Emiliano y Augusto Jr. Casasola han sido forjados bajo el peso de un apellido poderoso, guiados por la disciplina, la lealtad y la ambición. Dueños de un imperio empresarial, se mueven con seguridad en el mundo de los negocios, pero en su vida personal todo es superficial: fiestas, romances fugaces y corazones blindados. Tras la muerte de su abuelo, los hermanos toman las riendas del legado familiar, sin imaginar que una advertencia de su padre lo cambiará todo: ha llegado el momento de encontrar algo real. La llegada de dos mujeres inesperadas pondrá a prueba sus creencias, sus emociones y la fuerza de su vínculo fraternal. En un mundo donde el poder lo es todo, descubrirán que el verdadero desafío no está en los negocios, sino en abrir el corazón. Los hermanos Casasola es una historia de amor, familia y redención, donde aprenderán que el corazón no se negocia... se ama.
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El corazón... no se negocia
El almuerzo siguió con murmullos raros, brindis que parecían tanto felicitaciones como avisos, y miradas que lo preguntaban todo sin decir nada. Martín se había callado de golpe, y Dalia, aunque por fuera parecía tranquila, tenía los dedos apretados con fuerza.
Justo en ese momento, un empleado les dijo que el abogado y su ayudante habían llegado.
Martín los hizo pasar a su oficina, y todos lo siguieron. El abogado abrió su maletín y sacó un sobre color crema, sellado con un lacre rojo con las letras A.C.
—Señor Martín —dijo el abogado, abriendo el sobre—, aquí están las instrucciones del testamento de don Augusto. Se deben leer con Emiliano y Augusto presentes... y con toda la familia.
Martín tomó el sobre en silencio, con una presión en el pecho. Reconocía ese lacre. Era el sello que su padre usaba solo para cosas muy importantes. Lo sostuvo un rato, como si pesara mucho, y luego lo puso en la mesa.
—¿Y eso? —preguntó Emiliano, frunciendo el ceño.
—Una carta —respondió Martín con voz seria—. De su abuelo. Son cláusulas que no se sabían hasta ahora.
Augusto intentó tomar la carta, pero Martín lo detuvo. Rompió el lacre con cuidado, abrió la carta y empezó a leer en voz alta:
“A mis nietos Emiliano y Augusto Casasola:
Si están leyendo esto, es porque ya llegó el momento. He visto sus éxitos y sus errores. Sé que son valientes y decididos, pero también orgullosos e impulsivos. Sé que pueden manejar el legado Casasola, pero eso no es suficiente.
El poder sin cariño no sirve. Apellido sin respeto no vale nada.
Por eso, esta es la última condición, la más importante. Tienen un año para encontrar al amor de su vida. Enamorarse de verdad y casarse. No por interés, ni por estrategia, ni para aparentar.
La mujer que elijan no puede trabajar para nosotros ni tener negocios con la familia. Debe ser alguien digna, con carácter, que lleve el apellido Casasola con orgullo.
Tendrán que ganarse su corazón, porque el amor de verdad... no se compra.
Si no lo hacen, el testamento se cancela y todo lo que tienen pasará a la Fundación Casasola, para ayudar a otros. No hay reclamos. No hay excepciones.
Confío en que elegirán bien. Y, sobre todo, que amen de verdad.
Con cariño,
Augusto Casasola.”
Nadie dijo nada. La carta quedó en la mesa como una bomba, y las caras de Emiliano y Augusto cambiaron al instante. Se miraron como si su abuelo los hubiera atrapado en una trampa.
—¿Es una broma? —murmuró Emiliano, pasándose la mano por la cara.
—Augusto Casasola nunca bromeaba con sus negocios —dijo Analía con calma—. Ni con su familia.
—¿Enamorarnos? ¿Casarnos? ¿En un año? —Augusto se rio sin ganas—. ¿Y si no? ¿Nos quita todo?
—Lo dijo claro —dijo Martín, todavía asimilando la noticia.
—La condición es seria —confirmó el abogado—. Su abuelo lo tenia claro, por eso lo decidió, pero estaba sellada. Los dejo que tengo cosas que hacer —se despidió el licenciado tomando su maletín y junto a su asistente salieron dejando a la familia en completo silencio..
Mariana, fascinada, abrió los ojos. —¿Y si ya tienen novia? —preguntó, rompiendo el silencio.
—No se trata de tener novia —respondió Analía, mirando a sus hijos—. Se trata de encontrar a la mujer correcta. Alguien que ame de verdad, que no quiera solo el dinero y que esté dispuesta a estar con ustedes sin saber qué significa llevar el apellido Casasola. Porque no es fácil. Y ustedes tampoco.
