Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 21: DOBLE IMPACTO
...Daemon...
El jet privado aterrizó con un suave vaivén en la pista iluminada, rompiendo la densa oscuridad de la noche filipina. Catorce putas horas de vuelo desde Italia, con apenas unas pocas horas de sueño robadas al trayecto. Cada minuto, sin embargo, valía la pena. Mis ojos, a pesar del cansancio, escanearon el exterior con una agudeza infalible. El aire húmedo y pesado de la isla se coló en la cabina en cuanto la compuerta se abrió, trayendo consigo el inconfundible aroma a trópico: tierra mojada, vegetación exuberante y algo más... un hedor sutil a peligro.
Sentí el movimiento de mi escuadrón detrás de mí. Park se había quedado con Nabí, una decisión necesaria que, curiosamente, me mantenía en una calma inusual. Él sabía cómo manejar las cosas. Aquí, en cambio, traía a los mejores operativos disponibles. Jasper lideraba el grupo, una máquina de eficiencia silenciosa que se movía con la precisión de un depredador. Era mi segundo al mando, una sombra letal y leal, el único que se acercaba a la efectividad de Park en el campo. El resto, veteranos curtidos, armas bajo sus trajes y miradas alerta, listos para cualquier cosa.
Bajamos por la escalerilla. El ambiente en el aeropuerto privado era tenue, casi desierto. Justo como me gustaba. Menos testigos, menos ruido. Frente a nosotros, un hombre joven y de rostro afilado, uno de los contactos de confianza de Damián, nos esperaba junto a un par de vehículos blindados. Su figura se recortaba contra las luces distantes.
—Señor Lombardi —saludó, su voz enérgica, acercándose en cuanto pisé el asfalto. Me tendió una tablet.
La tomé. La pantalla mostraba datos sobre Volkov: sus últimos movimientos, sus posibles escondites. Todo lo que Park no había logrado con sus hackers desde Italia, Damián, con sus contactos en las cloacas del inframundo, lo había desenterrado y puesto en manos de su gente. Y no solo eso.
—Damián ha movido un hilo —continuó el hombre, señalando una sección de la pantalla con un asentimiento de cabeza—. Contactos locales. Son… mercenarios. En pocas palabras, un grupo de sicarios. Capaces de hacer cualquier cosa por una maleta de oro. Son sucios, ruidosos, pero letales. Y conocen este puto laberinto como la palma de su mano.
Mis ojos se posaron en la información de esos mercenarios. Nombres de guerra, habilidades brutales, historial de violencia desmedida. Perros de caza, eso eran. Y yo los iba a desatar. Volkov creyó que podía esconderse al otro lado del mundo, pero solo había encontrado un rincón donde mi furia podía operar sin restricciones.
La frustración se cernía. A pesar de que Damián y su gente habían movido los hilos, todavía no teníamos una ubicación exacta de Iván Volkov. La rata no se mantenía en un solo lugar. Había ubicaciones donde estuvo, o donde posiblemente podría estar, pero nada era seguro. Y todo era un puto polvorín, porque al parecer, el bastardo nunca estaba solo. Iván Volkov era, o más bien es, una figura demasiado resaltante en el mundo de la mafia, un fantasma del pasado de mi padre que se negaba a desaparecer.
Mi padre se había cruzado con Volkov años atrás, en los albores de su imperio. Volkov era un operador brutal, un mercenario sin escrúpulos que había traicionado a Leonardo en un negocio de armas en Europa del Este. Mi padre, con su visión de futuro y su mano de hierro, lo había aplastado, o eso creyó. Lo dejó sin nada, lo humilló públicamente, y lo desterró de cualquier círculo de poder. Pero Volkov, el hijo de puta, era como una cucaracha: siempre volvía. Había jurado venganza contra toda la línea Lombardi, y aunque yo ya había desvivido a la mayoría de los enemigos de mi padre, este Iván Volkov parecía una rata imposible de matar, un vestigio de una era que creí haber sepultado.
—Las ubicaciones posibles —ordené, mi voz cortando el aire húmedo—. Quiero un equipo en cada una. Y a esos mercenarios, que se preparen. Si Volkov no quiere mostrarse, lo obligaremos a salir de su agujero. No hay lugar en este puto planeta donde pueda esconderse de mí.
