el día siguiente, esperando que al abrir los ojos todo esto fuera solo un mal recuerdo. Pero al despertar otra vez, sabía que estaba atrapada en esta realidad sombría.
Los rayos del sol se filtraban a través de los cristales, iluminando la habitación y dándole un aire engañosamente cálido. Afuera, los pájaros cantaban su alegre melodía, un contraste marcado con la oscuridad que sentía en mi interior. Me asomé al balcón y noté que las caras de los hombres vigilantes parecían diferentes.
De repente, la puerta de la habitación se abrió detrás de mí, interrumpiendo mis pensamientos. Una joven de cabello castaño y un vestido azul y blanco, que claramente pertenecía a una mucama, entró con una sonrisa nerviosa.
—Buenos días, señorita. ¿Ha dormido bien? —preguntó con una voz suave.
No le respondí, pero la observé con atención, buscando alguna señal de que pudiera ser diferente, algún destello de compasión en sus ojos. Finalmente, asentí, pero eso no significaba que todo estuviera bien.
—¿Desea que la ayude en...? —comenzó a preguntar.
—Disculpa, ¿cómo te llamas? —signé, interrumpiéndola, sintiendo que no podía perder más tiempo con formalidades.
Pero ella tampoco entendía el lenguaje de señas. Me rendí y al final me acerqué dándole leves empujones para que se fuera.
Confundida, de repente sacó una libreta del bolsillo de su vestido y me lo entregó. Le hice la misma pregunta escribiéndolo en letras y se lo entregué.
—Ah, mis disculpas —se sonrojó—. Mi nombre es Dafne y a partir de ahora seré su mucama personal.
Nuevamente le arranqué la libreta y escribí:
—Es un honor, Dafne. Pero no necesito una mucama porque yo no vivo aquí. Me trajeron a esta casa en contra de mi voluntad, así que te pediré que te retires y me dejes sola...
La miré directamente y vi la preocupación reflejada en su rostro. Su expresión era un eco del miedo que también habitaba en mí.
—Pero el señor me dijo que... —intentó explicarse.
—Dile a ese psicópata... que no quiero nada de él, que me deje en paz. —escribí.
Mi rostro podía demostrar la rabia contenida; no podía evitarlo. La impotencia arremetía dentro de mí como un torrente desbordado. Dafne pareció encogerse ante mi respuesta. Podía ver que no era su culpa estar aquí; ella solo cumplía órdenes. Pero eso no hacía más fácil mi situación.
Me quedé en silencio mientras ella trataba de encontrar las palabras adecuadas para calmarme o justificar su presencia. En ese momento, deseé poder romper esas cadenas invisibles que me mantenían prisionera no solo físicamente sino también emocionalmente.
Al final, Dafne solo asintió y dijo: —Está bien, señorita.
La vi darme la espalda, llevándose la comida fría que aún permanecía intacta encima de la mesa, un recordatorio de que mi cuerpo necesitaba alimentarse, pero mi mente estaba más interesada en la libertad que en cualquier platillo. La puerta se cerró detrás de ella, asegurándose de que el silencio volviera a reinar en la habitación.
Solté un suspiro profundo, sintiendo cómo la tensión comenzaba a acumularse en mis hombros.
Permanecí en la misma posición por horas, quieta como una piedra, esperando poder relajarme. Miraba a la nada, sintiendo cómo el sol me abrazaba con su calor cada vez más intenso. De reojo, miré hacia la derecha, un movimiento instintivo.
El enorme portón negro de la mansión se abrió de golpe, y un Mercedes Benz entró con una calma inquietante.
Se me hacía familiar.
Y no es porque haya visto muchos Mercedes Benz en mi vida.
Los pinos verdes que lo flanqueaban se deslizaban velozmente entre los vidrios ahumados del auto, como sombras que danzaban en mi mente.
El corazón me dio un vuelco al verlo aparcar junto al Rolls-Royce Phantom. Mis ojos se abrieron de par en par cuando vi a mi abuelo y a mi tío Dante salir del vehículo.
Ambos lucían impecables en sus trajes oscuros, con corbatas perfectamente anudadas y maletines de cuero en las manos. Mi abuelo, con su cabello plateado y una expresión de seriedad que siempre me había intimidado; Dante, más joven pero igual de imponente, con esa mirada fría que parecía atravesar cualquier fachada.
Una mezcla de miedo y confusión me invadió.
¿Qué hacían aquí?
¿Era por trabajo?
Las preguntas se agolpaban en mi mente como un torrente furioso.
