Luigi Pavini es un hombre consumido por la oscuridad: un CEO implacable de una gigantesca farmacéutica y, en las sombras, el temido Don de la mafia italiana. Desde la trágica muerte de su esposa y sus dos hijos, se convirtió en una fortaleza inquebrantable de dolor y poder. El duelo lo transformó en una máquina de control, sin espacio para la debilidad ni el afecto.
Hasta que, en una rara noche de descontrol, se cruza con una desconocida. Una sola noche intensa basta para despertar algo que creía muerto para siempre. Luigi mueve cielo e infierno para encontrarla, pero ella desaparece sin dejar rastro, salvo el recuerdo de un placer devastador.
Meses después, el destino —o el infierno— la pone nuevamente en su camino. Bella Martinelli, con la mirada cargada de heridas y traumas que esconde tras una fachada de fortaleza, aparece en una entrevista de trabajo.
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Capítulo 21
La sala de conferencias estaba envuelta en un silencio tenso tras la llamada de Anna. Henry, con el rostro contraído por la furia, colgó el teléfono y lo arrojó sobre la mesa de caoba.
—Se llevó a las niñas —declaró Henry, con la voz baja y peligrosamente calma—. Las sacó de la mansión.
Liz sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Había previsto la amenaza, pero la velocidad y la audacia de la acción de Luigi la aplastaron.
—¡No... No puede ser! —gritó Liz, corriendo hacia la puerta—. ¡Estaban con Mamá!
—Mamá me llamó, Liz —intentó contenerla Henry—. Dos coches blindados, hombres armados... fue rápido.
—¿Fueron llevadas? ¿A dónde, Henry? ¿A Italia? —gritó Liz, el pánico apoderándose de sus ojos.
—Probablemente ese desgraciado, dijo que están con una mujer, Eleanor, y que están seguras, pero dejó un ultimátum: boda en Italia, o se quedan allí.
Liz se desplomó en el suelo, la desesperación como una carga física que la sofocaba.
—¡Él no puede hacer esto! ¡Son recién nacidas! ¡Me necesitan! ¡Él las robó!
Minutos después, la escena en la Mansión Blackwood era de puro caos. Liz entró en la sala de estar, donde Anna, aún conmocionada y llorando descontroladamente, estaba siendo amparada por Richard.
—¡Mamá! —Liz corrió hacia Anna, los ojos llenos de lágrimas—. ¿Viste quién se las llevó?
—¡Fueron hombres grandes, hija! ¡Máscaras! —sollozaba Anna, agarrándose a Liz—. ¡Me empujaron! ¡Dijeron que era una orden del Don! Intenté sujetar, ¡juro que intenté! Pero eran muy fuertes... ¡mis nietas!
—Está todo bien, Mamá. No fue tu culpa —intentó consolar Liz, mientras sus propias lágrimas rodaban sin control. El luto y la impotencia eran un dolor agudo.
—¡Él es un monstruo! —gritó Anna, volviéndose hacia Richard—. ¡Secuestró a nuestras nietas! ¡Y Bella! ¡Isabella ni siquiera tuvo la decencia de aparecer, de llamar, de mandar un mensaje!
Richard, el patriarca, respiró hondo, intentando mantener la calma en el torbellino de emociones.
—Eso es lo más extraño. Bella no apareció, ni llamó, solo mandó flores y un mensaje para Anna. Es una afrenta, un insulto.
Henry, que había llegado y observaba la escena, intervino, con su voz seria.
—No es un insulto de Bella, Padre. Es una jugada de Luigi. Piensen bien: la esposa del Don, Isabella, debería haber venido con ellos, como una señal de paz, un símbolo de unión, pero ella no vino.
Richard frunció el ceño. —¿Por qué no?
—Porque si ella estuviera aquí, se habría negado a permitir que se llevaran a las gemelas. Ella es una Blackwood y se colocaría entre nosotros y ellos —teorizó Henry, la comprensión sobre la mente del Don Pavini creciendo.
—¿Estás diciendo que él la encerró? —preguntó Liz, la desesperación transformándose en furia fría.
—No 'encerró' en el sentido literal, sino que la mantuvo lejos para garantizar que el secuestro fuera un éxito. Él no confía en que Bella haría la 'cosa correcta' para la Cosa Nostra. Él la mantuvo bajo control en Italia. La ausencia de Bella no es un insulto a nosotros, Liz, es la prueba de que Luigi Pavini controla todo y a todos en su imperio.
La rabia de Liz alcanzó un nuevo nivel. Su miedo de perder a las hijas se fundió con la furia por Bella estando controlada por el Don.
—No solo él robó a mis hijas, sino que está usando a mi hermana como una rehén glorificada —declaró Liz, la voz temblando de odio.
Ella miró a Henry, los ojos encendidos con fuego.
—No vamos a esperar 48 horas, Henry. No voy a esperar el matrimonio por decreto de él. Estoy yendo para Italia ahora.
—Liz, no estás en condiciones. ¡Necesitas un plan!
—Mi plan es quedarme con mis hijas y ver a mi hermana. Yo soy la madre de ellas, Henry. No tengo tiempo para diplomacia.
Henry miró el rostro de la hermana: la determinación implacable de una Don. Él sabía que no podía detenerla.
—Prepara las maletas, Liz. Vamos para Italia, pero nosotros vamos a jugar en el territorio de ellos, y vas a necesitar de toda nuestra fuerza.
Liz asintió, la furia y el propósito sustituyendo la desesperación. Ella iría para Italia, no solo como la novia forzada de Lorenzo, sino como la hermana vengadora y la madre en furia.
