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El Maestro Encantador

El Maestro Encantador

Status: En proceso
Genre:Romance / Amor prohibido / Profesor particular / Maestro-estudiante / Diferencia de edad
Popularitas:1.4k
Nilai: 5
nombre de autor: Santiago López P

Nueva

NovelToon tiene autorización de Santiago López P para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capitulo 21:

Estaba confundida.

Mi respiración seguía agitada, mi piel aún retenía ese olor a sándalo y mandarina, y mis labios ardían como si aquel beso hubiese dejado una marca invisible.

Me llevé una mano a la boca, temblorosa.

¿Qué fue eso?

¿Realmente pasó?

¿O fue mi mente jugando conmigo?

¿Estoy perdiendo la cordura?

Las dudas me golpeaban una tras otra, como si fueran olas rompiendo contra mi cabeza.

No soportaba el encierro, la oscuridad, el silencio que había quedado impregnado en esas paredes.

Como pude, me incorporé tambaleante y salí corriendo del teatro.

La luz del amanecer me cegó de inmediato.

Fue un choque brutal:

de la penumbra sofocante al resplandor dorado que bañaba el campus.

Me detuve, respirando con dificultad, mirando en todas direcciones.

El teatro quedó detrás de mí, quieto, silencioso, como si nada hubiese pasado.

No había nadie.

Ni una sombra, ni un indicio de que alguien más hubiese estado allí conmigo.

Sacudí la cabeza, intentando espantar la confusión.

No…

no puede ser que me lo haya imaginado.

Lo sentí.

Lo viví.

Pero…

¿y si estoy mal?

Necesitaba calmarme.

Mis pasos me llevaron a la cafetería, casi por instinto.

El lugar olía a pan recién horneado y a café, aromas terrenales que me anclaban a la realidad.

Pedí un té, mis manos apenas podían sostener el vaso de cartón sin que se me derramara.

Me senté en una esquina, alejada de todos, y cerré los ojos mientras bebía a sorbos lentos.

El calor del té fue bajando por mi garganta, y poco a poco mis nervios empezaron a disiparse, como si cada trago arrancara un pedazo de angustia.

—Tranquila, Victoria… tranquila —

me repetí en silencio, como si pudiera convencerme a base de palabras.

Cuando estaba a punto de terminarlo, lo vi.

El Decano.

Entró con paso tranquilo, seguro de sí mismo, con ese porte elegante que parecía atraer miradas aunque él no lo intentara.

Nuestros ojos se encontraron, y él me sonrió.

No una sonrisa arrogante, ni tampoco distante.

Una sonrisa cálida, casi íntima, como si escondiera un secreto.

Sentí que el corazón me daba un vuelco.

¿Él?

¿Podría haber sido él?

Devolví el gesto de forma automática, aunque por dentro mi cabeza era un torbellino.

Me levanté con rapidez, llevé el vaso vacío al contenedor y caminé en dirección a los vestidores.

No quería darle más vueltas.

No allí.

No frente a él.

Ya faltaban apenas unos minutos para la reunión del equipo.

Saqué mis guayos del locker y me los puse con manos todavía algo temblorosas.

Escuché el bullicio alegre de mis compañeras acercándose junto con la entrenadora, como si la vida universitaria siguiera su curso normal mientras yo cargaba con aquel secreto extraño.

—Hola, Valeria. Como siempre puntual. ¿Preparada para el segundo partido? —

me preguntó la entrenadora con una sonrisa de confianza.

—Sí, señora —

respondí, con mi voz firme pero breve.

No podía permitirme mostrar todo lo que bullía en mi interior.

Por dentro, la pregunta seguía martillando:

¿Fue él?

¿O sigo atrapada en mis fantasmas?

—Esa es la actitud —

dijo la entrenadora con una sonrisa segura, aunque sus ojos delataban la presión del momento—.

Nos toca contra la facultad de leyes. Las chicas están muy bien preparadas, pero ustedes pueden.

