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El Otoño De Los Eternos

El Otoño De Los Eternos

Status: En proceso
Genre:Vampiro / Fantasía épica / Mitos y leyendas
Popularitas:1.6k
Nilai: 5
nombre de autor: Kris Salas Valle

Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.



Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.

Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.

Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.

Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.

NovelToon tiene autorización de Kris Salas Valle para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

🩸Capítulo 20: Las Voces del Silencio

El día amaneció con un extraño resplandor ámbar, como si el cielo hubiese olvidado cómo ser cielo y se hubiese vuelto un recuerdo suspendido. Las nubes no eran del todo grises; se teñían de un dorado marchito, como las hojas que caen en otoño cuando ya no tienen a dónde pertenecer.

Annabelle despertó con esa palabra aún adherida a sus labios: Ignis aeternum.

No sabía qué significaba. Pero algo en su pecho, algo más profundo que su aliento, la reconocía como propia. Como si no la hubiera pronunciado por primera vez, sino recordado tras siglos de silencio.

El fragmento, aún en su caja de ébano, parecía haber cambiado. Su brillo ya no era constante. Palpitaba. A veces leve, otras veces como una advertencia.

“¿Qué quiere de mí?”, pensó mientras se sentaba al borde de la cama. “¿O… a quién llama?”

Esa mañana, los corredores de la escuela estaban en silencio. No el silencio rutinario de la disciplina, sino uno denso, contenido, expectante. Como si algo hubiese sucedido durante la noche y todos fingieran no haberlo sentido.

—Están hablando de ti —dijo una voz familiar.

Annabelle giró y encontró a Myriam, la Eterna más joven del Ala Norte. Su rostro, siempre tranquilo, ahora tenía líneas de preocupación marcadas.

—Dicen que el fragmento se ha despertado. Que lo agitaste —continuó Myriam—. Que invocaste una lengua muerta. Que los Fundadores están deliberando.

Annabelle tragó saliva. No estaba segura de lo que más la perturbaba: el hecho de que todo eso fuera cierto… o que los demás lo supieran.

—¿Por qué te importa? —preguntó con suavidad, sin rastro de defensa.

Myriam bajó la mirada. Por un momento, el peso de la máscara cayó de sus ojos.

—Porque si tú caes… caeremos todos contigo.

La sala del consejo era una de las más antiguas del edificio. Se decía que allí, siglos atrás, se selló el Pacto Original entre los fundadores y lo que quedó de la humanidad tras la Primera Noche. Sus paredes estaban revestidas de madera negra y mármol blanco; contrastes como los que se repetían una y otra vez en la historia de los Eternos.

Annabelle fue conducida allí sin aviso. Ni una advertencia, ni una explicación.

En el centro de la sala, siete figuras la esperaban.

Théodore no estaba entre ellos.

—Annabelle Lorne —comenzó uno de los fundadores, su voz seca como papel antiguo—. Has pronunciado palabras que no se han oído en esta tierra desde la caída de Velkarum. Has despertado un fragmento que no debía arder. Has cruzado el umbral sin permiso.

—Yo no sabía… —intentó decir ella.

—Pero lo hiciste —interrumpió otra figura—. Y eso basta.

El juicio no era uno oficial, pero se sentía como tal. Los fundadores no la amenazaban, pero sus ojos eran cuchillas, sus palabras afiladas con siglos de desconfianza.

—La pregunta no es qué hiciste —dijo una tercera voz, más pausada, más dolorosa—. La pregunta es: ¿qué te queda por hacer?

Annabelle inspiró hondo. Había llegado allí sin respuestas. Pero ahora entendía que el fuego en su interior ya no podía ser ignorado. Si no hablaba por él, si no aceptaba lo que se despertaba en su sangre… se perdería en ese mismo silencio que siempre había temido.

—No soy una Eterna —comenzó—. No nací bajo su signo. No me enseñaron las reglas. Pero algo me eligió. O tal vez me recordó. No sé qué soy aún, pero no puedo seguir fingiendo que esto es solo un accidente.

Los fundadores se miraron entre ellos. Uno de ellos, el más anciano, sonrió apenas.

—No eres un accidente, niña. Eres una herida reabierta. Y aún no sabemos si sangras luz… o sombra.

Esa noche, volvió a los jardines.

Buscaba aire, espacio, algo que no tuviera el peso de siglos encima.

Lo encontró a él.

Théodore estaba de pie bajo el arco de rosales marchitos, los pétalos cayendo a su alrededor como copos secos de un invierno antiguo.

—No viniste —dijo ella, sin reproche, pero con una herida nueva en el pecho.

—No podía —respondió él.

—¿Porque temías por mí?

—Porque temía por ti… y por mí también.

Se miraron. Ninguno corrió hacia el otro. Ninguno extendió los brazos. Pero el vacío entre ambos parecía encogerse, como si la noche supiera que aún no era el momento para separarlos.

—Me dijeron que lo que desperté… es peligroso —susurró Annabelle.

Théodore asintió lentamente.

—También lo fue el primer fuego. Y, sin embargo, lo seguimos encendiendo.

Ella bajó la mirada. El fragmento pulsaba contra su pecho como una respuesta.

—No puedo apagarlo.

—No debes.

—¿Y si me consume?

Théodore dio un paso. Luego otro. Hasta que su aliento rozó el de ella.

—Entonces arderé contigo.

Aquella madrugada, Annabelle volvió a soñar.

Pero esta vez no había ruinas ni altares. Solo una sala de espejos.

Cada espejo mostraba un rostro distinto, todos con sus ojos. Pero solo uno lloraba sangre. Y solo uno sostenía el fragmento con las manos encendidas.

Al despertar, recordó algo.

Una palabra más.

Una frase completa.

Una llave.

“Sanguinem vetus, flamma nova.”

La sangre es antigua. La llama, nueva.

Y comprendió que el fuego que ardía en ella… no era un eco.

Era un principio.

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