Llegada a Milán
Horas después de despegar de Nueva York, el jet particular de los Pavini aterrizó en el aeropuerto de Milán. Luigi descendió primero, con la autoridad fría de siempre, seguido por Lorenzo, que parecía exhausto y extrañamente protector de los dos pequeños envoltorios que cargaba. Bianca y Beatriz estaban envueltas en mantas de cashmere, demasiado quietas.
En el coche blindado, el silencio era tenso.
—Ellas están muy quietas, Luigi —susurró Lorenzo, acariciando la manta de Beatriz—. Eso no es bueno.
Luigi tomó el celular para llamar para casa, pero la llamada vino primero. El tono de Cecilia del otro lado de la línea era de alarma.
—¡Luigi! ¿Dónde están? ¡Necesitan venir directo para el hospital!
—¿Qué? ¿Qué pasó, Mamma? —La voz de Luigi cortó el aire.
—¡Los gemelos! Su gripe empeoró, y los médicos dijeron que evolucionó para una bronquiolitis! Están internados, mi hijo.
La sangre de Luigi se heló. Sus hijos, en peligro. La guerra con los Blackwood se desvaneció ante la amenaza a su familia.
—Estamos en camino.
Luigi colgó, el rostro pálido.
—Los gemelos están en el hospital. Bronquiolitis —informó al hermano, que inmediatamente se encogió, el miedo reflejado en sus ojos.
—¡Mierda! —siseó Lorenzo, pero él sabía que el protocolo de protección era absoluto—. ¿Y las niñas?
—Ellas vienen con nosotros, vamos a protegerlas.
El convoy blindado desvió la ruta, siguiendo en alta velocidad para el hospital de Milán.
En el cuarto de hospital pediátrico, Bella estaba sentada al lado de dos cunas de vidrio, el rostro marcado por el agotamiento y preocupación. Dominic y Aurora estaban ligados a monitores, sus pequeños pechos subiendo y descendiendo rápidamente, con la respiración ronca.
Cecilia estaba en la poltrona, rezando en voz baja. Bella mal notó el rechinar de la puerta cuando Luigi y Lorenzo entraron.
Luigi corrió para el lado de la esposa, su traje de grife arrugado, la fachada de Don desmoronada por la ansiedad.
—Bella, mi amor, ¿cómo están? —preguntó Luigi, besándole la frente.
—Estables, pero luchando —susurró Bella, las lágrimas escurriendo—. Fue todo tan rápido. El médico dijo que es común.
Fue entonces que Bella miró a Lorenzo, que estaba parado, tenso, sujetando dos envoltorios de manta.
—Lorenzo... ¿qué estás sujetando?
Lorenzo dio un paso adelante, revelando Bianca y Beatriz, que parpadearon en la luz fraca del cuarto.
—Bella... —Lorenzo comenzó, la voz cargada de culpa—. Tus sobrinas... mis hijas.
—¿Y por qué ellas están aquí? ¿Por qué las trajiste para el hospital? —Bella exigió saber, el instinto materno encendiendo.
—Nosotros las trajimos de América. Hubo un... desacuerdo con el Don Blackwood. Él quería que Lorenzo asumiera la paternidad, pero mantuviera la familia allá. Nosotros nos rehusamos.
Luigi bajó la voz y dio la noticia que ella menos esperaba:
—Ellas son las herederas de la Cosa Nostra y yo las saqué de allá. Ellas ahora están bajo nuestra protección.
Bella se puso pálida, absorbiendo la información brutal: secuestro, sus hijos luchando por la vida, y sus sobrinas recién nacidas siendo usadas como peones de guerra.
—¿Y mi hermana? ¿Qué va a pasar con Liz?
—El acuerdo de matrimonio con Lorenzo está de pie —respondió Luigi, la voz de Don retornando—. Pero ella se rehusó. Ahora, ella tiene un ultimátum. Ella vendrá para Italia y aceptará el matrimonio, o Lorenzo asume las hijas y ella se queda sola en Nueva York.
Bella cerró los ojos, procesando la crueldad de la jugada: sus hijos enfermos, su hermana siendo coaccionada, sus sobrinas secuestradas. El caos era total.
—¿Me estás diciendo que, mientras nuestros hijos están luchando por sus vidas aquí, tú estás librando una guerra territorial, secuestrando las hijas de mi hermana? —preguntó Bella, la voz baja, pero cargada de una furia peligrosa.
—Yo estoy protegiendo nuestra sangre, Bella —defendió Luigi—. Ellos son Pavini, y la madre de ellos vendrá para Italia.
Lorenzo, sintiendo el peso de la culpa, entregó las bebés a Cecilia y se aproximó a la cama.
—Bella, juro que no quería que fuera así, pero ellas son mis hijas. Quiero ser un padre para ellas, y quiero asumir a Liz.
Bella miró a Lorenzo, después para Luigi, y finalmente para sus propios hijos enfermos. Ella se levantó, la rabia impulsándola.
—¡No me importa si es la sangre de la Cosa Nostra o de la Mafia Americana! ¡Esas niñas no pueden quedarse aquí! ¡Ellas necesitan de un médico, un cuarto limpio! Y lo más importante, ¡ellas necesitan de la madre de ellas! ¡Eres un monstruo, Luigi!
—Lo sé —susurró Luigi, aceptando el título—. Pero yo soy tu monstruo.
Él la jaló para un abrazo forzado, besándola en la frente.
—Ella está en camino, Bella. Henry Blackwood está furioso y está viniendo para acá, pero ahora vamos a cuidar de nuestros hijos.