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Entre Líneas

Entre Líneas

Status: En proceso
Genre:Amor prohibido / Amor tras matrimonio / Intrigante / Maltrato Emocional / Padre soltero / Diferencia de edad
Popularitas:1.1k
Nilai: 5
nombre de autor: @AuraScript

"No todo lo importante se dice en voz alta. Algunas verdades, los sentimientos más incómodos y las decisiones que cambian todo, se esconden justo ahí: entre líneas."

©AuraScript

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¿Esfuerzos personales o ajenos?

A pesar de lo jodida que ha sido mi vida, nunca me he arrepentido de las decisiones que tomé. Cada sacrificio, cada noche sin dormir, cada gota de sudor que derramé, fue por ella y por mí. Quería superarme, darle a Heather un futuro que no tuviera las sombras que marcaron mi pasado, y demostrarme a mí mismo que podía ser más que un adolescente roto con un bebé en brazos.

Decidí estudiar para convertirme en fiscal, un sueño que parecía imposible cuando apenas podía pagar el alquiler. Fueron ocho años de puro esfuerzo, desde mis 19 hasta mis 27 años, un periodo que me exprimió hasta la última gota de energía. Al principio, mientras Heather era todavía una niña pequeña, seguía trabajando en la empresa de mensajería durante el día, conduciendo esa camioneta destartalada que apestaba a gasolina y metal caliente. Por las noches, me inscribí en una universidad pública que ofrecía clases vespertinas, con aulas que olían a tiza y a sudor, y profesores que apenas se molestaban en mirarte a los ojos. Me sentaba al fondo, con los libros llenos de anotaciones hechas con un lápiz mordisqueado, intentando concentrarme mientras el cansancio me nublaba la vista.

Para sostener mis estudios, trabajé en lo que pude. Además del reparto, tomé turnos como guardia de seguridad en un almacén industrial, donde pasaba horas caminando por pasillos oscuros que olían a aceite y polvo, con el frío calándome los huesos. Los fines de semana, hacía trabajos de limpieza en oficinas del centro, fregando suelos hasta que mis manos se agrietaban y sangraban, el olor a cloro pegándose a mi ropa como una segunda piel. No había tiempo para descansar; mi vida era un ciclo interminable de trabajo, estudio y cuidar de Heather. Me despertaba con el cuerpo adolorido, los músculos tensos como cuerdas a punto de romperse, y aun así me obligaba a seguir. Había días en los que apenas comía, porque el dinero era para los libros de texto, las colegiaturas y las necesidades de Heather. Ella nunca se quejaba, pero yo veía cómo sus ojos se iluminaban cuando le traía algo tan simple como un helado o un cuaderno nuevo para la escuela.

La experiencia que gané durante esos años fue tan dura como valiosa. Mientras estudiaba derecho, comencé a hacer prácticas en un bufete pequeño que representaba a gente de bajos recursos. Allí aprendí a lidiar con casos reales: madres solteras que peleaban por la custodia de sus hijos, trabajadores que habían sido estafados por sus patrones, familias que enfrentaban desalojos injustos. El bufete olía a café barato y a papel viejo, y las sillas de la sala de espera estaban tan desgastadas que el relleno se salía por los costados. Trabajaba como asistente, redactando documentos legales con una máquina de escribir que se atascaba cada cinco minutos, y a veces me colaba en las audiencias para observar a los fiscales, tomando notas mentales de cada movimiento, cada argumento. Esos años me enseñaron más que cualquier clase: aprendí a ser tenaz, a no rendirme, a pelear con uñas y dientes por lo que importaba.

Finalmente, en la primavera de 2014, a mis 27 años, terminé la carrera. Heather tenía 13 años, una adolescente que apenas empezaba la secundaria, y yo por fin era fiscal. Habíamos dejado atrás el apartamento miserable y ahora vivíamos en una casa modesta en las afueras de la ciudad, con un pequeño jardín donde Heather plantaba flores que nunca sobrevivían al calor del verano. La casa olía a pintura fresca y a lavanda, porque Heather insistía en poner ambientadores en cada rincón. Ella lo tenía todo: un techo sólido, comida en la mesa, ropa bonita que no estaba remendada mil veces, y una escuela decente donde sus maestros decían que era una niña brillante. Ese día, para celebrar mi graduación, decidí llevarla a un restaurante que había visto en el centro, un lugar con mesas de madera pulida y lámparas que colgaban del techo como gotas de ámbar, donde el aire olía a pan recién horneado y a hierbas frescas.