Miré a Jasper. Su rostro era una máscara de eficiencia, sus ojos negros reflejando mi determinación. No necesitaba dar explicaciones. Él sabía lo que se esperaba.
—Jasper, tú encabezas el equipo Alfa —dije, mis ojos fijos en él—. Toma a los dos tiradores y a los especialistas en asalto. Entrarás por el punto C. En cuanto a los mercenarios, quiero que creen una distracción. Un puto circo si es necesario. Que se muevan por los puntos A y B. Que la rata sepa que estamos aquí, pero que no sepa por dónde vendrá el golpe principal.
Sentía la adrenalina, el subidón de la caza. La fatiga de las horas de vuelo se desvaneció, reemplazada por una concentración fría y calculada. Esta no era una operación cualquiera. Era personal.
—Nos vemos en el punto de extracción —añadí, mi voz sin rastro de emoción. No toleraba fallos.
Jasper asintió una vez, un movimiento preciso. Dio media vuelta y empezó a dar órdenes a los hombres. Las camionetas blindadas ya estaban listas, los motores rugiendo suavemente en la distancia. El contacto de Damián se movía hacia los mercenarios, su silueta difuminándose en la penumbra mientras les daba las instrucciones.
Subí a mi propio vehículo. El interior era oscuro, insonorizado. El silencio me envolvía, permitiéndome enfocarme. Abrí el mapa holográfico que proyectaba el sistema del auto, revisando las rutas, los puntos ciegos, las posibles vías de escape. Quería ver cada maldito centímetro del terreno, prever cada posible movimiento de Volkov.
No importaba cuántas guaridas tuviera, cuántos perros guardianes lo protegieran. Nada podía detener lo que venía.
Mi equipo avanzaba por la carretera filipina, una serpiente de vehículos blindados cortando la humedad de la noche. El mapa holográfico seguía proyectándose, una red de coordenadas y puntos rojos, mientras yo revisaba cada detalle de la misión. A mi lado, sobre el asiento, estaba lo que necesitaba.
Deslicé mis brazos en una camisa táctica negra, hecha de un material ligero y transpirable que se adhería a mis músculos, permitiendo total libertad de movimiento. Encima, un chaleco antibalas de perfil bajo, apenas perceptible bajo la tela, pero capaz de detener un calibre respetable.
Mis pantalones eran de carga, negros también, con múltiples bolsillos discretos que ya contenían cargadores extra para mi arma, una navaja táctica y un par de granadas de humo. Se ajustaban perfectamente, sin estorbar. Las botas militares, de cuero grueso y suela antideslizante, se calzaron sin esfuerzo, dándome la tracción que sabía que necesitaría en el terreno impredecible de las guaridas de ratas.
Finalmente, el toque final. Me coloqué mis guantes de cuero negro sin dedos, la piel ajustándose como una extensión de mi propia mano, perfectos para un agarre firme en cualquier situación. Miré mi reflejo en el cristal polarizado de la ventana: una sombra oscura, eficiente, letal.
Nunca fui de esos típicos jefes de la mafia que solo ordenaban y hacían que sus hombres se mancharan las manos de sangre por él. Desde que entré a esta familia me enseñaron desde el primer día que si quería algo bien hecho, debía hacerlo yo mismo. Me enseñaron a meterme en el barro, a ensuciarme las manos, a ver el trabajo terminado por mi propia cuenta. Solo así, me decían, podría sentirme completamente satisfecho. Leonardo creía en el trabajo del artista, y yo, en mis propios instintos. Dejarle esto a otros sería un desperdicio de mi propia capacidad, una afrenta a mi naturaleza.
Sabía que necesitaba acabar con el enemigo por mi propia mano, esa era mi única satisfacción. Sin embargo, estaba consciente de que no podría hacerlo solo. Nunca subestimé a mis enemigos, ni mucho menos a los enemigos de los Lombardi. Ese fue el gran error de mi padre, el fatal descuido que le costó la vida. Yo no cometería el mismo error.
Estaba listo.
