dos vidas al borde del abismo, sus sentimientos y emociones se cruzan, sueños inalcanzables.
Sora un chico de 19 años que ha abandonado sus sueños y Mai una chica de 18 que no sabe como avanzar, a donde nos llevará su encuentro.
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capitulo 23: sin ti, Todo este tiempo
El pueblo, en la calma de la mañana, parecía un cuadro inacabado.
El cielo estaba cubierto de un gris suave, como si las nubes quisieran llorar pero aún no encontraran el coraje. En la distancia, la lluvia dibujaba hilos en el horizonte, acercándose lentamente, sin apuro.
Las calles aún no despertaban del todo. Las risas del festival de anoche ya eran ecos dormidos en las paredes, y el aire olía a tierra húmeda y a algo que se había roto… pero con delicadeza.
En lo alto de la colina, el hospital guardaba un silencio distinto.
Uno que no dolía, pero que pesaba.
En una pequeña habitación donde la luz apenas se atrevía a entrar, Mai dormía en una silla, abrazada a sí misma como si temiera que el más leve suspiro la rompiera. Su cabello estaba enredado, y sus ojos cerrados ocultaban todo lo que no había podido llorar.
No había podido irse.
No mientras Sora siguiera allí, acostado, frágil, con la piel pálida y los labios entreabiertos como si aún intentara decir algo.
No mientras el miedo siguiera sentado al borde de la cama.
Entonces, un roce.
Una mano cálida sobre su hombro.
Una voz que reconoció al instante, suave, maternal, trémula pero firme.
"Mai… mi amor, despertá".
Mai abrió los ojos de golpe. Tardó un instante en ubicarse. El cuarto. El silencio. Sora.
Y Eri, de pie a su lado, envuelta en una manta. Tenía los ojos cansados pero llenos de ternura.
"¿Qué hora es?", susurró Mai, apenas audible.
"Ya amaneció", Eri sonrió, "eres una buena chica… gracias por quedarte con él. Pero ahora te toca a vos cuidarte, ¿sí?".
Mai intentó protestar. Apretó los labios, conteniendo las palabras que querían salir.
Eri la miró con dulzura, con esa mirada que solo una madre puede tener.
"Yo me quedo", dijo, "Él está estable, los médicos lo dijeron.
Andá a casa. Comé algo. Date una ducha. Dormí un poco…
Después podés volver. Pero ahora, necesitás respirar, Mai. Por vos. Por él".
Mai bajó la cabeza. Sentía los ojos arder, pero no lloró. Solo asintió.
Se puso de pie despacio. Miró a Sora una última vez antes de irse.
Acercó sus labios a su frente y los dejó ahí unos segundos.
"Volveré…", susurró, "No te vayas sin mí".
Y entonces se fue.
Cruzó el pasillo largo y blanco, con pasos silenciosos.
Al salir, el aire frío de la mañana le acarició el rostro.
Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, lentas, tímidas.
Pero en ese instante, bajo ese cielo gris y el murmullo del mundo, Mai supo que no estaba sola.
Y que en algún rincón del corazón de Sora… ella todavía estaba allí, esperándola.
Al salir del hospital, Mai sintió el aire cambiar.
No era frío, pero llevaba consigo ese aliento antiguo que nace del mar cuando el cielo se apaga.
Una brisa salada le rozó la piel, trayendo consigo el olor a sal marina, a rocas mojadas y a recuerdos olvidados.
Las gaviotas, silenciosas y errantes, volaban en círculos sobre los tejados, buscando refugio entre las chimeneas del pueblo. Algunas desaparecían tras las nubes, otras bajaban hasta el puerto como si supieran que la tormenta se avecinaba.
Todo estaba callado.
Las calles de adoquines mojados apenas crujían bajo sus pasos.
Las casas dormían, envueltas en los restos de las luces del festival que aún parpadeaban sin fuerza, como luciérnagas heridas.
No había voces, ni risas, ni música.
Solo el sonido del viento y los propios pensamientos de Mai, que ahora pesaban más que el cuerpo.
Caminaba despacio, abrazándose a sí misma, con la chaqueta húmeda pegada al cuerpo.
No sabía si temblaba por frío o por lo que había vivido.
