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Antes De Saber Lo Que Es El Amor.

Antes De Saber Lo Que Es El Amor.

Status: En proceso
Genre:Romance / CEO / Matrimonio contratado / Amor de la infancia / Equilibrio De Poder
Popularitas:4k
Nilai: 5
nombre de autor: Mel G.

Cuando el hermano mayor de Reachel, Elliot, desaparece en un trágico accidente, ella deberá tomar la presidencia de la empresa familiar, pero esta viene con una condición, casarse. El mejor amigo de su hermano, Santos, le ofrece casarse con ella para ayudarla, pero hay un problema, ella lo ha amado desde niña.

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DETENIDA.

...Reachel:...

La comida transcurrió entre risas y bromas. Elliot explicaba donde estuvo y lo feliz que estaba de enterarse que iba a ser padre. Me sentía ligera, casi feliz, como si por fin estuviéramos respirando un poco de calma después de semanas difíciles. Cuando terminamos de comer, todos seguimos charlando en el comedor. No recuerdo ni de qué hablábamos. Solo sé que en ese instante, todo parecía normal.

Hasta que sonó el timbre.

Flor fue a abrir. Al volver, traía la cara desencajada.

—Señor… la policía está aquí —dijo, casi en un susurro.

Mi estómago dio un vuelco.

—¿La policía? —Elliot se puso de pie de inmediato.

—Dicen que vienen a arrestar a la señorita Reachel —añadió ella, ahora visiblemente nerviosa.

—¿A mí? ¿Por qué? —pregunté, sintiendo cómo la sangre se me helaba. Me levanté, tambaleándome un poco. Elena se puso de pie al mismo tiempo que yo, igual de atónita.

Todos en la mesa nos miramos sin entender nada.

Los oficiales entraron al comedor con paso firme. Detrás de ellos, algunos de nuestros guardias los seguían, incómodos. Yo apenas podía respirar.

—Buenas tardes —saludaron.

—Buenas tardes, oficiales —respondió Elliot, estrechándoles la mano—. ¿En qué podemos ayudarles?

—Traemos una orden de arresto para la señora Reachel Bianco. Llévensela —ordenó uno de ellos con voz dura, señalando con la cabeza a sus compañeros.

Se me cayó el alma al suelo. Literalmente.

—¿Qué? No… no puede ser… —murmuré, sintiendo cómo mi pecho se apretaba. Un escalofrío me recorrió la columna.

—Elliot, no —intervino Elena, alarmada.

—Un momento. ¿De qué se le acusa? —exigió Santos, mi esposo, poniéndose de pie con el rostro endurecido.

—Del asesinato de la señorita Ceren Ferrer.

Una oleada de exclamaciones, negaciones y jadeos estalló en la sala. Yo me quedé paralizada. No entendía nada. Mis oídos empezaban a zumbar.

Los oficiales se acercaron con las esposas, pero Santos se interpuso entre ellos y yo, como una pared de acero.

—Si quieren que ella salga de aquí, lo hará sin esas cosas —gruñó. Su voz no era la suya. Era más grave, más oscura. Nunca lo había escuchado así.

—Está usted obstruyendo la justicia, señor Bianco —dijo uno de los oficiales con tono serio.

—Señor —intervino uno de los de seguridad—, el oficial Martínez trae una orden firmada por un juez. No pudimos negarle la entrada.

—Me importa una mierda si trae al mismo presidente. A mi mujer no le van a poner esas esposas —advirtió Santos, sin apartarse ni un centímetro. Su presencia era intimidante—. Ella irá por su voluntad. Estoy seguro de que esto es un malentendido.

—¿Y su nieve de qué la quiere, señor Bianco? Tengo de limón o de fresa —respondió el oficial con sarcasmo, harto.

—El que no sabe dónde está parado es usted —le contestó Santos con una mirada que podía partirle el cráneo—. Quiero ver quién de ustedes se atreve a ponerle esas cosas a mi esposa. Hagan el intento… y les juro que no salen de aquí con ella.

Los guardias de seguridad se colocaron a su lado. Listos. Firmes. Como si hubieran estado esperando esta orden toda la noche.

El oficial dudó. Los observó a todos. Y entendió que aquí no iba a ganar con fuerza.

Me miró con disgusto.

—Señorita Reachel —dijo.

—Señora —lo corrigió Santos, sin miramientos.

El oficial apretó los dientes.

—Señora Reachel… ¿sería tan amable de acompañarnos?

Santos se giró hacia mí. Pude ver la furia contenida en sus ojos, pero también el miedo. Lo vi en sus pupilas, aunque su cuerpo se mantuviera como una muralla.

Mi corazón latía tan rápido que me dolía el pecho. Sentía la garganta cerrada, las piernas débiles, la vista borrosa por la presión.

—Está bien… —logré decir, aunque mi voz salió baja, rota—. Seguramente es un malentendido. Lo vamos a solucionar. ¿Sí?

Santos me acarició la mejilla. Su mano era cálida, firme. Me besó con la misma fuerza con la que me protegía. Y detrás de sus labios sentí su promesa: no me iba a dejar sola.