El silencio pesado de la noche era casi tan denso como la vegetación filipina cuando nuestros vehículos se detuvieron. La primera guarida, según los datos de Damián, era una especie de complejo abandonado, medio devorado por la jungla. Mis hombres se desplegaron con fluidez. Jasper, con su equipo Alfa, tomó la vanguardia, moviéndose como sombras. Detrás de mí, el contacto de Damián, un tipo silencioso y eficiente, cubría mis espaldas con la misma concentración. No hablaba mucho, pero sus ojos estaban en todas partes.
Entramos por el flanco oeste, las armas listas, los pasos calculados sobre la tierra húmeda. El aire olía a moho, a abandono. No se escuchaba ni un puto grillo. Eso era lo primero que me mosqueaba. Un lugar tan grande, tan apartado, debería tener algún tipo de vigilancia, al menos, alguna señal de vida. Pero nada. Recorrimos los pasillos oscuros, las habitaciones vacías, los almacenes llenos de polvo. Cada puerta abierta, cada rincón revisado. Nada.
—Alfa, ¿novedades? —mi voz resonó en el comunicador, el eco metálico en el oído.
La respuesta de Jasper llegó al instante, seca y precisa—: Negativo, señor. Sector cubierto. Vacío. Completamente limpio.
La voz del contacto de Damián se sumó a la red—: Mercenarios en posición en los puntos A y B, señor. Esperando la señal.
Una punzada de molestia me recorrió. Vacío. Esto no era una casualidad. Volkov no era tan estúpido como para dejar una de sus guaridas sin protección. Era una trampa, o peor aún, una burla.
Justo cuando estaba a punto de dar la orden de retirada, un estruendo brutal reventó el comunicador en mi oído. Una explosión. No era el sonido atronador de una C4, ni el fuego ensordecedor de una granada militar. Era más un boom sordo, controlado, seguido de un crujido de metal y vidrios rotos que se colaban por la radio. La explosión venía de la zona A, donde estaban los mercenarios.
Miré a Jasper que vino a mí enseguida. Su rostro se tensó. El tipo de Damián se llevó una mano a su auricular, intentando descifrar el caos de gritos y estática. Para mí, el mensaje fue claro. Esto no era un ataque. Era una jodida advertencia. Volkov sabía que estábamos aquí. Y se estaba riendo en nuestra puta cara.
El asistente de Damián se esforzó por restablecer la comunicación con los mercenarios. Al principio, solo un silencio lleno de estática, luego unos segundos de ruidos indescifrables. Mi paciencia se agotaba. Finalmente, una voz, distorsionada pero reconocible, irrumpió en la línea.
—¡Estamos bien, joder! Solo fue un puto... flashbang mejorado.
Un flashbang, había oído de él. Una granada de aturdimiento, pero no una cualquiera. Esta, por lo que se oía, había sido modificada. Diseñada para generar una explosión sónica y lumínica ensordecedora y cegadora, pero sin la metralla o el calor de una explosión convencional. Lo suficientemente potente como para desorientar, para dejar un mensaje, pero no para matar o incapacitar de forma permanente. Exactamente lo que Volkov haría. Quería que supiera que no estaba jugando.
—¿Algún herido? —pregunté, mi voz cortante.
—Solo un par de oídos pitando y ceguera temporal, señor. Nada grave. Nos estamos reagrupando. —la voz del mercenario tenía un tono de resentimiento, la rabia de haber sido burlado.
La advertencia estaba clara. Volkov era un paso más listo, o al menos eso quería hacerme creer. Pero esta rata no sabía con quién se había metido.
—Retírense de los puntos A y B —ordené, mi voz retumbando en el comunicador—. La distracción ha cambiado. Ya no los queremos como punta de lanza. Que Jasper se encargue.
La rabia hervía bajo mi piel, fría y controlada. Volkov había mostrado su mano, un pequeño truco para decirme "te estoy viendo". Era un desafío directo, y yo no iba a desaprovecharlo.
