En un mundo donde las apariencias lo son todo, Adeline O'Conel, una joven albina de mirada lunar, destaca como una joya rara entre la nobleza. Huérfana de madre desde su nacimiento, fue criada por un padre bondadoso que le enseñó a ver el mundo con ternura y dignidad. Al cumplir quince años, Adeline es presentada en sociedad como una joven casadera, y pronto, su belleza singular capta la atención de la corte entera.
La reina, fascinada por su porte elegante, la declara el diamante de la época. Caballeros, duques y herederos desfilan ante ella, buscando su mano. Pero el corazón de Adeline no se agita por ellos, sino por alguien inesperado: la primera princesa del reino, una joven de 17 años con una mirada firme y un alma libre.
En una época que no perdona lo diferente, Adeline y la princesa se verán envueltas en un torbellino de emociones, secretos y miradas furtivas. ¿Podrá el amor florecer bajo la luz de una luna que, como ellas, se esconde para brillar en libertad?
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Te encontré
Esa noche, Luney no podía conciliar el sueño.
Se revolvía en su cama con los ojos abiertos, observando el reflejo de la luna en el techo de su habitación. La escena del abrazo con Julieta se repetía una y otra vez en su mente, como si el universo quisiera asegurarse de que no la olvidara. Y no podía. Ni aunque lo intentara.
Cuando por fin se quedó dormida, el mundo de los sueños no la recibió con calma.
Fue como caer en un abismo. Uno lleno de ecos y luces antiguas.
Al principio, todo era confuso: formas, sonidos, la brisa de un jardín lleno de rosas blancas, la risa de alguien detrás de una fuente. Luego, poco a poco, las imágenes se hicieron más claras.
Era de noche.
La luna brillaba inmensa en un cielo estrellado. Y ella —no como Luney, sino como otra versión de sí misma, más etérea, vestida con un largo vestido marfil— corría por los pasillos de un palacio.
Sus pies descalzos no hacían ruido sobre los mármoles fríos. Sabía a dónde iba. Lo sentía.
Se detuvo frente a una gran puerta de madera, esculpida con flores y lunas. Dudó un segundo antes de empujarla. Al entrar, un cálido resplandor de velas la envolvió. Y allí estaba… la princesa.
Juliette.
Vestía de azul profundo, con el cabello suelto cayendo como una cascada negra sobre su espalda. Estaba de espaldas, contemplando la ventana abierta. Al oírla entrar, se volvió lentamente… y sus ojos, los mismos ojos que Luney había visto esa mañana, se encontraron con los suyos.
—Llegaste —dijo Juliette con una sonrisa que le heló y le quemó el pecho al mismo tiempo.
Luney —o la antigua Adeline— dio un paso al frente, temblando.
—Siempre llego —susurró en respuesta, sin pensarlo.
Se acercaron lentamente, como si el universo mismo mantuviera el aire quieto para no perturbarlas.
Y entonces ocurrió.
El beso.
Tierno. Lento. Triste. Como si ambas supieran que no tendrían muchas oportunidades más.
Cuando se separaron, Juliette la acarició con delicadeza.
—Si esto es un pecado, no me arrepiento. Moriría una y mil veces si eso significa poder amarte de nuevo.
La imagen se deshizo en un destello blanco.
—¡Juro que te amaré en la próxima vida! —alcanzó a decir Juliette con su último aliento.
Todo se volvió oscuro.
Luney se despertó de golpe.
Empapada en sudor. Las sábanas revueltas. La respiración entrecortada. Y lágrimas. Muchas lágrimas.
Se llevó una mano al pecho. Le dolía. Como si le hubieran atravesado con una lanza invisible. Temblaba, paralizada por lo que había visto.
—Adeline… —susurró, sin entender por qué ese nombre flotaba en su mente.
Tardó varios minutos en recuperar el aliento. Se levantó de la cama y caminó hacia el espejo. Su reflejo le parecía… ajeno. Como si ya no fuera solo Luney quien la habitaba.
Recordaba su rostro en el sueño.
Recordaba las palabras. El beso. El dolor.
Y lo más terrible: los ojos de Juliette.
Se dejó caer sentada frente al espejo, con la espalda apoyada en la pared, tratando de ordenar sus pensamientos. El sueño había sido tan real. Tan vívido. Y aunque nunca había estado en un palacio, conocía cada rincón del que había visto. Cada gesto. Cada emoción.
¿Y si no era solo un sueño?
¿Y si… realmente fui esa chica? ¿Adeline?
Luney se cubrió el rostro con las manos, temblando.
Todo encajaba.
Los sueños desde los quince años.
La sensación de vacío.
El dolor inexplicable.
Y ahora, esa escena…
ese beso…
Recordaba cómo se sintió perderla.
Y ahora, en esta vida, la había vuelto a encontrar.
Julieta.