Pero la más aterradora de todas era: ¿me habían vendido a este hombre?
La idea me paralizaba. Esa era la única explicación lógica para su familiaridad, para la forma en que parecía saber tanto de mí.
Recordando lo que había sucedido días atrás, cuando me echaron de casa, no podía evitar que la duda comenzara a devorarme desde adentro. El grito de ayuda se me quedó estancado en la garganta, mientras observaba a esos dos hombres entrar en la mansión con la misma calma con la que había llegado el auto. Temblaba sin control; el miedo se apoderaba de mí.
Una línea de esperanza se cruzó por mi mente. Con el corazón palpitando entre las manos, caminé rápidamente hacia la puerta, deseando que la mucama la hubiese dejado abierta. Pero al abrirla, me encontré cara a cara con ella, ambas agarrando el picaporte.
—¿Señorita? —me preguntó, con una expresión de sorpresa—. ¿A dónde iba?
Suspiré nerviosa y retrocedí un paso mientras ella se adentraba más en la habitación.
Aún llevaba conmigo la pequeña libreta que ella me entregó y le escribí: —Quiero salir al jardín a tomar aire, me siento sofocada aquí adentro –ella lo leyó y me miró, mientras forzaba una sonrisa que apenas ocultaba mi ansiedad.
—Pero no puede salir de la mansión —aclaró, como si esa fuera una regla inquebrantable—. Traje su comida, ¿cree que esta vez sí podrá comer?
En medio de mi nerviosismo, no había notado la bandeja con comida humeante que traía consigo. De repente, un rugido proveniente de mi estómago me recordó que había estado sin comer.
Asentí, ansiosa y le seguiré mostrando que quería salir de la habitación.
Ella dudó un momento y respondió—: No creo que sea buena idea que salga.
—¿Por qué no? —le escribí en la libreta, sintiendo cómo el coraje comenzaba a acumularse dentro de mí—. Se supone que eres mi mucama personal. Por lo tanto, debes hacerme sentir cómoda para que tu jefe no te regañe, ¿o me equivoco?
La sorprendí con mi argumento; sus ojos se abrieron con un destello de alarma.
—¿Dónde quiere comer? Puedo llevarla a cualquier lugar dentro de la mansión menos a la sala principal y al despacho del señor.
Asentí rápidamente, satisfecha con el pequeño triunfo.
Con cuidado, me quitó la bandeja de las manos y antes de girar el picaporte para abrir la puerta, me miró fijamente.
—Pero quiero que me prometa una cosa.
Me detuve en seco, mirándola exasperada. Sabía a lo que se refería, sentí tres veces consecutivas y la empujé ligeramente, aclarándole que no iba a escapar.
Ella asintió con un leve gesto y juntas salimos de la habitación. Al descender a la planta baja, el eco de un portazo reverberó en el aire, como un susurro inquieto que despertaba la curiosidad. Ambas nos detuvimos, y no pude resistir la tentación de interrogar a la mucama.
—¿Qué hay en esa habitación? —signé, señalando con un gesto sutil la puerta que parecía custodiar secretos inconfesables.
—Es el despacho del señor —respondió ella con una voz suave, cargada de una reverencia casi palpable—. No podemos entrar ahí; tiene visitas importantes.
¿Importantes?
La palabra resonó en mi mente como un eco ominoso. Me pregunté si esas personas malvadas y sin corazón que tanto había imaginado eran las que aguardaban tras esa puerta cerrada.
Sin más palabras, la mucama me condujo hacia una puerta doble al final de la sala principal. Al cruzar el umbral, fui recibida por un espectáculo que contrastaba vívidamente con la atmósfera sombría del despacho: era la cocina.
La habitación se desplegaba ante mí como un lienzo vibrante, donde cada rincón parecía contar su propia historia. Las paredes estaban revestidas de azulejos blancos brillantes que reflejaban la luz natural que entraba a raudales por una amplia ventana, cuyas cortinas de encaje danzaban suavemente al compás de una brisa delicada.
En el corazón de este santuario culinario, una isla de mármol pulido se erguía con majestad, adornada con un frutero repleto de manzanas rojas y peras doradas, como tesoros esperando ser descubiertos. El aroma cálido del pan recién horneado se entrelazaba con el perfume fresco de las hierbas que descansaban sobre la encimera: albahaca vibrante, romero robusto y tomillo fragante.
Los armarios, altos y elegantes, se alineaban contra las paredes como guardianes silenciosos, custodiando utensilios brillantes y frascos llenos de especias coloridas que prometían realzar cualquier creación culinaria. En un rincón, una estufa antigua parecía susurrar historias de banquetes pasados y risas compartidas.