—Cambio de plan —dije, dirigiéndome a Jasper y al contacto de Damián—. Este bastardo quiere jugar al gato y al ratón. Pues bien. Vamos a darle lo que pide. La información de Damián no es solo sobre guaridas; también sobre puntos de contacto, sitios donde Volkov o su gente han dejado rastro. No nos detendremos en una ubicación segura. Nos moveremos entre las ciudades, presionando cada puto rincón de esta isla hasta que esta rata se vea obligada a salir a campo abierto.
El asistente de Damián me miró con una mezcla de sorpresa y admiración—: Pero, señor, eso... eso nos expone más.
—Precisamente —repliqué, una sonrisa gélida asomando en mis labios—. Quiero que sepa que no puede esconderse. Quiero que sepa que no me importa el riesgo. Lo quiero acorralado, sin aire, sin opciones. Que se asfixie con su propia cobardía. Esta es una advertencia para él, pero también lo es para mí. Una promesa: no me iré de aquí hasta que tenga su cabeza.
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...Nabí...
El sol se filtraba por las rendijas de las cortinas, pintando mi habitación con tonos dorados. Un nuevo día. Dafne, con su habitual consideración, ya había dejado una lonchera en la isla de la cocina. Me acerqué, y una pequeña nota doblada captó mi atención: "Salí al mercado, cuando vuelva probablemente no estés en casa. Te preparé el almuerzo para que vayas a trabajar, ¡come a la hora!".
Una sonrisa genuina se escapó de mis labios. Dafne siempre pensaba en todo.
Destapé el plato que esperaba sobre la mesa. Era un tazón rebosante de frutas frescas: rodajas de mango maduro, trozos de piña dulce y unas cuantas fresas rojas vibrantes, todo bañado con un poco de miel clara y espolvoreado con coco rallado. Al lado, dos tostadas de aguacate cubiertas con hojuelas de chile y un huevo pochado perfecto. Un vaso de jugo de naranja recién exprimido completaba el festín.
Después de disfrutar cada bocado, tomé la lonchera preparada y mi cartera de cuero negro. Cuando llegué a la sala principal, Park estaba ahí, como siempre. Sentado en el sofá, absorto en su móvil, pero algo era diferente. La expresión en su rostro, normalmente tan imperturbable, se veía claramente preocupada, como si acabara de recibir una muy mala noticia. Su pierna se movía rápidamente en un tic constante, delatando su ansiedad. Incluso había un ligero destello en su frente, brillante por el sudor, a pesar del aire acondicionado.
Me quedé de pie en silencio, observándolo. Fue entonces cuando recordé a Daemon. Desde que se fue, Park se había mantenido en este estado de preocupación y ansiedad. Era extraño. Daemon se había marchado con un escuadrón de sus mejores hombres. ¿A dónde había ido realmente? ¿Qué tipo de cosas hacía que justificaran tal inquietud en Park, quien siempre parecía tenerlo todo bajo control?
La actitud de Park, de alguna manera, se me transfirió. Una punzada de inquietud se instaló en mi pecho. Quizás Daemon no estaba en un lugar seguro. Y Park, que siempre lo cuidaba, estaba aquí, conmigo. La idea de que el propio guardián de Daemon mostrara tal desasosiego era perturbadora.
Me acerqué a Park, mis pasos suaves rompiendo el silencio de la sala. Al escucharme, se despabiló al instante, la pantalla de su móvil parpadeando antes de que la bloqueara. Sus ojos se fijaron en mí, aún con esa sombra de preocupación.
—¿Lista? —preguntó, su voz sonaba un poco titubeante—. ¿Nos vamos?
Había algo en su tono, una fragilidad que no le era propia. Un nudo se formó en mi estómago. Con un leve tono de tristeza que sentía invadirme, alargué mi mano y agarré la suya. Al instante, Park se puso rígido, su sorpresa e incomodidad evidentes. Era un gesto inusual para mí, una forma de ofrecer consuelo sin palabras.
Luego, mis manos se movieron en el aire, firmes en el lenguaje que ahora compartíamos.
—Señor Park, ¿se encuentra bien? —signé, mi mirada fija en la suya.
Él pareció comprender al instante. Desde hace días me había dado cuenta de que Park entendía el lenguaje de señas, una habilidad que me sorprendió y agradecí en silencio.