Se levantó lentamente, sintiendo que su cuerpo pesaba el doble. Se acercó a la ventana, y allí, la luna la miraba desde lo alto, brillante, casi doliente.
—¿Por qué ahora? —susurró—. ¿Por qué recordarlo justo cuando más me confunde?
Y entonces, como una caricia del pasado, su memoria le susurró la promesa de Juliette:
"Viviremos en otra época… donde amar no sea tan difícil."
El año 2027.
Y ella… había vuelto.
La noche avanzaba lenta, silenciosa, como si el mundo entero guardara el aliento. Julieta dormía profundamente en su habitación, cubierta por una manta ligera, con el rostro relajado por primera vez en todo el día.
Pero su calma pronto fue interrumpida.
Como una marea que se arrastra sigilosamente, el sueño llegó sin aviso, envolviéndola en un torbellino de imágenes, sonidos y sensaciones que parecían no pertenecerle… pero que conocía mejor que su propio reflejo.
Era de noche.
La luna iluminaba los jardines con una luz plateada que danzaba sobre los setos podados con precisión. Y ella —aunque no como Julieta, sino como Juliette, princesa heredera del Reino de Eldoria— caminaba con paso apresurado entre los corredores de piedra del castillo.
Su corazón latía con fuerza, no por miedo, sino por emoción.
Ya casi llegaba.
Dobló una esquina y cruzó el pasadizo secreto del ala este, una zona antigua del castillo que casi nadie visitaba. Allí, detrás de una pesada puerta de roble cubierta de glicinas, la esperaba ella.
Adeline.
La hija del Marqués de O’Conel. La joya de la corte. La chica con la sonrisa más dulce y la mirada más profunda que había conocido jamás.
Abrió la puerta con manos temblorosas, como lo hacía cada noche desde hacía meses, y la vio. Sentada junto a la ventana, con la luna bañándole la piel pálida, Adeline parecía más un sueño que una persona real. Vestía una bata blanca de seda y su cabello, largo y claro, caía sobre sus hombros como hilos de luz.
—Llegas tarde, Juliette —dijo Adeline, girando apenas el rostro, sin ocultar su sonrisa traviesa.
Juliette sonrió también.
—Nunca demasiado tarde para verte.
Adeline se levantó lentamente y cruzó el cuarto hasta ella. Cuando se detuvo frente a su princesa, la miró a los ojos, y Juliette sintió que el mundo se desvanecía alrededor. Solo existían ellas dos.
—¿Y si nos descubren? —murmuró Juliette, aunque sin convicción.
—Que nos descubran. ¿Qué es un castigo comparado con esta felicidad?
Adeline rozó su rostro con la yema de los dedos, y Juliette sintió que le temblaban las rodillas.
—No me llames princesa aquí —susurró Adeline—. Aquí no soy nadie, y tú tampoco. Aquí solo somos nosotras. Llámame como siempre lo haces.
Juliette sonrió suavemente.
—Mi luna.
Entonces la besó.
Con desesperación contenida. Con ternura infinita. Con la certeza de quien ama con cada parte de su alma.
En ese beso, todo cobraba sentido: el mundo, el amor, el riesgo, la espera. Y Juliette, por una vez, no se sintió heredera, ni hija de reyes, ni futura monarca. Solo una joven enamorada de otra joven que brillaba como la luna.
El cuarto, el castillo, el pasado… todo giraba en torno a ese instante.
Y cuando se separaron, Adeline apoyó la frente en la suya.
—Si algún día nos reencarnamos, encuéntrame.
—¿Dónde? —preguntó Juliette, aún sin abrir los ojos.
—Donde haya una luna llena… y un árbol de manzanas. Yo estaré allí. Esperando.
Julieta se despertó de golpe.
Los ojos empapados de lágrimas. La respiración agitada. La garganta seca.
Se incorporó, sintiendo una presión profunda en el pecho.
—Adeline… —susurró sin pensarlo, y su voz tembló.
Las imágenes seguían latiendo en su mente con una fuerza brutal: la habitación secreta, la promesa, la calidez de aquel beso.
Llevó una mano a los labios, como si pudiera sentir aún el eco de aquel contacto. Era imposible.
Absurdo.
¿Verdad?
Pero todo en su interior gritaba lo contrario.
Y entonces comprendió.
No era la primera vez que veía a Luney.
No.
La había amado antes.
Y ella también la recordaba. Lo vio en sus ojos, en sus lágrimas, en su huida desesperada.
Julieta se levantó de la cama y caminó hasta la ventana. La luna llena brillaba sobre el cielo nocturno, igual que en el sueño.
Y entonces, al mirar al fondo del jardín de la mansión donde ambas familias se reunían aquella semana, vio la silueta de un árbol.
Un manzano.
Y algo dentro de ella se rompió… para comenzar a sanar.
—Te encontré —susurró—. Mi luna.
