Soy Graciela, una mujer casada y con un matrimonio perfecto a los ojos de la sociedad, un hombre profesional, trabajador y de buenos principios.
Todas las chicas me envidian, deseando tener todo lo que tengo y yo deseando lo de ellas, lo que Pepe muestra fuera de casa, no es lo mismo que vivimos en el interior de nuestras paredes grandes y blancas, a veces siento que vivo en un manicomio.
Todo mi mundo se volverá de cabeza tras conocer al socio de mi esposo, tan diferente a lo que conozco de un hombre, Simon, así se llama el hombre que ha robado mi paz mental.
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Vestigios de un amor fracturado
Al desnudo.
Pepe permanecía en su oficina, con el móvil en mano y la mirada clavada en la pantalla. Las fotos que su madre le había enviado de Graciela llegaban una tras otra, retratándola con cada vestido que la diseñadora había preparado para ella. No podía dejar de admirar la forma en que Graciela se veía en cada toma: su sonrisa delicada, su elegancia natural, la dulzura de sus gestos. Sin embargo, intentaba no responder a su madre, evitaba los mensajes de voz y no abría sus llamadas.
Su mente estaba consumida por un único deseo: regresar a casa, abrazar el cuerpo cálido de Graciela, sentir el perfume que quedaba en su cuello tras salir de la ducha, escuchar su risa sin que nadie la interrumpiera.
Tan ensimismado estaba que olvidó por completo la promesa que le había hecho a Abril. Aún no había movido ni un dedo para conseguirle un departamento, y ni siquiera se había dignado a preguntarle cómo se encontraba después de la bofetada que Marilú le había propinado. Pepe no tenía espacio para pensar en otra mujer que no fuera Graciela. Así que apagó la computadora antes de lo previsto, recogió su maletín y salió de la empresa, decidido a llegar a casa y recuperar la paz que sólo encontraba con ella.
Pero la escena cambió apenas cruzó la puerta del hogar.
Catalina estaba de pie, esperándolo, su silueta bloqueando el paso como una muralla de reproche. El ambiente se tensó de inmediato.
—¿Por qué no me contestaste las llamadas, hijo? —espetó Catalina, con la voz teñida de resentimiento—. ¿Acaso ya no soy importante para ti?—
Pepe la miró de arriba abajo, intentando mantener la compostura. No quería comenzar una discusión, mucho menos en el umbral de su propia casa.
—Te veo bien, madre —dijo con tono seco, esquivando el tema, sus ojos se movieron con ansiedad hacia las escaleras, hacia la habitación donde estaba Graciela.
Catalina notó su mirada y frunció los labios con amargura.
—No estoy bien —reclamó—. Esa mujer me trató mal, me humilló delante de todos. ¿Y tú? ¿Tú te escondes como un cobarde en tu trabajo para no enfrentar la verdad?—
Pepe negó varias veces con la cabeza, sin querer dar pie a más drama.
—No debes tomarte las cosas tan a pecho, madre. Las cosas se salieron de control. Lo importante es que tú estás bien—
Hizo un gesto para rodearla, deseando subir cuanto antes. Pero justo en ese instante, la voz de Graciela descendió desde lo alto de la escalera.
—Pepe, has llegado —dijo con una sonrisa tan pura que pareció iluminar toda la sala.
Pepe alzó la vista y su rostro se suavizó de inmediato. La mirada que le dirigió a Graciela fue una mezcla de anhelo, amor y alivio. Catalina lo notó, y la envidia comenzó a crecerle por dentro como una planta venenosa.
—Dile a mi hijo lo que me hiciste —exclamó Catalina con voz acusadora, sin siquiera mirarla.
Graciela descendió un escalón con elegancia, sin miedo, y le respondió con firmeza:
—No te he hecho nada, Señora Catalina—
—¿Ah no? —dijo Catalina sacando su móvil—. Entonces escuchemos esto.
Reprodujo un audio donde se escuchaba la voz de Lourdes, altiva y cruel, humillando a Catalina. Y, peor aún, el silencio sepulcral de Graciela en el fondo. No hubo una sola palabra que la defendiera. No hubo una interrupción. Solo la risa lejana de ella, fue algo suave que quedó grabado.
El rostro de Pepe cambió. De la ilusión pasó a la confusión. De la ternura al enojo.
—Graciela… ¿qué hiciste? —preguntó con voz helada.
Graciela retrocedió un paso, tropezando con el borde del escalón. Su rostro, hasta entonces tranquilo, se tornó pálido.
