El Maestro Encantador
El semestre estaba a la vuelta de la esquina.
Solo de pensarlo, podía imaginar el bullicio de los pasillos abarrotados, las risas que rebotaban contra las paredes, las conversaciones a medias que se cruzaban en un mismo instante como un caos organizado.
No era precisamente algo que me entusiasmara; detestaba sentirme atrapada en medio de la aglomeración, como si todo el aire me faltara de golpe.
Sin embargo, había algo que sí me impulsaba a seguir:
la certeza de que continuaría con mis estudios.
Me faltaba apenas un año para graduarme y cada día ponía todo de mí para alcanzar esa meta.
No buscaba títulos ni reconocimientos externos, mi verdadero sueño era construir mi propia marca, levantar algo que fuera mío, sin deberle nada a nadie.
La sola idea de trabajar en una empresa, obedeciendo órdenes de extraños, me revolvía el estómago.
Quizás muchos pensaban que era una muchacha engreída, fría, incluso antipática.
Lo escuchaba en los murmullos, lo leía en las miradas de quienes nunca se atrevieron a preguntarme nada de frente.
Si supieran… si tan solo se imaginaran lo que tuve que atravesar y el precio que pagué por mantenerme de pie, guardarían silencio antes de juzgarme.
Pero ya no me interesa corregir sus percepciones.
Es mejor que inventen sus propios motivos, que llenen con suposiciones el vacío de mi silencio.
Explicar significaría abrir heridas que aún sangran.
—Mi princesa —me saludó mi padre con esa calidez que solo podía transmitir en su idioma natal.
Lo dijo apenas me vio aparecer en el comedor.
Me senté frente a él, intentando dibujar una sonrisa que no terminaba de encajar en mis labios.
—Buenos días —murmuré.
Mi madre salió de la cocina con un canasto de tortillas recién hechas, aún desprendiendo ese vapor que se enredaba en el aire y llenaba la habitación con un aroma que me recordaba a hogar, a refugio.
—¿Sí pudiste descansar? —preguntó con ternura, dejando el canasto sobre la mesa.
Asentí, bajando la mirada al plato vacío frente a mí.
—Sí —respondí, sin dar más detalles.
Mentía.
Todas las noches se repetía la misma tortura:
esas malditas pesadillas me perseguían sin descanso.
Siempre regresaba a aquel día, a esos segundos que me marcaron para siempre.
Los recuerdos eran como cuchillas que desgarraban la poca tranquilidad que lograba construir durante el día.
Mi espalda se tensó solo de evocarlo, como si mi propio cuerpo me obligara a recordar lo que tanto me esfuerzo en olvidar.
Me llevé una tortilla caliente entre los dedos, más para ocupar mis manos que por hambre.
La verdad es que el apetito hacía tiempo que me había abandonado, y en su lugar quedaba ese nudo en el estómago que se apretaba cada mañana.
—Te ves cansada, hija —comentó mi madre con preocupación, ladeando un poco la cabeza.
—Estoy bien —mentí otra vez, tragando saliva con dificultad.
Era más fácil repetir esa frase que confesar lo que de verdad me estaba consumiendo.
¿De qué serviría cargar también a mis padres con mis demonios?
—En un par de días comienzas el semestre, ¿no estás emocionada? —mi madre insistió, con esa sonrisa que intentaba animarme a toda costa.
Yo clavé la mirada en el borde de mi plato, siguiendo con los ojos la línea irregular de la cerámica como si allí pudiera encontrar alguna salida.
—Sí… ya quiero que sea lunes —respondí al fin, intentando sonar convincente.
No era del todo mentira.
La arquitectura era lo único que aún me mantenía en pie, el único lugar donde sentía que mi mente se calmaba, que todo el ruido interior podía transformarse en planos, en estructuras, en algo sólido y tangible.
Construir sobre el papel me daba una paz que ninguna otra cosa lograba darme.
Mi padre asintió satisfecho, mientras mi madre seguía acomodando la mesa con el mismo cuidado de siempre, como si en cada detalle quisiera envolverme con un abrazo silencioso.
Mi hermano había salido temprano al gimnasio, así que aquella mañana desayunamos solo los tres.
El silencio entre bocado y bocado se sintió denso, como si todos supieran que mi ánimo era una cuerda floja que podía romperse con cualquier pregunta extra.
Apenas terminé, recogí mis platos y limpié todo antes de subir a mi habitación.
Encerrarme allí se había convertido en mi refugio.
Encendí la laptop y, como cada mañana, revisé el correo de la facultad de arquitectura.
Entre la rutina de circulares y recordatorios, un mensaje nuevo llamó mi atención.
El asunto decía:
Cambio en la Dirección de la Facultad.
Lo abrí de inmediato.
El correo explicaba que el decano Guadalupe había sido trasladado a otra universidad.
Él era quien impartía Diseño Arquitectónico, aunque, para ser sincera, apenas podía llamarse “enseñanza” lo que hacía.
Se pasaba las horas con una copa de vino en la mano y un cigarro en la otra, mientras nosotros dibujábamos como niños de kínder, sin dirección, sin crítica, sin nada que valiera la pena.
Mi corazón dio un pequeño salto al leer el nombre del nuevo decano:
Leonardo López.
Desconocido para mí, pero al menos representaba un cambio, una esperanza.
Quizá, por fin, aprenderíamos de alguien que realmente amara lo que enseñaba.
La técnica que tenía, la que me mantenía a flote, la había perfeccionado yo sola, a escondidas, con tutoriales en línea y horas interminables de práctica.
Tal vez ahora, con un nuevo profesor, podía aspirar a más.
Estaba a punto de cerrar sesión, incluso moví el cursor hacia el icono de salida, cuando apareció una notificación en la esquina de la pantalla.
Una sola palabra iluminó la bandeja de entrada.
Remitente: Pablo.
Sentí cómo la sangre se me helaba en las venas.
El mismo nombre que había destrozado mis noches, el culpable de cada pesadilla que me arrancaba el sueño con gritos ahogados.
Tragué saliva.
El corazón comenzó a golpearme el pecho con violencia.
No lo abrí.
No todavía.
Ni siquiera podía mover el cursor.
La simple presencia de esas letras en mi pantalla bastaba para que los recuerdos me envolvieran como sombras que no había pedido volver a ver.
Las palabras de mi madre volvieron a mi mente como un eco:
¿No estás emocionada?
Sí.
Estaba emocionada por el lunes, por los planos, por las líneas que podía dibujar para construir futuros.
Pero la realidad era otra:
el pasado había encontrado el modo de alcanzarme de nuevo.
Y lo había hecho con un simple correo.
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