Respondió, también entre señales, sus manos moviéndose con una rigidez que no era la mía: —¿Por qué lo pregunta?
Mis manos se movieron de nuevo, una pregunta directa: —Desde que Daemon se fue te veo preocupado. ¿A qué se fue al extranjero?
Park bajó las manos, pareció comprenderlo todo. Aclaró su garganta, y esta vez, me respondió con su voz, un tono cuidadosamente neutro—: Está atendiendo un negocio que es muy importante para la familia y eso me tiene preocupado.
Fruncí ligeramente el ceño. ¿Realmente era eso? No sabía exactamente por qué, pero no le creía. Su explicación se sentía forzada, como una excusa bien ensayada. Sin embargo, no quise seguir insistiendo. Su postura, la forma en que su mirada evitó la mía después de su respuesta, me demostró que no me diría la verdad. Asentí con la cabeza, una aceptación resignada. Luego, di media vuelta y salí hacia el parqueadero. El aire exterior, aunque cálido, no disipó la inquietud que la preocupación de Park me había sembrado.
El camino transcurrió en silencio. Las calles de Padua pasaban ante la ventanilla, el bullicio matutino de la ciudad, pero mi mente seguía enredada en los pensamientos. Cuando el auto se detuvo frente a la fachada colorida de la floristería, Park se bajó antes, como siempre, y me abrió la puerta del pasajero. Fue un gesto que le agradecí al instante con una pequeña inclinación de cabeza.
—Estaré cerca por si necesita algo —dijo, su voz tranquila, pero sabía que sus ojos me vigilaban.
Asentí de nuevo, aún con esa molesta punzada de inquietud en el pecho. Me di la vuelta y, con la lonchera en mano, me dirigí hacia la entrada de la floristería, lista para comenzar el día.
El letrero de la floristería aún marcaba cerrado, pero lo ignoré. Era temprano, como siempre. Empujé la puerta principal y el familiar tintineo de la campana anunció mi llegada. Dentro, Tania y Daniel ya estaban detrás del mostrador, organizando flores. Les regalé una sonrisa.
—Buenos días, Nabí —dijo Tania de inmediato, devolviéndome la sonrisa, pero con una chispa de picardía en sus ojos—. Alguien te está buscando.
Me señalé a mí misma, confundida. ¿A mí? Mis compañeros asintieron, señalando hacia la pequeña sala de espera. Miré en esa dirección y mi corazón dio un vuelco. Había un hombre de espaldas. Lo reconocí al instante, antes incluso de que se volteara. Una punzada de asombro y una emoción abrumadora me golpearon. Mis ojos comenzaron a empañarse de lágrimas, una reacción que no esperaba.
En ese momento, él se giró.
—Nabí... —dijo.
Era Dante. Lo vi claramente ahora. Se veía perfectamente bien, sin ningún rastro de la última vez que lo vi. Mi mente se aferró a la imagen de su rostro delirante, de su mirada de derrota, una imagen que a veces me visitaba en pesadillas. Pero ahora, ante mí, era el Dante de antes, incluso había bajado un poco de peso, lo que le sentaba bien. Sin pensarlo, fui hacia él, con los brazos extendidos, y lo abracé con fuerza. Él correspondió el abrazo de inmediato, sus brazos rodeándome con una familiaridad que me hizo temblar. Dejé caer mis lágrimas contra su pecho, lágrimas de alivio, de la alegría genuina de verlo a salvo. Al separarme un poco, lo miré muy de cerca, buscando cualquier señal de aquel trauma. No la había. Solo él.
—Te extrañé... —susurró, su voz cargada de una emoción profunda, sus ojos fijos en los míos.
Su beso me tomó por sorpresa. Fue un asalto, no uno violento, sino uno que arrastró mis sentidos. Sus manos sujetaron mi rostro con una firmeza que rozaba la desesperación, y me besó con una intensidad desbordante, como si se hubiera estado conteniendo desde hacía una eternidad. Mis labios se abrieron bajo los suyos, mis piernas se sintieron súbitamente débiles. Era un beso que clamaba pertenencia, un anhelo acumulado que él no pudo contener.