—Yo no… yo no hice nada —balbuceó—. No fui yo quien la insultó—
—¡Pero no me defendiste! —gritó Catalina desde abajo—. ¡Ni una palabra! Te burlaste con ella ¡Y yo, tu suegra!—
—¡Vamos, muévanse todos! —gritó Pepe de repente, con una furia contenida—. ¡Los quiero en la habitación de Graciela ya mismo!—
—¿Qué piensas hacer? —dijo ella, nerviosa, aferrándose al pasamanos de la escalera.
—¡Quítate de mi vista!—
Pepe subió con pasos pesados, seguido por tres empleados que no sabían bien qué esperar. Graciela corrió tras él, su corazón golpeando contra sus costillas como un tambor de guerra.
Apenas entraron a la habitación, Pepe dio la orden sin miramientos:
—Saquen toda la ropa del armario. ¡No quiero que quede nada!—
Graciela se interpuso entre ellos y sus cosas, con las manos alzadas como si quisiera detener un huracán.
—¿Qué haces, Pepe? ¡Es mi ropa! ¿Piensas que andaré desnuda por la casa?—
Pepe la miró con frialdad.
—Solo dejarán la ropa de dormir—
—Esto es una locura… —susurró ella, paralizada.
Los empleados, incómodos, comenzaron a cumplir la orden. Uno a uno, los vestidos fueron descolgados. Las blusas, dobladas a la fuerza. Los pantalones, faldas, cinturones, incluso la lencería. Todo desapareció del armario en cuestión de minutos. Graciela permanecía en el centro de la habitación, como una estatua rota. No gritó, no lloró. Apenas si respiraba.
La habitación, que antes era un refugio, se convirtió en un espacio despojado de identidad. Los cajones quedaron vacíos. Las perchas, solitarias. El espejo reflejaba un cuarto hueco.
Graciela se acercó a la ventana y observó en silencio cómo sus prendas eran metidas en bolsas negras y arrojadas sin piedad al contenedor de basura frente a la casa. Su vida, su personalidad, sus gustos… todo lo que la representaba se marchaba en un camión que ni siquiera se detenía a mirar atrás.
Pepe no dijo nada más. Bajó las escaleras, ignorando a su madre, ignorando a su esposa, y salió por la puerta principal como un desconocido. Subió al coche y se marchó, dejando tras de sí un silencio tan denso que dolía en el aire.
Graciela cerró la puerta con seguro. Ya no quería más altercados. Ya era suficiente por hoy.
Se sentó en la orilla de la cama, con las manos temblorosas apoyadas sobre las rodillas. Respiró hondo, tratando de no llorar, de no quebrarse. Era difícil, pero debía resistir.
Pasaron las horas, y nadie subió a buscarla. Catalina se marchó con gesto triunfal, creyéndose ganadora de una batalla mezquina. La noche llegó con lentitud, y Graciela encendió una pequeña lámpara para no sentirse sola entre tanta oscuridad.
Entonces, se levantó. Caminó descalza hacia el espejo, observando su reflejo. El camisón de seda que llevaba era lo único que le había quedado. Sonrió con tristeza. La ropa podía irse, pero ella seguía siendo ella.
Esa noche, no lloró. Decidió no darle a nadie el gusto de verla rota. Se recostó sobre la cama con la espalda recta, los ojos abiertos hacia el techo, y el alma hecha un nudo.
Mientras tanto, en el asiento del conductor, Pepe apretaba el volante con fuerza. No podía quitarse la imagen del video de su cabeza. La voz de Lourdes, el silencio de Graciela, la humillación de su madre… Todo se mezclaba, lo golpeaba desde dentro.
Pero también lo golpeaba el recuerdo de Graciela bajando las escaleras, con una sonrisa que parecía estar hecha solo para él. Recordaba cómo lo abrazaba por la espalda cuando se afeitaba, cómo lo miraba con ternura mientras él le leía algún informe aburrido del trabajo, cómo lo escuchaba sin juzgarlo cuando hablaba de su infancia.
Y entonces la duda le cayó encima como un ladrillo.
¿Realmente había hecho lo correcto?
¿Había escuchado la historia completa? ¿O simplemente reaccionó, dejándose manipular por la herida de una madre demasiado orgullosa?
Pepe no lo sabía. Pero mientras su coche avanzaba por las calles vacías, algo en su interior comenzaba a dolerle más que la traición: el miedo de haber perdido a Graciela por un impulso.
Y ella, en la habitación vacía, también lo sentía.
Un presentimiento.
Pepe ahora se siente en las nubes con tanto halago que lo compara con el comportamiento de su madre y Graciela.