Ayanos jamas aspiro a ser un heroe.
trasportado por error a un mundo donde la hechicería y la fantasía son moneda corriente, solo quiere tener una vivir plena y a su propio ritmo. Con la bendición de Fildi, la diosa de paso, aprovechara para embarcarse en las aventuras, con las que todo fan del isekai sueña.
Pero la oscuridad no descansa.
Cuando el Rey Oscuro despierta y los "heroes" invocados para salvar ese mundo resultan mas problemáticos que utiles, Ayanos se enfrenta a una crucial decicion: intervenir o ver a su nuevo hogar caer junto a sus deseos de una vida plena y satisfactoria. Sin fama, ni profecías se alza como la unica esperanza.
porque a veces, solo quien no busca ser un heroe...termina siendolo.
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CAP 20
EL REY DEL CIELO
El carruaje avanzaba con su ritmo constante, pero el ambiente dentro era tan denso que parecía detener el tiempo.
Nadie hablaba.
Ni una palabra.
El silencio no era simple incomodidad: era un campo de tensión invisible que se extendía entre ellos como una tela de araña a punto de romperse.
Richard, sentado con los brazos cruzados, no apartaba la vista de Amelya. Su mirada no era casual. Era insistente, calculadora. Una vigilancia silenciosa que incomodaba al punto de hacerla encogerse, deseando no existir por un rato.
Darwin no decía nada. Observaba el paisaje con ojos entrecerrados, el ceño apenas fruncido. Estela mantenía su daga entre los dedos, jugando con ella de forma casi automática. Amelya intentaba respirar con normalidad, pero el aire del carruaje le parecía cada vez más espeso. Y Bruno… callaba, pero sus nudillos estaban blancos de tanto apretar el asiento.
Fue entonces cuando sucedió.
Un temblor, breve al principio, sacudió el camino. Como una vibración lejana, un eco de algo inmenso que todavía no llegaba.
Pero luego... el verdadero impacto.
La tierra rugió. No como un terremoto natural, sino como si los cimientos del mundo se doblaran sobre sí mismos. El carruaje se detuvo con violencia. Los caballos se alzaron en pánico, relinchando como si un demonio los hubiese tocado.
—¡¿Qué carajos fue eso?! —exclamó Richard, buscando sostenerse.
Bruno fue el primero en reaccionar. Sin decir nada, abrió la puerta de un empujón y descendió de un salto, mientras el resto del grupo todavía intentaba recomponerse del impacto.
Afuera, una nube de polvo comenzaba a cubrirlo todo. El cielo, tan claro un minuto antes, se oscurecía como si el sol mismo se hubiese acobardado.
Los demás héroes salieron del carruaje uno a uno. El temblor se había detenido, pero la tierra seguía vibrando. El aire, cargado de electricidad, picaba en la piel. Y el viento... no era viento. Era una corriente de presión, un latido enorme que venía de más allá del polvo.
Estela fue la primera en notarlo.
—¿Eso es… un ala?
Las palabras apenas alcanzaron a salir cuando la tormenta de polvo se partió, como si alguien la barriera desde adentro.
Dos alas inmensas golpearon el aire, generando una onda de choque que sacudió los árboles y arrancó la vegetación del suelo.
El polvo desapareció, disipado sin resistencia.
Y allí estaba.
Una bestia negra como el olvido, de escamas oscuras salpicadas con vetas azuladas que brillaban apenas con cada movimiento. Su cuerpo era gigantesco, su presencia aplastante. Pero lo que paralizó a todos no fue su tamaño… fue su aura.
El área donde planeaba aterrizar comenzó a resquebrajarse, como si el suelo se rindiera a su voluntad. La hierba, las flores, incluso los árboles... se marchitaban en segundos, arrasados por una energía venenosa que se expandía como una marea invisible.
Nadie se movió.
Richard cayó al suelo, arrastrándose hacia Bruno con los ojos desorbitados.