Me giré hacia los oficiales. Empecé a caminar. Cada paso era un peso en mi pecho. Pero él iba detrás de mí… como mi muralla protectora de carne y hueso.

Y en ese instante, supe que aunque no entendía por qué me estaban acusando…

ya no estaba sola.

...****************...

No recuerdo mucho del camino. El auto avanzaba lento, como si arrastrara mi vida tras de sí. Afuera, las luces de la ciudad pasaban como sombras deformes. Dentro, el silencio pesaba más que el miedo.

Santos iba conmigo. No decía una sola palabra, pero su rabia era palpable. Tenía los puños cerrados, la mandíbula tensa, y los ojos clavados al frente como si con solo mirar pudiera derribar todo el sistema. Yo solo quería que me tomara la mano. Pero sabía que si lo hacía, él perdería el control.

Cuando llegamos a la estación, el aire cambió. O tal vez fui yo la que cambió al bajarme del coche. Era como si algo dentro de mí se cerrara, se endureciera. Iba caminando, pero no sentía los pies.

Santos estaba pegado a mí. No como una sombra. Como un muro. Un lobo enjaulado. Nadie se atrevía a tocarme.

Nos hicieron pasar por un pasillo largo, mal iluminado. Olía a metal, a desinfectante… y a culpa ajena. Pasamos frente a celdas, a hombres gritando y teléfonos sonando, pero todo sonaba lejano. Solo pensaba en mi familia. En lo que estarían sintiendo. En si esto estaba siendo real.

—Por aquí —ordenó un agente.

Santos quiso entrar conmigo, pero lo detuvieron.

—Lo siento, señor Bianco. No puede estar presente durante el interrogatorio.

Él dio un paso hacia adelante.

—Me quedaré aquí fuera. No la pierdan de vista.

Le rocé los dedos al pasar. No quería que me viera asustada, pero no podía evitarlo. Su mirada me sostuvo, y ese solo contacto me ayudó a no derrumbarme. Prometí que no diría nada. No sin abogado. Y eso iba a cumplirlo.

Me sentaron en una habitación gris, sin ventanas, con una lámpara colgando y una cámara en la esquina. Frente a mí, una mesa metálica y una carpeta cerrada. Como si mi vida estuviera ahí dentro, esperando ser diseccionada.

Entró el oficial. No me ofreció su nombre ni su respeto. Solo me miró como si ya me hubiera condenado.

—Señora Bianco… ¿quiere agua?

—No.

—¿Segura de que no quiere declarar? Puede que no tenga esta oportunidad después.

—No diré una palabra sin mi abogado.

Chasqueó la lengua, molesto. Se dejó caer en la silla frente a mí y abrió la carpeta como si estuviera mostrando cartas marcadas en un juego donde yo ya estaba perdida.

—Esta mañana, poco antes de las ocho, encontramos el cuerpo de Ceren Ferrer en una bodega abandonada del callejón Ruiz Ortega. ¿Le suena el lugar?

Mi corazón se hundió. Apenas si logré tragar saliva. Ese nombre… esa dirección…

—Estaba muerta. Estrangulada. Sin testigos, pero no sin rastro. Y esto es lo que la complica, señora Bianco…

Me sostuvo la mirada, buscando romperme.

—En el suelo, cerca del cuerpo, había un nombre escrito con sangre. Incompleto. “Rea—”. Deducimos que intentaba escribir el suyo. Reachel. ¿Tiene idea de por qué la víctima intentaría dejar su nombre antes de morir?

No respondí. Tenía miedo incluso de respirar.

—También se hallaron varios cabellos largos, rubios, compatibles con los suyos. Están siendo analizados. Y además… —sacó una bolsa plástica con algo brillante dentro— esto.

Mi pulsera.

Ahogué un suspiro. Sentí que el estómago se me retorcía.

Era la pulsera que Santos me regaló hace unos meses. Justo después de haber recibido aquel disparo. Era dorada con pequeñas piedras blancas. No era solo una joya: era parte de mí. No me la quitaba nunca. Nunca. Me recordaba todo lo que me cuido cuando estuve casi convaleciente. Ni siquiera note que ya no la tenia puesta con todo lo que pasó ayer y hoy.

Y ahora… la tenían ellos. En una bolsa de evidencia. Como si fuera prueba de que yo era capaz de matar.

—¿La reconoce?

Clavé los ojos en él, luchando contra las lágrimas. No por miedo, sino por la rabia y la impotencia que empezaban a escalar dentro de mí.

—Llamen a mi abogado.

El oficial suspiró, como si no esperara menos, pero deseaba más.

—Muy bien. Pero le aseguro algo, señora Bianco… esto apenas comienza. Y las piezas la están rodeando muy rápido.

Lo miré sin bajar la vista.

—Entonces júntenlas todas —le dije—. Pero no olviden algo: las piezas no significan nada si no encajan.

Y yo no maté a nadie.

...****************...

...Santos:...