Nos sentamos junto a una ventana que daba a la calle, donde los autos pasaban con un murmullo constante y los árboles se mecían con la brisa primaveral. Heather estaba radiante, con un vestido azul que hacía juego con los toques de azul en sus ojos verdes, su cabello oscuro cayendo en ondas suaves sobre sus hombros. Reía mientras hojeaba el menú, sus ojos brillando con la felicidad despreocupada de una niña de 13 años. —Papá, ¿puedo pedir el pastel de chocolate de postre?— preguntó, su voz llena de entusiasmo mientras me miraba con una sonrisa que me calentaba el pecho.

—Claro, mi cielo, puedes pedir lo que quieras— respondí, forzando una sonrisa que no llegaba a mis ojos. Mi voz sonaba pesada, cargada de una melancolía que no podía sacudirme. Mientras Heather hablaba sin parar sobre su día en la escuela y sus amigas, yo me perdía en mis pensamientos, mirando el vaso de agua frente a mí como si pudiera reflejar el vacío que llevaba dentro. Mis manos, apoyadas en la mesa, temblaban ligeramente, las cicatrices y callos todavía visibles a pesar de los años. Fingía estar bien, siempre lo hacía. Mostraba una fachada de fuerza, de estabilidad, pero por dentro seguía siendo un hombre roto, un hombre que cargaba el peso de una vida que nunca había sido fácil.

Heather, ajena a mi tormenta interna, sacó un pequeño paquete envuelto en papel de regalo de su mochila. —Te traje algo, papá— dijo, su voz suave pero llena de emoción mientras me lo entregaba. Lo abrí con cuidado, mis dedos torpes deshaciendo el nudo del lazo, y encontré una crema para manos con olor a vainilla. —Es para tus manos, porque siempre están tan maltratadas— explicó, su tono lleno de cariño mientras me miraba con esos ojos que eran un espejo de los de Marina. —Quiero que te cuides, porque tú siempre cuidas de mí—.

Sentí un nudo en la garganta mientras abría el frasco y me ponía un poco de crema, el aroma dulce llenando el aire entre nosotros. La crema era suave, un alivio para mi piel agrietada, pero lo que realmente me conmovió fue el gesto. —Gracias, mi vida— murmuré, mi voz quebrándose mientras extendía una mano para acariciar su mejilla. —Eres lo mejor que me ha pasado—. Mis palabras eran sinceras, pero había un peso en ellas, un eco de tristeza que no podía esconder.

Heather tomó mi mano entre las suyas, sus dedos pequeños pero firmes, y me miró con una intensidad que no esperaba de una niña de su edad. —Te amo, papá, incondicionalmente— dijo, su voz clara y llena de una certeza que me desarmó. —Estoy tan orgullosa de ti, de todo lo que has hecho. Eres el mejor papá del mundo—. Sus palabras me golpearon como una ola, y por un momento, no pude hablar. Sentí las lágrimas picar en mis ojos, pero las contuve, forzando otra sonrisa que sabía que no era convincente.

—Yo también te amo, Heather— respondí, mi voz ronca, mientras apretaba su mano con suavidad. Pero mientras ella sonreía y seguía hablando sobre el pastel de chocolate, yo me hundía en mi propia mente. Había una parte de mí que nunca había sanado, una herida que sangraba cada vez que recordaba a Marina, cada vez que pensaba en lo que pudo haber sido. Estaba orgulloso de lo que había logrado, pero también estaba agotado, melancólico, atrapado en un pasado que me pesaba como una losa. Hablar se sentía como arrastrar piedras, y aunque fingía estar bien por Heather, la verdad era que a veces me sentía como un impostor en mi propia vida.

Por fin era un fiscal, un padre, un hombre que lo dio todo, pero por dentro seguia siendo ese joven de 14 años que perdió a la madre de su hija y nunca supo cómo seguir adelante. Heather me ama, y yo daría mi vida por ella, pero habían días en los que este puto vacío me comía vivo, y no sabía cómo dejar de fingir que estaba bien.

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