"No todo lo importante se dice en voz alta. Algunas verdades, los sentimientos más incómodos y las decisiones que cambian todo, se esconden justo ahí: entre líneas."
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Advertencia
La penumbra se aferraba a las paredes de la cocina, solo interrumpida por el parpadeo agonizante de la lámpara. El zumbido de la nevera sonaba como un gemido cansado, mezclándose con el golpeteo persistente de la lluvia contra los cristales. Damon se desplomaba en la silla, su silueta temblorosa proyectando sombras errantes sobre la mesa de madera agrietada. Mis dedos se cerraron alrededor del borde de mi camiseta empapada, sintiendo el agua escurrir entre mis nudillos. Aquel rasguño en su cuello seguía brillando bajo la luz amarillenta, como una herida reciente que no pertenecía a nadie.
—Toma.— Le tendí la manta con un movimiento brusco, evitando que nuestras manos se rozaran. Él la aceptó con dedos que parecían incapaces de sostener nada, envolviéndose en la lana como si fuera una armadura. —Gracias, Blake.— Su voz sonó ronca, como si llevara gritando toda la noche.
El café hirvió en la cafetera, llenando el aire con un aroma amargo que no lograba enmascarar el olor a tierra mojada que traíamos de fuera. Serví dos tazas, notando cómo el líquido negro temblaba en mis manos antes de alcanzar el borde de la porcelana.
—Hablaste de Heather antes,— murmuré, observando cómo sus pupilas se dilataban al mencionarlo. —Esa bufanda azul...—
Damon apretó la taza entre sus palmas como si buscara calor. —Era lo único que quedaba de ella al final. La tejía cuando las cosas se ponían... difíciles.— Su rodilla rozó la mía bajo la mesa, y contuve el impulso de apartarme demasiado rápido. Algo en su mirada me hizo tragar saliva—no era dolor lo que vi allí, sino algo más húmedo, más urgente.
El silencio se extendió hasta volverse opresivo. Él se inclinó hacia adelante, y su aliento caliente me alcanzó la mejilla antes que sus palabras: —Usted también podría ser eso para mí. Mi refugio.—
Retrocedí instintivamente, haciendo chirriar la silla. —Estás confundiendo las cosas, Damon.—
—¿Las cosas?— Una risa seca le escapó mientras se levantaba, moviéndose con la torpeza de alguien que ha olvidado cómo ocupar espacio. —Usted es lo único claro que tengo.— Dio un paso hacia mí, luego otro, hasta que pude sentir el calor irradiando de su pecho. —No me pida que me aleje.—
Mi pulso aceleró cuando su mano se alzó, dedos rozando mi manga con una delicadeza que no coincidía con la intensidad de su mirada. —Damon-— advertí, pero él ya estaba hablando de nuevo, palabras entrecortadas que caían como piedras entre nosotros:
—Todo este tiempo pensé que me ayudaba por bondad. Pero hay algo más, ¿verdad? Lo siento cada vez que me mira y aparta los ojos demasiado rápido.—
—¡Basta!— El grito me salió antes de poder detenerlo. Lo empujé con ambas manos, sintiendo cómo cedía bajo mis palmas con sorprendente facilidad. —¿Qué diablos te pasa? ¿No ves que esto está mal?—
Él tropezó contra la mesa, haciendo caer la bufanda azul al suelo. Por un instante, solo se oyó nuestro respirar entrecortado. Luego, su expresión se quebró en algo que me hizo sentir como un monstruo.
—Lo siento,— susurró, recogiendo la bufanda con movimientos mecánicos. —No quería...—
Yo ya me había apartado, clavando las uñas en mis propias palmas. La nevera zumbó de nuevo, recordándome lo ordinario que debería ser este momento. Pero nada era ordinario—no la forma en que me miraba, no el nudo de culpa y otra cosa que se apretaba en mi estómago.
Miré por la ventana, donde la lluvia dibujaba carreras en el cristal. —Necesitas irte,— dije, pero las palabras sonaron huecas incluso para mí.
Damon no respondió. Solo se quedó allí, sosteniendo aquel pedazo de lana azul como si fuera la única cosa que lo mantenía anclado al mundo. Y por primera vez, entendí con horrible claridad que tal vez lo era.
Damon seguía sentado frente a mí, encorvado bajo la manta como si el peso de la noche lo hubiera doblado. No era solo el frío lo que me hacía temblar—era la forma en que me miraba cuando creía que no me daba cuenta, como si yo fuera la única cuerda que lo sostenía sobre el vacío.
—Perdóneme, Blake.— Su voz sonó rasposa, como si las palabras le hubieran arañado la garganta al salir. Sus manos se aferraron al borde de la mesa, los nudillos blanqueando. —No quise... no sé qué me pasó.—
Apreté los dientes. El dolor en mi puño, aún hinchado por el golpe a la encimera, palpitaba al ritmo de mi corazón. —No es solo eso, Damon. Llevas semanas mirándome como si—— Me corté, buscando una palabra que no quería pronunciar.
Él levantó la cabeza entonces, y en sus ojos vi algo que me heló la sangre: no era arrepentimiento, sino una necesidad voraz, como la de un hombre a punto de deshidratarse viendo un oasis que sabe ilusorio.
—¿Como si qué?— Se inclinó hacia adelante, la silla crujiendo bajo su peso. —Dígalo.—
Retrocedí hasta sentir el vidrio frío de la ventana contra mi espalda. —Como si yo fuera algo que no soy.—
Damon se rió, un sonido seco y roto. —Usted no tiene idea de lo que es.— Se levantó con movimientos lentos, deliberados, como si cada paso requiriera un esfuerzo sobrehumano. Cuando estuvo a medio metro de mí, su respiración se aceleró. —¿Sabe lo que se siente? Estar tan cerca del único ser humano que no te trata como un estorbo, y aún así... aún así no poder-—
Su mano se alzó, deteniéndose a centímetros de mi rostro. No la aparté. No pude. Algo en la tensión de sus dedos, en la forma en que temblaban sin llegar a tocarme, me paralizó.
—Blake.— Mi nombre en sus labios sonó a confesión. —A veces pienso que preferiría que me odiara. Sería más fácil que esto.—
Entonces lo entendí. No era gratitud lo que ardía en su mirada—era hambre. La misma que yo había visto en perros callejeros al borde de la inanición, dispuestos a morder la mano que los alimentaba con tal de no perder el último mendrugo.
—¡Simplemente aléjate!— Mi voz resonó como un disparo en el espacio cerrado. —¿No ves que esto está podrido? ¿Que no soy tu salvación ni tu puto redentor?—
Damon tropezó contra la mesa, derramando el café frío que nadie había bebido. Por un instante, algo oscuro cruzó su rostro—rabia, humillación, quizá ambas—antes de apagarse en una mueca de dolor.
—Claro.— Se enderezó la camisa con dedos que no dejaban de temblar. —Como siempre. Usted da órdenes, y yo obedezco.—
La puerta de su habitación se cerró con un golpe sordo. Me quedé ahí, escuchando cómo la lluvia lavaba el mundo exterior, mientras en mi cabeza resonaba una pregunta que no me atrevía a formular en voz alta:
¿Cuánto tiempo pasaría antes de que esa necesidad suya se volviera un cuchillo contra mi garganta?