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Capitulo 20
El cambio en el partido fue casi inmediato.
Apenas puse un pie en la cancha, sentí cómo la tensión se transformaba en energía.
Nosotras respondíamos golpe por golpe, sin dejarnos intimidar.
Y en cuestión de cinco minutos, llegó lo que tanto esperaba:
un pase largo, un control perfecto y…
gol.
El grito de las tribunas me erizó la piel. Habíamos empatado.
Después de ese tanto, el equipo de Medicina perdió el control.
Cada vez que nos lanzaban una embestida, respondíamos con la misma fuerza.
Era como si finalmente hubiéramos encontrado nuestro ritmo.
Corría, presionaba, sentía el sudor resbalar por mi frente, y el balón parecía buscarme a mí.
Hasta que llegó mi momento:
un centro desde la banda, el balón botando justo delante de mí y, sin pensarlo, disparé con toda la potencia de mi pierna derecha.
El gol sacudió la red.
—¡GOOOOL! —
gritaron mis compañeras mientras me abrazaban.
El marcador se cerró con un 3-1.
Nuestra primera victoria.
El pitazo final nos encontró exhaustas, pero radiantes de emoción.
En los vestidores, la entrenadora nos reunió en un círculo.
—Eso es lo que quería ver de ustedes. Entrega, fuerza, confianza. Hoy demostraron que este año no vamos a conformarnos con el “casi”. Descansen, coman algo ligero y a las nueve las quiero a todas aquí. ¿Entendido?
—¡Sí, profe! —
respondimos al unísono.
Me senté en la banca, todavía con la respiración entrecortada, y cambié los guayos por unas zapatillas cómodas.
Mis piernas me pedían reposo, pero mi mente…
mi mente pedía aire.
Salí del vestidor buscando escapar un poco del bullicio.
El complejo deportivo hervía de gente.
Risas, cánticos, vendedores ambulantes, conversaciones en todos los tonos.
Todo me resultaba demasiado ruidoso. Necesitaba silencio. Paz.
Caminé sin rumbo fijo hasta que mis pasos me llevaron frente al teatro de la facultad de artes.
El edificio parecía olvidado a esa hora, en penumbras, y eso lo hacía perfecto para lo que buscaba.
Abrí la puerta con cuidado; el eco metálico retumbó en el vacío.
Bajé las escaleras lentamente, como si invadiera un santuario.
El silencio me abrazó de inmediato.
Ni un grito, ni un silbido, nada.
Solo mi respiración y el crujido de mis tenis contra la madera del escenario.
Subí a la tarima y, sin pensarlo, comencé a girar sobre mí misma.
Una vuelta, otra, otra más.
Con cada giro, las voces de mi cabeza se apagaban.
Los prejuicios, las miradas pesadas, la maldad que siempre parecía acecharme…
todo quedaba atrás.
En ese instante, en ese teatro vacío, solo existía yo.
No sé cuántas vueltas di.
Perdí la cuenta.
Pero por primera vez en mucho tiempo, me sentí libre.
El vértigo me ganó.
Mi cuerpo se inclinó hacia un costado, sin control alguno, directo al piso.
Todo parecía ir en cámara lenta:
el aire cortándome la piel, la madera que esperaba golpearme la espalda…
pero nunca llegué a tocarla.
Unos brazos firmes se cerraron en torno a mi cintura y, de golpe, mi caída se detuvo.
En lugar de la dureza del suelo, me encontré contra un pecho cálido y sólido.
El mareo me impidió reaccionar de inmediato.
Intenté incorporarme, pero mi cabeza giraba y el mundo era un borrón oscuro que no me dejaba distinguir nada.
Sus manos aún rodeaban mis caderas, apretándolas con una fuerza que me puso tensa.
—Lo… lo siento. Ya me puedes soltar —
murmuré, con la voz temblorosa.
Silencio.
Tragué saliva.
La presión en mi cintura no cedía.
—Oye, ya… suéltame —
dije con más firmeza, aunque por dentro el miedo me encogía el estómago.
Nada.
Ni una palabra, ni un movimiento para dejarme libre.
Reuní todas mis fuerzas para empujarlo, pero fue inútil.
En vez de soltarme, sentí cómo una de sus manos subía hasta mi nuca, firme, y con un movimiento decidido acercaba mi rostro al suyo.
Un segundo después, sus labios se apoderaban de los míos.
El sabor inesperado, la invasión brusca…
mi pecho estalló en desesperación.
No correspondí.
Al contrario, la angustia se apoderó de mí, y sin poder evitarlo las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas.
Los recuerdos volvieron.
Esa noche maldita.
La oscuridad.
La impotencia.
El miedo de no tener el control.
Todo encajaba demasiado bien, como un déjà vu cruel que me hacía revivirlo todo.
Pero esta vez hubo un cambio.
La presión desapareció.
El beso se rompió.
En lugar de insistir, él me estrechó contra su pecho.
Un abrazo fuerte, tibio, distinto.
No hubo palabras, pero sí algo más poderoso:
el golpeteo acelerado de su corazón, un ritmo que me obligaba a acompasar mi respiración, a soltar de a poco el pánico.
El aroma que me envolvía se volvió inconfundible.
Una mezcla entre madera de sándalo y mandarina fresca.
Un olor varonil, intenso, que quedó grabado en mi memoria como una marca.
Lloré, pero esta vez no de miedo, sino de alivio.
No sabía quién era, pero ese abrazo me sostenía, me devolvía un poco de calma.
Cuando mis sollozos se fueron apagando, sus manos se movieron con una suavidad inesperada.
Me tomó el rostro entre las palmas, sus dedos cálidos rozando mi piel aún húmeda.
Me inclinó hacia él y, esta vez, su boca rozó la mía en un beso breve, sensual, cargado de un misterio que me estremeció hasta los huesos.
Y entonces se apartó.
Sin una palabra, sin dejar que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad para reconocerlo, se levantó y se fue.
Solo quedé yo, con el corazón desbocado, los labios ardiendo y la certeza de que jamás olvidaría esa fragancia ni ese contacto.