Desde que entramos al Ministerio Público, sentí que todo mi cuerpo se volvía plomo. A Reachel se la llevaron apenas cruzamos la puerta. Iba erguida, queriendo parecer serena, como si pudiera engañar a todos. Pero a mí no. Yo vi el miedo en sus ojos. Ese que apenas podía contener.

Quiso mostrar fuerza. Pero su mano temblaba. Y cuando se soltó de la mía para seguir al oficial, algo dentro de mí se rompió.

Ella tenía miedo.

Y yo me quedé afuera, viendo cómo desaparecía en ese maldito pasillo sin poder hacer nada.

Yo solo pude esperar. Con los puños cerrados. Sintiendo el reloj avanzar a golpes. El abogado llegó e imediatamente solicitó que lo dejaran pasar con Recahel. Yo lo había llamado durante el camino.

Después de unos minutos vi entrar a Elliot con su madre, Aurora. Llegaban agitados, con el rostro lleno de preguntas que yo no podía contestar.

—¿Qué pasó? ¿Y Reachel? —preguntó Elliot, apenas se acercó.

—Está adentro. Ya entró a declarar. El abogado llegó hace unos minutos y la está acompañando —dije, tratando de sonar tranquilo. Pero mi voz salía tan tensa como el nudo que tenía en el pecho.

—No entiendo cómo pueden pensar que ella haría algo así —dijo Aurora, llevándose una mano al corazón—. ¡Ceren ha sido su amiga desde la infancia!

—Hubo una serie de acontecimientos por los que ellas se distanciaron. —Dijé

—¿Qué? ¿Cuales? — Preguntó Aurora.

—Son eventos vergonzosos que prefiero no mencionar. Lo importante es que Reachel salga de aquí.

Fue entonces cuando vi una figura que me revolvió el estómago.

Franco.

El muy desgraciado caminaba por el pasillo como si nada. Como si no hubiera dolor aquí. Como si él no supiera lo que estaba pasando.

Me lancé hacia él sin pensarlo.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Me llamaron a declarar —respondió, encogiéndose de hombros. Sonriendo como si esto fuera un maldito juego.

—Maldito infeliz… —lo tomé por la camisa y lo empujé contra la pared—. Esto tiene que ver contigo, ¿no es así?

Franco no se inmutó. Me miró directo a los ojos… y se rió.

—Yo no tengo nada que ver —dijo, con esa voz sucia que nunca me ha convencido.

—¡Santos, suéltalo! —Elliot se interpuso entre nosotros—. No olvides que estamos en el ministerio público y no dudarán en detenerte.

— Espero que no le pase nada a tu hermana, por que sera el último día que respires.

— Mejor hazle caso a tu amo, no vaya ser que se te pierda otra vez. — Se burló.

Solté a Franco de mala gana, sin apartarme ni un centímetro.

Franco se acomodó el cuello de la camisa y me lanzó una última sonrisa.

—Franco —lo llamó Elliot antes de que desapareciera del todo—. Disfruta tu libertad… porque te queda poco.

Entonces, por fin, apareció el abogado. Salía de una de las oficinas, con cara de pocos amigos.

—¿Qué pasó? — Me acerqué de inmediato.

—Apenas se abrió la investigación, pero… la señora Reachel tendrá que pasar la noche aquí.

Sentí un puñal en el estómago. Me costó mantenerme de pie.

—¿Qué? ¡No! Ella no va a pasar ni un solo día aquí. No lo voy a permitir —espeté, sintiendo la rabia arderme bajo la piel.

—Señor Santos, no hay nada que podamos hacer por el día de hoy. Voy tramitar un amparo para que la señorita Reachel pueda llevar el proceso en casa y mañana a primera hora ya se encuentre fuera de aquí.

Me pasé las manos por la cabeza, luchando por no gritar.

—Quiero verla.

—Yo también —agregó Aurora, con los ojos llenos de lágrimas.

— Esta bien les conseguiré el permiso para que puedan verla.

Asentí. No podía quedarme quieto. Caminaba de un lado a otro como un león enjaulado.

Elliot me tomó por el hombro.

—Tienes que calmarte.

Lo miré directamente a los ojos.

—¿Cómo quieres que me calme, Elliot? Tu hermana está ahí adentro. — Asustada. Injustamente detenida. ¿Cómo voy a quedarme tranquilo?

—Si, pero ella tiene que verte tranquilo y debes pensar con la cabeza fría para buscar las pruebas de su inocencia.

Respiré hondo. Muy hondo.

Tenía razón.

Si me desmoronaba yo, ¿quién la iba a sostener a ella?

Asentí con la mandíbula apretada.

Estaba decidido. En cuanto me dejaran entrar, la iba a mirar a los ojos y recordarle quiénes éramos. Que no estaba sola. Que no iba a estarlo nunca.

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Noemi Rios
me falta el el final
Mel G.: Hola buen día querida lectora, así es, aún esta en emisión, si gustas puedes leer ¿Tu eres mi esposa? Que es una novela antes de esta.
total 1 replies
Yolanda Fuentes
me encanta seguir con la historia de Rachel y santos 👏🏻👏🏻
Rossana Centeno
excelente
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