Las imágenes de la noche anterior volvían como relámpagos apagados:
la caída de Sora, los gritos, el rostro de su padre al volante, el hospital…
Y ahora, el silencio.
Pasó frente a la tienda de don Yamaguchi, donde las linternas de papel aún colgaban, desgastadas por el viento.
El campo de girasoles, al fondo, se mecía como un mar dorado dormido.
Y justo allí, se detuvo.
Mai alzó el rostro al cielo.
Una gota le cayó sobre la mejilla. Luego otra, y otra.
Pero no lloró.
Solo cerró los ojos y dejó que la lluvia hablara por ella.
"No te vayas", murmuró, sin saber si hablaba al viento, a Dios o a su propio corazón, "Por favor, Sora… esperá un poco más".
Y entonces siguió caminando.
El mundo parecía otro, más grande, más triste, pero también más lleno de algo que no sabía nombrar.
Esperanza, tal vez.
O amor.
O el eco de los días que no llegarían más.
El pueblo amanecía lento, como si todo se hubiese detenido por un instante.
Las casas de techos rojos seguían en pie, alineadas como siempre a lo largo de la colina. Los faroles del festival aún colgaban torcidos por el viento nocturno, algunos parpadeando, otros ya apagados. Una brisa suave barría las calles vacías, arrastrando pétalos secos de las flores que no supieron si era el tiempo de florecer o despedirse.
Mai entra a su casa, en la cual es recibida por Yui su madre, con los brazos abiertos y preocupada, ella y el señor Hiroshi se levantan del sofá exaltado, abrazan a Mai. "Estoy... estoy bien, iré a bañarme", dice Mai con Voz baja y afligida.
Sube las escaleras hacia su cuarto, sus padres la quedan viendo, no sabían que hacer, está vez se trataba de un amigo de alguien que a ella la hizo vivir nuevamente. Y lo último que escuchan es el sonido de la ducha abriéndose, y el agua caer.
Las nubes, de un gris profundo, se arremolinaban sobre el pueblo como gigantes dormidos.
Los techos comenzaron a susurrar con ese sonido tan familiar, el de la lluvia encontrando su lugar.
Era una melodía que envolvía cada rincón:
las hojas de los árboles, las telas colgadas en los balcones, el cartel oxidado de la panadería, las veredas donde las flores luchaban por no deshojarse.
Los colores del mundo se apagaron lentamente,
y todo se volvió más blando, más lento, más íntimo.
Los girasoles del campo inclinaron sus cabezas,
como si también ellos sintieran la tristeza del cielo.
Los charcos comenzaron a formarse, reflejando los faroles aún encendidos de la plaza,
las guirnaldas mojadas del festival, y los recuerdos que colgaban de ellas.
Las gotas repiqueteaban sobre los canalones,
resbalaban por las ventanas cerradas,
y por alguna rendija, se colaban hasta el alma.
En medio de todo, el pueblo respiraba en silencio,
como si supiera que esa lluvia no era solo agua:
era limpieza, despedida, espera…
y tal vez, una forma de decir “te estoy cuidando desde arriba”.
Un gato cruzó la calle en busca de cobijo,
y el viento arrastró el aroma de tierra mojada, de madera vieja y flor de azahar.
Y así, mientras el mundo parecía detenerse por un instante,
la lluvia siguió cayendo,
como una carta sin destinatario,
como un suspiro del corazón.
El golpeteo de la lluvia en la ventana marcaba el ritmo de un día que no acababa de comenzar.
Kaito estaba sentado en el borde de su cama, con una taza de té ya frío entre las manos. No la había probado. Solo observaba.
La ventana empañada distorsionaba la silueta del mundo.
Allá afuera, el pueblo parecía un recuerdo borroso.
Las gotas se deslizaban como pensamientos que no sabía cómo detener.
En su habitación apenas se oía más que el susurro de la lluvia.
El abrigo de Mai colgaba aún en la percha, el mismo que ella se dejó una tarde cualquiera, cuando todo parecía tan simple.
Y ahora…
Ahora Kaito sentía que si cerraba los ojos, el mundo se desharía como esas gotas sobre el vidrio.
“No puedo protegerlos a todos…”, pensó, con una punzada en el pecho.
El eco de la ambulancia aún resonaba en su memoria.
El cuerpo de Sora, sin fuerza.
El temblor en los dedos de Mai.
