En esta historia, se encontrarán con Ángel, una niña que fue abandonada al nacer y creció en una abadía, donde un grupo de religiosas le ofreció amor y cuidado. Sin embargo, a medida que Ángel va creciendo, comienza a sentir un vacío en su interior: el anhelo de tener un padre, como los demás niños que la rodean. A pesar de su deseo, no se atreve a manifestar sus sentimientos por miedo a lastimar a quienes la han criado, y su vida tomará un giro inesperado una noche fatídica.
Una enigmática mujer aparece y le revela a Ángel un oscuro secreto: es una heredera y debe buscar venganza por la muerte de su madre. Así inicia su transformación en la Duquesa Sin Corazón, una niña destinada a cumplir con un legado de venganza que no es suyo. ¿Qué elecciones hará Ángel en su camino? ¿Podrá encontrar su verdadera identidad en medio de la oscuridad que la rodea?
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CAPÍTULO 19. EL PRÍNCIPE DE HIERRO
CAPÍTULO 19. EL PRÍNCIPE DE HIERRO
El príncipe Édouard de Arquemont no era un hombre tierno, ni amigable como su hermano. Era hombre de temor. Los trovadores no relataban sus logros en las plazas, ni las mujeres suspiraban por sus versos porque él no era un personaje de cuentos.
Era un líder militar.
El símbolo de la corona.
El príncipe de hierro.
Mientras que Louis, el heredero, representaba la diplomacia y la luz…Édouard encarnaba la oscuridad y el acero. Desde que pudo agarrar una espada, la empuñó. Desde que su voz se transformó, sonó como una orden. Su niñez no transcurrió en los jardines del palacio, sino en el barro de campamentos militares, el sudor de los entrenamientos, y el aroma del cuero quemado de las armaduras recién hechas. Era un niño de la realeza, pero criado para ser un soldado.
Alto, con hombros anchos, y una presencia que imponía antes de que pronunciara cualquier palabra, Édouard nunca necesitó alzar la voz para que le obedecieran.
Su rostro tenía rasgos nobles, pero se había endurecido bajo el sol de las batallas.
Tenía el cabello oscuro y siempre lo llevaba corto. Sus ojos eran grises como una tormenta a punto de estallar.
Y su mirada era demasiado intensa para que alguien la sostuviera por más de unos instantes. A los veintinueve años, ocupaba el puesto de general del ejército real, era el líder de las fuerzas del norte y el estratega principal de las campañas más sangrientas en los últimos cinco años. Había ganado batallas que el reino ni siquiera sabía que estaban ocurriendo.
Su fama en las tabernas era como la de un lobo disfrazado de príncipe.
En el consejo militar, lo llamaban "el martillo del reino".
Y nadie, ni los nobles más poderosos, se atrevían a ignorarlo.
Pero en su interior…había amor. Por su madre. Por su hermano. Y por su responsabilidad.
Desde pequeños, Louis y él habían sido distintos. Louis se crio entre tratados y poesía. Édouard, en cambio, en medio de gritos y disciplina.
Pero nunca se vieron como rivales.
—Nunca se enfrenten —les había aconsejado Adelaida cuando eran niños—. El mundo intentará separarlos. No lo permitan. Cuídense. O los destruirán. Y cumplían con esa promesa.
Louis estaba destinado a ser rey, Édouard, su protector. Meses atrás, la reina lo llamó al salón de los lirios. Un lugar reservado solo para decisiones que cambiaban destinos.
—Toma asiento —le dijo con voz tranquila.
Édouard lo hizo sin quejarse. Frente a él, su madre mostró un pequeño retrato. Un dibujo a acuarela. Delicado. Preciso.
Era la imagen de una joven con intensos ojos verdes como la selva después de la lluvia, y cabello como fuego dormido.
—Su nombre es Ángel de Manchester —anunció Adelaida, con las manos entrelazadas—. Será tu esposa.
Édouard dirigió la mirada al retrato.
No preguntó por qué, no se mostró en desacuerdo.
Solo levantó una ceja.
—¿Es un matrimonio por razones políticas?
—Y mucho más. Pero ahora no es el momento de dar detalles.
—¿Ella lo sabe?
—Lo sabrá pronto.
Édouard volvió a observar el retrato.
Era hermosa, pero eso no fue lo que le hizo detenerse.
Había algo en su mirada.
Una melancolía antigua. Una soledad moldeada.
Y una fortaleza que no provenía de su linaje. . . sino de su tenacidad.
—No busco cariño, madre —respondió tranquilamente.
—Ella tampoco.
Édouard hizo un gesto afirmativo una vez.
—Entonces lo acepto.
Pasó semanas tratando de encontrar datos. Enviaba tropas, investigaba archivos, examinaba árboles genealógicos. No obtuvo nada.
Ángel de Manchester no era real.
No había actos públicos, ni retratos oficiales, ni documentos.
Era un espectro.
Una falsedad.
O un misterio.
—¿Quién es? —inquirió a su madre una noche, justo antes de partir a los campamentos.
Ella solo contestó con su típico tono enigmático:
—Todo llegará a su debido tiempo, Édouard. No antes.
Eso lo molestó. No era un peón. Detestaba las sorpresas.
Pero confiaba en ella. Siempre lo había hecho.
Así que aguardó.
En su mente, ya había tomado una decisión.
Se casaría. Le ofrecería un título, riquezas, una vida estable.
Ella podría vivir en libertad. Él continuaría al mando de ejércitos, protegiendo sus fronteras, siendo el guerrero que siempre había sido.
No necesitaba amor. No deseaba ternura. Solo cumpliría con su función, lo que ignoraba, lo que no podía anticipar, era que esa joven no era simplemente un elemento pasivo. Que su futura esposa no solo poseía determinación. . . tenía pasión. Tenía identidad y estaba a punto de establecer sus condiciones. Y cuando se encontraran, la lucha más complicada para el príncipe de hierro. . . no sería en el campo de batalla. Sino frente a la única mujer que no tenía intención de obedecer sus órdenes.