El día amaneció nublado, como si incluso el cielo supiera que algo importante estaba por suceder. Julieta apenas había dormido tras despertar de aquel sueño. Había permanecido en vela, sentada en la orilla de su cama, con la mente dando vueltas sobre lo vivido.
¿Cómo es posible? ¿Cómo puedo recordar algo que no viví… o que no debería haber vivido?
Pero las imágenes eran tan vívidas. Tan reales. Aún podía sentir el aroma de Adeline, el calor de su piel, la suavidad de su voz. Y no eran meras fantasías: eran recuerdos. Lo sabía. Lo sentía en lo más profundo del alma.
No podía seguir guardándoselo. Tenía que encontrarla. A Luney.
Se vistió con rapidez, sin siquiera peinarse, y bajó las escaleras de la mansión de su familia anfitriona. El desayuno estaba servido en la terraza, y entre los murmullos de las familias nobles reunidas allí, buscó con la mirada aquella cabellera blanca como la nieve.
No estaba.
—Disculpa —le dijo al mayordomo con apuro—. ¿Has visto a Luney?
—La señorita Luney salió muy temprano —respondió él—. Dijo que necesitaba aire fresco.
Julieta no preguntó más. Lo sabía. El manzano.
Cruzó los jardines sin mirar atrás, sintiendo el corazón retumbarle en el pecho. Y allí, al pie del árbol de manzana, la encontró.
Luney estaba sentada con las rodillas abrazadas contra el pecho, la mirada perdida en el césped. Su cabello se movía con la brisa, y su piel parecía aún más pálida bajo la luz difusa del día nublado. Parecía una escultura de porcelana a punto de quebrarse.
Julieta se detuvo unos pasos antes, como si temiera perturbarla.
—Luney —susurró.
Ella no se movió.
—Sé lo que soñaste.
Lentamente, Luney giró el rostro. Sus ojos celeste, empañados por lágrimas recientes, se encontraron con los de Julieta. El silencio fue pesado, casi insoportable.
—¿Cómo… cómo sabes eso? —preguntó Luney, con voz ronca.
Julieta dio un paso más.
—Porque yo también lo soñé.
Luney parpadeó, y sus labios temblaron. Se puso de pie, lentamente, como si temiera que el suelo la rechazara.
—¿Viste… la habitación?
—Sí.
—¿El beso?
—Sí.
Un estremecimiento recorrió a ambas. Entonces Luney tragó saliva, incapaz de contenerlo más.
—Te llamé Adeline.
—Y yo te llamé mi luna —respondió Julieta con voz baja, temblorosa.
Ambas temblaban. Y el aire entre ellas vibraba con algo antiguo, profundo, irrompible.
—No entiendo —dijo Luney, abrazándose a sí misma—. Todo esto me duele. Me siento partida. Como si viviera dos vidas. Como si te conociera… más de lo que se puede conocer a alguien en un día.
Julieta se acercó con cautela, como si se aproximara a una criatura salvaje a punto de huir.
—No es solo un sueño, ¿verdad?
Luney negó con la cabeza.
—No. No puede serlo. Lo he soñado desde los quince. Siempre lo mismo. Siempre tú. Y siempre despierto llorando… como si perdiera algo que jamás tuve.
Julieta extendió la mano, temblorosa.
—¿Puedo?
Luney dudó un segundo… y luego asintió.
Los dedos de Julieta rozaron su mejilla con una ternura infinita. Ese simple contacto hizo que ambas cerraran los ojos. Y entonces los recuerdos no fueron ya fragmentos sueltos, sino un eco que las envolvió a las dos al mismo tiempo.
El castillo.
Las promesas.
La sangre.
El amor.
—Moriste por mi—susurró Julieta, con la voz rota—. Moriste por mí.
— No, morimos por nuestro amor no aceptado. —respondió Julieta.
Ambas lloraban, sin necesidad de esconderlo.
—¿Qué somos? —preguntó Luney, abrumada—. ¿Reencarnaciones? ¿Locas? ¿Un error del destino?
Julieta sonrió suavemente, con lágrimas en los ojos.
—No lo sé. Pero sé que te amé. Te amo. Y quizás este sea el milagro que esperábamos.
Luney bajó la mirada, insegura.
—Tengo miedo.
—Yo también.
—¿Y si esto no está bien?
Julieta se acercó aún más, su frente ahora apoyada en la de ella.
—Entonces no lo estará. Pero esta vez… no te dejaré sola.
El viento sopló entre las ramas del manzano, y una manzana roja cayó al suelo, rodando lentamente hasta sus pies. Ambas la miraron. Y una risa suave escapó de Luney entre lágrimas.
—El árbol. Lo prometimos.
—Aquí estarías. Esperando.
Se abrazaron entonces, sin palabras. Ya no como desconocidas. No como chicas confundidas por sueños o coincidencias. Se abrazaron como dos almas que, contra toda lógica, habían vuelto a encontrarse.
Y por primera vez, en siglos, ya no estaban solas.
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