Y él, sin saber qué hacer.
Entonces, apretó la taza con fuerza.
Como si ese calor tibio fuera lo último que podía sostener.
La lluvia seguía cayendo, y Kaito solo murmuró, casi sin voz:
"Aguantá un poco más, Sora… Solo un poco más".
Cecili apoyó la frente contra el vidrio helado de su ventana.
La lluvia caía lenta, pesada, como si el cielo sintiera lo mismo que ella.
Desde su habitación en el segundo piso, el pueblo parecía dormido.
Las casas de techo bajo, la plaza lejana, los trigales desbordados de silencio.
Las guirnaldas del festival aún colgaban, empapadas, como si no quisieran dejar ir lo vivido.
Ella abrazaba una manta, pero no era por frío.
Era porque le dolía el pecho.
No como una enfermedad… sino como algo más hondo.
Como la tristeza de ver a alguien que amas caer y no poder hacer nada.
Cecili había pasado la noche sin dormir.
Pensando en Mai, en Sora, en los días donde reían sin miedo.
En las caminatas al atardecer, en los dibujos de Sora que parecían tener alma.
Y ahora, todo pendía de un hilo tan frágil como una gota de agua.
"¿Por qué siempre los buenos sufren así…?", susurró, sin esperar respuesta.
Entonces bajó la vista y notó algo curioso:
en el jardín de enfrente, una pequeña flor blanca se mantenía erguida bajo la lluvia, temblando, pero de pie.
Y en ese instante, Cecili cerró los ojos, dejando que una lágrima se mezclara con el sonido de la lluvia.
En el hospital La habitación estaba en calma, apenas mecida por la brisa que colaba entre las cortinas blancas. Sora permanecía dormido, su cuerpo agotado por la batalla invisible que libraba día a día. A su lado, Eri, vencida por el cansancio emocional, había apoyado la cabeza sobre su pecho, como si pudiera protegerlo con solo estar cerca. No hablaban, pero los latidos compartidos tejían un juramento silencioso: “Estoy contigo hasta el final.” Aquella escena, pura y contenida, era el retrato de un amor que no conoce el miedo, solo la esperanza que se aferra incluso cuando todo parece desvanecerse.
Eri se sentó en la butaca junto a la cama. Su cuerpo temblaba levemente, no de frío, sino de miedo. Frente a ella, Sora dormía, pálido, frágil, como una flor de invierno al borde de quebrarse.
Llevaba días allí, sin despertar.
Le tomó la mano. Sus dedos eran delgados, suaves, los mismos que de niño habían acariciado sus mejillas y manchado los muros con pinturas ingenuas.
"Aún te queda tanto por pintar", le susurró, apenas audible, como si temiera romper algo sagrado, "El mundo... el mundo todavía necesita tus colores, Sora. Y yo... yo también".
Sus labios temblaron. Le habló de sus recuerdos, de los días en que él corría bajo la lluvia, de las veces que le decía que iba a convertirse en viento para tocar los corazones de todos.
Y por un momento, entre susurros, sintió que su hijo le apretaba suavemente los dedos.
Una lágrima recorría la mejilla de Eri, mientras con sus manos acariciaban las de Sora, con delicadeza con firmeza y esperanza. "No estoy lista aun...", Eri solloza buscando ser fuerte," No estoy lista para despedirme de ti... Hijo".
Unos pasos se escuchan por la puerta de la habitación, la puerta se abre lentamente y de allí entra Yuka. "Oh mírate hija, ve a casa yo me quedo con él", Le dice Yuka preocupada, "Ya han pasado 2 días, él estará bien", agrega luego, mientras que acaricia con suavidad los hombros de Eri.
"No me puedo ir, no puedo dejarlo así... que tal si mientras... que tal si mientras me voy, algo le sucede, no me lo podría perdonar", Dice Eri con voz temblorosa, en la cual el miedo se notaba perfectamente.
Yuka deja salir un suspiro, no de cansancio, sino de preocupación, "sabes que incluso él, no se rendirá. Pero debemos aceptar que no hay más por hacer", dice Yuka, como siempre mostraba estar relajada y al pendiente.
"Mamá, ¿por qué dices eso?, pareciera que no te importa, que Sora no es nada para ti", dice en voz alta Eri.
