Soy Anabella Estrada, única y amada hija de Ezequiel y Lorena Estrada. Estoy enamorada de Agustín Linares, un hombre que viene de una familia tan adinerada como la mía y que pronto será mi esposo.
Mi vida es un cuento de hadas donde los problemas no existen y todo era un idilio... Hasta que Máximo Santana entró en escena volviendo mi vida un infierno y revelando los más oscuros secretos de mi familia.
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Capitulo XX La fractura en la coraza de Máximo
Punto de vista de Máximo
Al salir del baño, el silencio de mi habitación me golpeó con una fuerza inesperada. Anabella ya no estaba. El vacío que dejó en la cama, aún tibia por su presencia, me provocó una punzada de irritación mezclada con una preocupación que me negaba a admitir. Me vestí con rapidez, ajustándome el reloj mientras mi mente repasaba las advertencias del doctor. Ella seguía débil, aunque su orgullo se empeñara en demostrar lo contrario.
Bajé las escaleras a zancadas y me dirigí al gran comedor, esperando encontrarla allí, sentada en la punta de la mesa, luciendo tan distante y gélida como siempre. Sin embargo, el lugar estaba desierto. Fruncí el ceño, dispuesto a interrogar a los guardias, cuando unas notas vibrantes me detuvieron en seco.
Eran risas. Provenían de la cocina.
Me acerqué con cautela, deteniéndome antes de cruzar el umbral para observar sin ser visto. Lo que encontré me dejó paralizado. Por primera vez desde que la traje a esta casa, escuché la risa sincera de Anabella; no era esa risa social y educada de las galas de beneficencia, sino un sonido cristalino, lleno de una alegría genuina que parecía iluminar hasta los rincones más oscuros de la habitación.
Estaba sentada en la mesa de madera rústica, lejos de los lujos que su apellido le exigía. Tenía a la pequeña Elena, la hija de la cocinera, frente a ella. Ana le hablaba con una ternura que me resultó desconocida, moviendo las manos para contarle alguna historia mientras le ofrecía un trozo de fruta. Se veía tan hermosa en su sencillez, con ese suéter de cuello alto que la hacía ver frágil pero extrañamente poderosa en su bondad.
Verla así, tratando con tanto cariño a la hija de una empleada, desmantelaba por completo la imagen que yo me había forjado de ella. Se suponía que era una Estrada, una mujer arrogante moldeada por el egoísmo de su padre. Pero la mujer que estaba frente a mí, compartiendo el desayuno entre migas de pan y juegos infantiles, no encajaba en mi plan de venganza.
Me quedé allí, en las sombras, sintiendo cómo mi determinación se tambaleaba. Era mucho más fácil odiarla cuando me miraba con desprecio; era casi imposible hacerlo cuando la veía ser la personificación de todo lo que yo había perdido hacía tanto tiempo.
Decidí abandonar las sombras, entrar en la cocina y enfrentar la reacción de mi esposa. Quería romper esa burbuja de calidez que no me pertenecía.
—Buenos días —saludé, avanzando con pasos firmes que resonaron contra el suelo pulido de la cocina.
Las empleadas, como movidas por un resorte, se pusieron de pie rápidamente, abandonando la familiaridad del momento.
—Buenos días, señor —respondieron al unísono, bajando la mirada.
—Te estaba buscando —me dirigí directamente a Ana, quien, a diferencia de las demás, no se inmutó lo más mínimo ante mi imponente presencia.
—¿Necesitas algo? —preguntó ella con una despreocupación que me resultó irritante.
—Sí. Que mi esposa me acompañe a desayunar —mi voz sonó más rígida de lo que pretendía, casi como una orden militar.
Noté cómo su rostro, antes iluminado por la risa, volvía a ensombrecerse ante mi petición. No iba a permitir que se alejara de mí para refugiarse aquí.
—Sandra, por favor sirve mi desayuno. El día de hoy comeré aquí mismo, en la cocina —dije, acercándome a la pequeña Elena para acariciar su cabeza en un gesto que sorprendió hasta a mí mismo.
La cocina quedó sumida en un silencio sepulcral. Los empleados se miraban entre sí, desconcertados; era la primera vez que el señor de la casa pretendía sentarse a su mesa.
—Por favor, Sandra, coloca un plato más —la voz suave y educada de mi Ana cortó la tensión. Algo dentro de mí se alertó al verla ser tan cordial con personas que, según mi lógica, estaban muy por debajo de su nivel social.
—Como usted diga, señora —respondieron de inmediato. Mi orden anterior había sido recibida con temor, pero la petición de Ana la aceptaron con un agrado genuino que me ofendió profundamente.
¿En qué momento Ana había pasado de ser el ser despreciable que yo imaginaba a una mujer a la que mis propios empleados admiraban en silencio?
El desayuno fue una experiencia extraña, pero extrañamente amena. Las anécdotas contadas por Ana mantuvieron a todos cautivados; hablaba con una frescura y una vitalidad que no encajaba con la prisionera que yo intentaba retener. Aunque estos días me había esforzado por apagar su brillo, ella parecía emerger con una energía renovada.
Estaba absorto en mis pensamientos cuando la voz de la pequeña Elena me trajo de vuelta a la realidad.
—Ana, me gustaría mucho que fueras a mi fiesta de cumpleaños.
Pensé que este era el momento ideal para que ella mostrara su verdadera naturaleza. Una cosa era compartir con el servicio dentro de estas cuatro paredes llenas de lujos, y otra muy distinta era descender a su mundo, donde las carencias sobreabundaban.
—Me encantaría acompañarte. Solo dime el día, la hora y el lugar —respondió Ana con una sonrisa que no tenía ni rastro de falsedad.
—Señora, no es necesario que se moleste —intervino Marta, tratando de librar a Ana del compromiso—. Nuestra casa está en un lugar que... que no es digno de alguien como usted.
Ana se quedó en silencio por un segundo. Por mi parte, saboreaba mi victoria interna al creer confirmada mi teoría de la superioridad de clase.
—No digas eso, Marta. Nadie es menos que nadie solo porque crecieron en situaciones económicas diferentes —sentenció Ana con una firmeza que me obligó a enderezar la espalda—. Estaré encantada de ir, es solo que... hay un pequeño problema.
"Aquí viene la excusa", pensé, convencido por sus palabras bien elaboradas.
—No sé si a mi esposo le agradaría que yo saliera de la casa.
De repente, todas las miradas se posaron sobre mí, logrando que me sintiera incómodo bajo el escrutinio de mi propia servidumbre.
—Si tú quieres ir, no veo ningún inconveniente... siempre y cuando yo te acompañe —respondí, tratando de mantener mi máscara de frialdad.
Pude ver cómo una pequeña y genuina sonrisa iluminaba el rostro de Ana, haciéndola lucir más hermosa que nunca.
—No se diga más. Estaré honrada de acompañarte en tu día especial, Elena — dijo con una energía que no reconocía en ella.
La pequeña saltó de felicidad y corrió a abrazar a Ana, quien la recibió sin la menor muestra de molestia por la cercanía. Fue en ese preciso instante cuando una idea absurda y peligrosa cruzó mi mente por primera vez: "Sería una excelente madre para mis hijos".