La mesa, amplia y vestida con un mantel blanco inmaculado, invitaba a compartir momentos entrañables. Era un refugio acogedor donde cada aroma evocaba calidez y familiaridad. La mucama se movía con gracia entre los espacios, como si cada paso fuera parte de una danza perfectamente ensayada.
La cocina, un vasto escenario de opulencia, se extendía ante mí como un reino en silencio. Los platos, dispuestos con una elegancia casi reverente, parecían ser testigos mudos de mis pensamientos. Cada uno brillaba bajo la tenue luz, reflejando la dorada opulencia de los cubiertos que acompañaban la cena. Era un festín visual que contrastaba con mi minúscula figura en aquel inmenso comedor, cuyas veinte sillas aterciopeladas parecían esperar a un público que nunca llegaría.
Mientras el aroma de la comida se mezclaba en mi paladar, mi mente tejía un plan furtivo. La mucama, siempre atenta, era un obstáculo que debía eludir para alcanzar a mi tío y abuelo. Con cada bocado que tomaba, sentía la urgencia de no dejar escapar esa oportunidad de conexión.
Comí rápidamente, casi en un acto de rebeldía silenciosa. Cada cucharada era un paso más cerca de mi objetivo: hablar con ellos antes de que se desvanecieran en el atardecer. Mi corazón latía con fuerza mientras me movía entre la elegancia del entorno y el deseo ardiente de pertenencia que me consumía.
En aquel instante fugaz, la soledad del espacio se convirtió en un refugio para mis pensamientos. Sabía que debía ser astuta, como un pequeño zorro en medio del lujo desmedido.
Mientras terminaba el último plato, una idea se apoderó de mí. Dirigiéndome a la mucama con una sonrisa que ocultaba mi ansiedad, decidí expresar mis deseos.
—¿Está satisfecha con la comida, señorita? —me preguntó con su habitual amabilidad.
Me negué gentilmente.
Su mirada curiosa me animó a seguir adelante.
—¿Y qué otra cosa le apetecería? —inquirió con interés genuino.
Una imagen vívida de las frutas frescas en la isla marmoleada de la cocina cruzó por mi mente, y una chispa de entusiasmo iluminó mi rostro.
Se le expliqué detalladamente la libreta:
—Me encantaría una ensalada de frutas. He visto esas frutas frescas en la isla. ¿Podrías prepararla con un poco de chocolate derretido?
La mucama asintió, sonriendo con calidez.
—¡Claro que sí! Eso suena delicioso.
Su sonrisa mostraba satisfacción ante mi interés.
Aprovechando el momento propicio, en un momento de oportunidad, decidí buscar una excusa para salir.
—Por cierto, ¿hay una biblioteca en la mansión? —le pregunté a través de mis letras en las hojas de papel.
—Sí, hay una, ¿le interesa algún libro en específico? —preguntó, atenta a mi respuesta—. ¿Quiere que vaya por él?
Me negué, aclarándole que podía ir por él.
Ella lo pensó unos segundos—: Por supuesto. Tómese su tiempo y si necesita algo, pídalo —me aseguró con gentileza.
¡Bingo!
—Gracias —asentí y signé— ¿Dónde se encuentra la biblioteca?
—Está al final del pasillo, a la derecha. —respondió con una sonrisa cálida.
Al salir de la cocina, una mezcla de emoción y nerviosismo me invadió. Disimulando mi verdadera intención, me dirigí hacia la biblioteca. La puerta se abrió ante mí, revelando una habitación enorme, cuyas estanterías se erguían como guardianes de secretos antiguos. El olor a papel viejo y encuadernaciones desgastadas me envolvió en un abrazo nostálgico, y por un momento, me sentí transportada a un mundo donde las historias cobraban vida.
Me detuve en la entrada, permitiendo que el silencio me envolviera. Sin embargo, no podía quedarme allí por mucho tiempo; había algo más que me llamaba. Con cautela, di un paso atrás y aseguré que no hubiera nadie en el pasillo. La curiosidad ardía en mi interior mientras caminaba silenciosamente hacia el despacho adyacente.
Al llegar a la puerta del despacho, me coloqué cerca de ella, tratando de escuchar la conversación que flotaba en el aire del otro lado. Las palabras eran firmes y masculinas, pero a la vez susurradas, como si los hablantes compartieran secretos que no debían ser escuchados por oídos ajenos. Mi corazón latía con fuerza mientras intentaba captar cada frase, cada tono, pero se me hacía casi imposible.