—¡¿Qué demonios es eso?! ¡¡Qué mierda es eso!!
Bruno lo sabía. Lo supo en cuanto el cielo tembló.
No necesitaba verlo para reconocerlo.
Dragón.
Pero no cualquiera.
Ese.
El que no debería seguir existiendo.
El que se suponía extinto.
Y entonces, se oyó la voz.
No nació de una garganta. No fue proyectada con pulmones. Fue como si el aire mismo la escupiera, como si cada piedra, cada hoja, cada partícula de polvo hablara al unísono con una sola voluntad:
> —Malditos humanos…
Será la última vez que vean a un dragón…
Hoy... se extinguirán.
El suelo crujió. El cielo pareció titubear.
Y los héroes, por primera vez desde que llegaron a ese mundo…
…conocieron el verdadero miedo.
—¡Prepárense! —bramó Bruno, desenfundando su arma—. ¡En formación defensiva!
Los héroes lo miraron, paralizados. El miedo se había colado en sus huesos como veneno lento. Nadie hablaba... hasta que Estela, con la voz quebrada por el temor, soltó un grito desesperado:
—¡¿Cómo pensás que podemos enfrentarnos a eso?!
La tierra tembló de nuevo.
Y entonces, la voz del dragón se alzó otra vez. Esta vez, no como un rugido… sino como un juicio divino. Cada palabra era un látigo en el aire, un trueno encajado en el pecho:
—SILENCIO, HUMANOS.
El eco de su voz quebró ramas, resquebrajó rocas. Pero algo, o más bien alguien, llamó su atención.
Allí, en medio del grupo, una figura pequeña pero firme se mantenía erguida, con las piernas tensas y las manos listas para conjurar. Era Amelya.
La joven no temblaba. Por fuera.
Por dentro, todo en ella gritaba. Su cuerpo entero luchaba por no colapsar, por no rendirse a la presión aplastante de ese ser imposible. El miedo le rozaba el alma, pero no dio un paso atrás. No frente a ellos.
Porque si ella flaqueaba, el grupo lo haría con ella.
Porque alguien tenía que sostener el frente.
Sus labios murmuraban sin voz, como si tratara de repetir fórmulas que no alcanzaban. Pero sus ojos… sus ojos eran fuego contenido. Y esa determinación silenciosa fue lo que hizo que el dragón la mirara por un segundo más.
Bruno apretó los dientes. Y entonces lo dijo.
—Claurest… el Padre Dragón.
Fue un susurro casi reverente. Como si decir su nombre fuese aceptar la llegada de algo prohibido. De una leyenda viva. De una calamidad con escamas.
El aura del dragón se expandió aún más, como un faro de energía cruda. La vegetación en cientos de metros a la redonda crujía y moría sin remedio. El cielo parecía retroceder, escondiendo el sol tras nubes espesas.
Y entonces…
¡PUM!
Un sonido seco, brutal, como dos montañas chocando entre sí.
La figura del dragón, ese titán invencible, fue repentinamente empujada hacia atrás, su cuerpo arrastrado por la fuerza de un impacto invisible que lo obligó a retroceder unos pasos colosales. La tierra bajo sus garras se quebró. El aire vibró.
Todos lo vieron. Todos lo sintieron.
Amelya dio un paso atrás sin darse cuenta.
—¿Q-qué fue eso? —murmuró, apenas audible, pero todos compartían la misma pregunta.
Bruno frunció el ceño.
El conductor del carruaje temblaba.
Richard estaba pálido como un cadáver.
Darwin apretaba los dientes, tratando de entender qué acababa de pasar.
El dragón, Claurest, levantó la cabeza lentamente. Su expresión no era de dolor. Era de molestia. Como si no hubiese esperado ser interrumpido. Como si alguien… hubiese osado tocar al rey del cielo.
Y en el cielo...
...algo descendía.
Una silueta oscura.
Humana, envuelta en un aura sutil