Yuka se hacerca a Sora, acariciando su cabeza con dulzura y delicadeza. "No creas que no me importa... hija cuando llamaste aquel día, no podía creerlo", Yuka, comienza a llorar, sus lágrimas como cascada no paraban, eran lágrimas con cierta ternura, qué paralizaron a Eri.
"Tengo miedo yo también, por ti, por mi nieto. No dije nada todo este tiempo, pero él sabía perfectamente no lograría pasar el año. Pero ahora él te necesita a ti...", Yuka ve a la cara a Eri, se le acerca y apoya su mano en su mejilla.
"Él te necesita, ve a casa, dúchate y vuelve", le dice Yuka viéndola a los ojos".
Justo cuando Yuka logra convencer a Eri, la puerta del cuarto se abre despacio, una voz suave y cálida se escucha justo detrás, "Permiso", se trataba de Mai.
"Ah disculpen, Señora Eri, señora Yuka, venía a ver A Sora".
Eri hace que Mai pase a la habitación y le encarga el Cuidado de Sora, Yuka acompaña a Eri hasta el auto para ir a su casa, por lo que dejan a Mai junto con Sora.
"Hola Sora... sé que no me escuchas, pero no se a donde voy, y no se a donde vas. Pero por favor, por favor... quédate conmigo", Dice Mai entre lágrimas.
Mientras que las gotas que aún colgaban de los techos resbalaban lentamente, cayendo con un suave “ploc” sobre los adoquines mojados del pueblo. El aroma a tierra húmeda flotaba en el aire, mezclado con la fragancia fresca de las flores que adornaban las entradas de las casas de madera. El cielo se había abierto paso entre las nubes, dejando asomar un azul brillante que parecía recién lavado, y un arcoíris tenue se arqueaba sobre las montañas en la distancia, como un suspiro de la tormenta que acababa de marcharse.
El Sol se asomaba poco a poco, su brillo bañaba lentamente los tejados de las casas, y su luz como cascada del cielo hacía brillar las copas de los árboles, Cuando el viento entra por la ventana haciendo que las cortinas bailaran, dejando ver la silueta de Mai acercando su rostro al de Sora.
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Oscuridad.
Un vacío cálido.
Silencio.
De pronto, un leve parpadeo de luz rompe la penumbra. Como una luciérnaga en el fondo del alma, danzando suavemente.
"Sora", una voz lejana, como un eco sobre el agua.
Sus pies desnudos tocan el césped húmedo. Frente a él se extiende el campo de trigo dorado, mecido por el viento de la infancia. La risa de su madre suena clara a su espalda.
"Vamos, que el pan se enfría", dice Eri con una sonrisa suave, sentada bajo un arbol florecido, junto a la abuela Yuka que borda en silencio.
Gira el rostro. Un pincel en su mano. Está pintando.
Una escena: Mai de espaldas, sentada junto al arroyo. El cielo rosado. La misma imagen que una vez soñó.
Pero la escena cambia, como agua sobre cristal.
El pincel cae.
Ahora está en la plaza del pueblo. Kaito le ofrece una bebida mientras Cecili se queja porque Sato volvió a contar el mismo chiste de siempre. Emily los observa desde el banco de madera con una expresión tranquila, pero hay algo más en sus ojos. Algo que siempre estuvo ahí y que él apenas comprende ahora.
Mai aparece corriendo entre todos ellos.
Le toma la mano.
Y por un segundo… todo se detiene.
"¿Recuerdas esto?", pregunta ella, sin voz, pero él la entiende, "Dijiste que algún día ibas a pintar este momento".
Sora quiere responder, pero el viento sopla fuerte.
Todo comienza a desvanecerse como polvo de estrellas.
"No olvides… vivir".
Y entonces, luz.
Una luz intensa, envolvente. No duele. No quema.
Solo se siente como el calor de casa.
Y en medio de esa luz, una última imagen:
Mai, mirándolo, con lágrimas en los ojos… mientras que lo sostiene entre sus brazos.
"Sora".
El sonido de un monitor cardíaco se mezcla con los latidos de su propio corazón.
La escena se apaga.
quedándose con la imagen de Mai a la luz de sol, tan hermosa, tan divina, tan pura... Y es cuando Sora ve por primera vez, y esta vez Cual era su razón para vivir.