—Pero entrenadora, no es justo —

protestó una de mis compañeras, cruzando los brazos—.

Una de esas chicas está en el equipo nacional, eso les da ventaja.

Yo ya sabía a quién se refería, y solo escuchar su nombre me recorrió un escalofrío.

—Sí, Adriana Contreras—confirmó la entrenadora, suspirando con resignación—.

Lamentablemente, en el reglamento no hay nada que le impida jugar.

Pero ustedes pueden.

No le den más vueltas al asunto.

Entonces giró hacia mí, y su dedo me señaló como si fuera un arma.

—¡Tú!

Levanté la cabeza con sobresalto, como si me hubieran descubierto haciendo algo indebido.

—Te vas a encargar de no perderla de vista. La vas a cubrir. No la dejes hacer sus jugadas.

Mi corazón empezó a golpearme en el pecho.

La voz interior que siempre aparece en los peores momentos susurró:

¿En serio yo?

¿Cubrir a una seleccionada nacional?

—Sí, señora —

alcancé a decir, aunque la seguridad no acompañó a mis palabras.

—Confío en ti —

añadió ella, y esa frase se me clavó como un compromiso.

Salimos a la cancha.

El sol pegaba fuerte y la grama estaba ligeramente húmeda, lo que hacía más difícil mantener el equilibrio.

Me arrodillé un momento a masajear mis piernas, como si con eso pudiera convencerlas de no traicionarme en plena carrera.

El silbato del árbitro sonó y el aire se llenó de gritos, palmadas y pasos apresurados.

Desde el primer minuto, Adriana fue una fiera.

Tenía un control del balón impecable, elegante, casi insultante.

Pero yo me le pegué como sombra.

Cada vez que intentaba girar, ahí estaba mi pie; cada vez que buscaba un pase, ahí estaba mi cuerpo obstruyendo.

Mi respiración se volvió rápida y áspera, pero no podía soltarla.

Ella me lanzó una mirada de fastidio, como si le pareciera inadmisible que alguien tan “normal” como yo la detuviera.

Y fue cuestión de tiempo:

en un arranque de frustración, me empujó con fuerza.

Sentí el golpe seco de mis glúteos contra el césped húmedo, el ardor en las palmas de mis manos cuando intenté frenar la caída.

—¡Árbitro! —

gritaron mis compañeras.

El silbato sonó de inmediato.

Amarilla para ella.

Me levanté, el orgullo dolía más que el golpe.

Bien, que todo el mundo vea que hasta las estrellas pierden el control, pensé mientras me sacudía la tierra de las piernas.

Pocos minutos después, su entrenador tomó la decisión de sustituirla.

Adriana salió refunfuñando, sin mirarme siquiera, y yo sentí una descarga de adrenalina recorrerme el cuerpo.

—Valería, libertad de juego —

me gritó la entrenadora desde la línea, haciendo gestos con los brazos.

Ahora podía moverme con más soltura.

Corrí como nunca, me ofrecí en cada pase, choqué hombro con hombro contra rivales más grandes que yo, y no me importó el dolor.

Hasta que llegó el momento:

recibí el balón por la banda, avancé a toda velocidad, levanté la mirada y lancé un centro medido.

El grito colectivo se ahogó en un segundo de silencio expectante…

hasta que vi cómo nuestra delantera cabeceaba y el balón entraba en la red.

Gol.

La euforia explotó en la cancha.

Mis compañeras corrieron hacia mí, algunas me abrazaron, otras me palmearon la espalda.

El marcador estaba uno a cero, y solo faltaban cinco minutos.

Aguantamos como guerreras cada embestida rival.

El pitazo final fue casi una liberación:

semifinal asegurada.

Me quedé quieta unos segundos, mirando al cielo azul, intentando creer que lo habíamos logrado.

Y en el fondo de mí, una pequeña voz triunfante murmuró:

Quizás no soy tan invisible como creía.

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