No podía escuchar nada.
No sabía cómo acercarme a ellos.
La desesperación comenzaba a apoderarse de mí mientras intentaba escuchar mejor lo que sucedía al otro lado de la puerta. La curiosidad me empujaba, pero el temor a ser descubierta me mantenía en un estado de alerta constante. Retrocedí un paso, buscando algo que pudiera ayudarme a acercarme más a esa conversación intrigante. Necesitaba algo de cristal, algo que pudiera amplificar los sonidos.
Fue entonces cuando mis ojos se posaron sobre una mesa cercana, adornada con una bandeja que exhibía vasos de vidrio elegantes. La jarra al lado parecía contener algún tipo de alcohol, su brillo prometía un aire de sofisticación. Sin pensarlo dos veces, me acerqué y tomé uno de esos vasos con delicadeza, sintiendo el frío del cristal contra mi piel.
Con cuidado, me dirigí nuevamente hacia la puerta. Colocando el vaso en el suelo, justo al borde de la entrada, me incliné hacia adelante para acercar mi oído. La transparencia del vidrio me ofreció una nueva perspectiva; ahora podía escuchar mejor las voces que se entrelazaban como un suave murmullo.
Cada palabra se volvió más clara, y mi corazón latía con fuerza mientras intentaba captar cada fragmento de esa conversación prohibida. La emoción se mezclaba con el miedo al ser descubierta, pero en ese momento estaba dispuesta a arriesgarlo todo por desentrañar el misterio que se ocultaba detrás de esa puerta.
—Debería reconsiderarlo, señor Lombardi. —insistió mi abuelo—. Entiendo que mi cliente no haya cumplido con su parte del trato. ¿Pero una sanción a su empresa? Creo que es demasiado.
—¿Consideras demasiado las pérdidas que una de mis empresas tuvo por irresponsabilidad de Rinaldi? —respondió, en un tono frío y amenazante—. Es un imbécil que no sabe cómo controlar a su gente. ¿Pretendes que me quede de brazos cruzados cuando los Windsor tienen el proyecto que por meses mi gente trabajó?
—Entiendo su punto, señor, pero la sanción que le dió a la empresa del señor Rinaldi bajó sus acciones a un 20% en tres días. —aclaró—. Fue un error por parte de sus empleados. Debería reconsiderar y reunirse con él.
—La ausencia de su cliente es irrelevante. —respondió, indiferente—. Lo único que me interesa es que mis asuntos estén seguros. No tengo tiempo para perder.
El sonido del papel me dió calambre en los dientes—: He notado movimientos en el mercado que amenazan mis inversiones. No toleraré más estupideces. Si por culpa de este error afecta mis intereses, tendrán que asumir las consecuencias. —amenazó—. No me importaría mandar a la mierda la empresa de los Rinaldi.
Desde aquí podía sentir la presión que sentía mi abuelo—: Entiendo su postura, señor Lombardi. Solo le pido que confíe en nuestra capacidad para manejar la situación.
Escuché su risa sarcástica y habló—: Confianza es un lujo que pocos pueden permitirse. La lealtad se gana con resultados, y yo no tengo paciencia para las promesas vacías.
—Lo comprendo... —respondió, con voz temblorosa—. Haré todo lo posible para asegurarme de que cumplamos con sus expectativas.
Estaba conteniendo la respiración mientras escuchaba la conversación del otro lado. El hombre de apellido Lombardi tenía una voz que parecía cortar el aire, y cada palabra que pronunciaba sonaba cargada de desprecio. No podía creer lo que estaba presenciando; mi abuelo estaba siendo tratado como si fuera un niño que no sabía nada del mundo.
El tono despectivo del hombre me hacía sentir una punzada de lástima profunda por mi abuelo.
El sonido del cristal rompiéndose resonó en mis oídos como un eco ensordecedor. Mi corazón se detuvo por un instante, y el pánico se apoderó de mí.
¿Qué había hecho?
Me había distraído tanto con la conversación de mi abuelo y Lombardi que había dejado caer el vaso, y ahora, el desastre se desataba a mis pies.
La preocupación me carcomía; sabía que no podía dejar que me atraparan. Pero antes de que pudiera reaccionar, escuché una voz desde el interior de la habitación.
—¿Qué fue ese sonido?
La inquietud en su tono me hizo querer desaparecer. Sentí que la tensión en el aire se intensificaba, y mi mente corría desenfrenada buscando una salida. Pero antes de que pudiera pensar en algo, una fuerza poderosa me arrastró hacia atrás.