Emiliano se echó para atrás en la silla, mirando al techo como buscando respuestas. Augusto, en cambio, ya pensaba en voz alta.
—Pues habrá que buscar. Con un plan. No puede ser tan difícil...
—Ah, no —dijo Analía, cruzando los brazos con una sonrisa—. Si creen que esto se soluciona con un plan, ya empezaron mal. Las mujeres que valen la pena no se conquistan así.
Martín asintió, de acuerdo.
—Van a tener que ganarse algo que no pueden comprar: confianza, respeto, amor. Si no lo hacen, se acaba todo. No solo la herencia... también el apellido.
Emiliano suspiró, frotándose la frente.
—Un año... Esto va a ser interesante.
—Va a ser lo más difícil que hagan en su vida —dijo Martín con seriedad—. Porque esta vez no podrán usar su apellido. Tendrán que ganarse el corazón de una mujer... con el suyo.
La mesa quedó en silencio.
Pero Augusto Casasola, en su retrato, parecía sonreír. Él sabía que lo importante no era el poder, sino el amor. Y ahora, sus nietos tendrían que aprenderlo a la fuerza.
Dalia se levantó. El sonido de sus pulseras llamó la atención, pero fue su mirada, una mezcla de cariño, orgullo y fuerza, la que hizo que Emiliano y Augusto se enderezaran. A pesar del silencio, su voz llenó la oficina con calma.
—Yo no los crié con miedo —empezó, mirando a todos—. Tampoco para que se escondieran detrás de un apellido. Los crié para que fueran independientes, para que pensaran por sí mismos y supieran que lo que tienen no es un regalo, sino el resultado de esfuerzo y lealtad.
Miró primero a Emiliano, que apretaba los labios, y luego a Augusto, que bajó la vista.
—Ustedes saben lo que es luchar. Lo hacen desde jóvenes. No nacieron sabiendo todo, pero tampoco son tontos que se dejan engañar por cualquiera. Tienen el ejemplo de su padre, de mí. Del cariño que nos tenemos, incluso en los momentos difíciles.
Hizo una pausa.
—Tienen el ejemplo de sus abuelos, que no eran perfectos, pero se amaban con locura. De su hermana Mariana y Emilio, que construyen su relación con sinceridad.
Dalia caminó alrededor de sus hijos, con la tranquilidad de quien conoce su apellido y lo lleva con orgullo.
—Ahora les toca a ustedes. No es una prueba para quitarles lo que tienen, sino para que demuestren de qué son capaces. Para que demuestren que los Casasola no solo tienen poder... también tienen corazón. Y que cuando amamos, lo hacemos de verdad.
Augusto tragó saliva y miró a su madre.
—¿Y si no encontramos a nadie, mamá? ¿Y si... no nos enamoramos?
Dalia sonrió con cariño, pero su mirada se endureció.
—Entonces quizá no merecían ese legado. Porque lo importante no es tener, sino saber dar. Y el amor, cuando es real, no se busca... se encuentra. A veces, donde menos lo esperas.
Emiliano, que casi nunca se mostraba débil, entrelazó los dedos.
—¿Y si sí encontramos a alguien... pero no es lo que él esperaba? ¿Y si nos equivocamos?
Martín habló, con voz baja pero firme.
—Equivocarse es normal. Lo que no pueden hacer es no intentarlo. Su abuelo no les pidió que encontraran a la mujer perfecta, sino a la adecuada para ustedes. Esa que los desafíe, que los haga mejores. La que elijan no por interés, sino porque su corazón se lo dice. Porque en el amor... no se negocia.
Analía asintió.
—Y si tienen dudas, hagan caso a su instinto. Y si se caen, levántense. No lo vean como una amenaza, sino como una oportunidad. Es la última gran enseñanza de su abuelo.
Mariana, que estaba callada, dijo:
—Una enseñanza que vale más que cualquier herencia...
Dalia volvió a su sitio y miró a sus hijos.
—Ustedes no son como los demás. Son Casasola. Son fuertes, pero también tienen un gran corazón. Y les guste o no... el amor será su mayor desafío.
Por un momento, nadie dijo nada.
Hasta que Augusto dijo, con una sonrisa y los ojos brillantes:
—Pues que empiece el juego... porque no pienso quedarme sin lo que me corresponde.
Emiliano lo miró de reojo, con una ceja levantada.
—Tú piensas en juego... yo pienso en guerra.
Martín negó con la cabeza, y Dalia le dijo algo a su esposo que lo hizo sonreír.
Analia también sonrió.
Sabía que ese año sería inolvidable.
,muchas gracias