De repente, una mano enorme con un aroma a perfume masculino me agarró los hombros, y me quedé paralizada. Era mi tío Dante. El momento se volvió surrealista; estábamos tan cerca que podía sentir su respiración y el calor de su cuerpo.
—Shhh… —me susurró con una voz baja pero firme, como si no supiera que, aunque quisiera no podía hacer ningún ruido. Su mirada era intensa, pero había algo en ella que me decía que no estaba aquí para hacerme daño. Sentí cómo su mano seguía apretando mi brazo mientras intentaba calmarme.
La confusión se mezclaba con el miedo.
¿Por qué estaba él aquí?
¿Todo el tiempo estuvo aquí afuera?
¿Por qué no lo había visto?
Mi mente giraba en torno a mil preguntas mientras trataba de procesar lo que estaba sucediendo. Desde el rincón oscuro del pasillo, podía sentir la presencia de alguien ahí y el crujir del suelo cuando alguien se movía.
Era Lombardi.
Dante me observó con atención, como si pudiera leer mis pensamientos. Su expresión era seria, pero había un destello de preocupación en sus ojos. Era como si supiera lo que había presenciado y quería protegerme de algo más grande.
Su mano que antes permanecía sujetando mis hombros ahora estaba en mi cintura mientras me guiaba hacia un rincón alejado del despacho. El pasillo era frío y oscuro, pero sentí su presencia como un escudo a mi alrededor. Se escuchó cuando la puerta del despacho se cerró nuevamente y Dante se fijó que no hubiese nadie.
Lo guíe con cautela hasta la biblioteca donde podríamos comunicarnos con más seguridad. Su enorme mano sostenía la mía fuertemente hasta cruzar la puerta.
Una vez a salvo detrás de una puerta cerrada, finalmente pudo soltarme—: ¿Dónde estabas? —preguntó, en un tono preocupado, cerciorándose de que no estuviera herida—. Te he buscado por días.
La preocupación que vi en sus ojos me conmovió profundamente. Era la primera vez que sentía que realmente se importaba por mí, y eso me dio un pequeño rayo de esperanza en medio de la confusión y el miedo que me envolvían. Mi corazón latía con fuerza mientras, con voz temblorosa, le pedía ayuda.
—Por favor, tío, sácame de aquí. —imploré, mediante mis señas—. No sé por qué me han traído a esta mansión ni por qué ese hombre me tiene aquí. Solo quiero irme.
Dante pareció debatirse internamente, sus ojos reflejaban un torbellino de emociones. Podía ver que estaba evaluando la situación, considerando sus opciones.
En ese momento, su expresión se tornó seria y decidida—: Te sacaré de aquí. —dijo finalmente, aunque su tono era cauteloso—. Pero debes tener paciencia. Tienen una seguridad que no puede evitarse fácilmente.
Su respuesta me llenó de alivio y a la vez de ansiedad. Sentía que había una luz al final del túnel, pero también comprendía que el camino no sería fácil. La idea de ser rescatada por él era reconfortante, pero el temor a lo desconocido seguía presente en mi mente.
La conversación fue interrumpida bruscamente por la voz de la mucama que provenía del pasillo, y sentí cómo la tensión se apoderaba del aire. Dante, con rapidez, se deslizó detrás de los estantes de la biblioteca, dejando solo un rastro de su presencia. Yo, en un intento por parecer despreocupada, agarré un libro al azar y lo sostuve frente a mí, como si realmente estuviera interesada en leerlo.
La mucama abrió la puerta con una sonrisa, trayendo en sus manos un tazón de frutas bañadas en chocolate derretido. Mi estómago rugió ante la vista de esos deliciosos bocados, y no pude evitar sonreír al ver el esfuerzo que había hecho por mí.
—Gracias. —asentí, sinceramente, sintiendo una calidez en mi corazón.
—Aquí tiene la libreta, por favor, úsela de ahora en adelante para seguir comunicándose conmigo. Temo decir que no entiendo mucho el lenguaje señas. —dijo, en un tono avergonzado.
Asentí y escribí en la libreta—: Quiero volver a la habitación.
La mucama frunció el ceño y me miró confundida—: ¿Su habitación? ¿No dijo que quería seguir aquí afuera?
—No. —negué rápidamente.
La mucama aceptó mi propuesta y comenzamos a caminar hacia las escaleras. Mientras subíamos, sentí que el ambiente se volvía más ligero. Cada paso me alejaba un poco más del miedo y la incertidumbre que había estado sintiendo.