Un chico se queda solo en un pueblo desconocido después de perder a su madre. Y de repente, se despierta siendo un osezno. ¡Literalmente! Días de andar perdido en el bosque, sin saber cómo cazar ni sobrevivir. Justo cuando piensa que no puede estar más perdido, un lince emerge de las sombras... y se transforma en un hombre justo delante de él. ¡¿Qué?! ¿Cómo es posible? El osezno se queda con la boca abierta y emite un sonido desesperado: 'Enseñame', piensa pero solo sale un ronco gruñido de su garganta.
NovelToon tiene autorización de IdyHistorias para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
El fin de la libertad
Había algo en el mensaje de Tobías que me hizo sonreír. No lo veía en semanas, y con todo el trabajo reciente, realmente extrañaba esos paseos sin preocupaciones. El mensaje no podía ser más típico de él:
—“Oye, kisifur, ¿ya te olvidaste de tu gato favorito? Un paseo como en los tiempos en que eras un oso libre. O es que tu vampirita te tiene comiendo de la mano todos los días.”
Reí al leerlo, negando con la cabeza. Antes de salir, le escribí rápidamente a Ámbar:
—“Voy al bosque con el gato a estirar las patas. Te amo.”
No tardó nada en responder:
—“Diviértete, osito. No dejes que ese lince te gane. 💋💕”
Sonreí, sintiéndome tranquilo. Guardé el teléfono, doblé mi ropa y la dejé en la banca de la entrada. La transformación llegó como siempre, fluida y natural, dejando atrás cualquier preocupación. El aire fresco del bosque acarició mi pelaje mientras salía al porche.
Tobías ya estaba allí, en su forma de lince, sentado en la entrada del sendero con esa mirada astuta y despreocupada de siempre. Al verme, se levantó con un movimiento ágil y, sin decir nada, echó a correr entre los árboles. No necesitaba más invitación; lo seguí al instante.
El bosque estaba tranquilo, y el sonido de nuestras pisadas resonaba entre los árboles. Tobías se movía con elegancia, saltando de rama en rama, mientras yo corría detrás, disfrutando la libertad que solo mi forma de oso podía darme. Llegamos al arroyo de siempre, donde bebimos agua y descansamos unos minutos.
Después de un rato, seguimos avanzando, pero algo empezó a sentirse diferente. El terreno había cambiado, los árboles eran más altos, más densos. Me detuve un momento, olfateando el aire. No reconocía esta zona. Habíamos salido de los límites de nuestro bosque. Intenté recordar qué manadas solían frecuentar esta área. No quería causar problemas innecesarios.
Tobías, como siempre, parecía completamente ajeno a cualquier preocupación. Se estiró perezosamente y subió a un árbol cercano. Desde una de las ramas más gruesas, me observó con sus ojos dorados antes de recostarse como si no hubiera pasado nada. Decidí quedarme cerca. Me senté junto a un viejo tronco caído, observando el entorno.
Una pequeña mariposa amarilla captó mi atención. Volaba despreocupada, dando vueltas entre las hojas caídas. Por un momento, me perdí siguiéndola con la mirada, incluso extendí una pata hacia ella, no para atraparla, sino simplemente por curiosidad. Me sentía increíblemente relajado, como si todo fuera perfecto en ese instante.
Cuando volví a mirar al árbol, Tobías ya no estaba. Me giré rápidamente y lo vi más adelante, avanzando con calma hacia el borde del bosque.
—“¿En serio, Tobías?” —pensé, sacudiendo la cabeza.
Él me miró de reojo, como si supiera que lo había descubierto, y entonces echó a correr.Sin pensarlo dos veces, salí tras él. Mi cuerpo se movía rápido y poderoso, disfrutando cada segundo. Era como si estuviéramos jugando a las atrapadas, como en los viejos tiempos. Lo seguí entre los árboles, sonriendo.
Tobías se alejaba cada vez más, y yo luchaba por mantener el ritmo. Mis patas parecían más pesadas con cada zancada, y mi respiración se volvía más agitada.
—Maldita sea… ¿por qué tuve que comer esos bollos con miel extra esta mañana? —pensé mientras intentaba alcanzarlo.
El dolor llegó de la nada. Un pinchazo ardiente en mi costado me hizo detenerme en seco. Gruñí fuerte, girando la cabeza desesperado para ver qué me había atacado, pero no había nada. Ni Tobías, ni ningún signo de peligro.
Intenté avanzar, obligándome a dar un paso tras otro, pero después de tres tambaleantes, mis patas no me sostuvieron más.
Caí de lado con un golpe pesado. Mi cuerpo entero se sentía débil, como si me drenaran la fuerza. Traté de arrastrarme, hundiendo mis garras en la tierra, pero el mundo se estaba oscureciendo rápidamente.
Mis ojos intentaron mantenerse abiertos, luchando contra la negrura que avanzaba, pero al final, me venció. Todo se apagó.
El zumbido de máquinas fue lo primero que escuché. Era constante, opresivo. Junto a él, un clic metálico, como teclas siendo presionadas sin pausa. Intenté moverme, pero el frío bajo mi cuerpo me hizo darme cuenta de que algo estaba mal.
Abrí los ojos con dificultad. Todo a mi alrededor era borroso, confuso. Un dolor sordo me invadía, y sentía mis extremidades pesadas, inmóviles. Intenté girar la cabeza, pero algo me sujetaba firmemente.
—Sujeto 43… oso pardo… peso, 340 kilogramos… tamaño considerable…
La voz era masculina, seca, sin emoción. Apenas podía ver al hombre que hablaba, pero lo escuché con claridad.
—Se ha extraído… 500 mililitros de sangre recolectada. Muestras de cabello recogidas. Posible… ente multiforma.
Mi corazón se aceleró. ¿Multiforma? ¿Sabían lo que era? Intenté moverme otra vez, pero las correas gruesas que me sujetaban no cedieron ni un poco.
El hombre se acercó a mí, inclinándose con una pequeña linterna en la mano. Llevaba una bata blanca impecable y parecía estar en sus cuarenta. Sus ojos eran fríos, calculadores, como si yo no fuera más que un objeto de estudio para él.
—Lectura de ondas cerebrales: actividad elevada pero estabilizada. Ritmo cardíaco dentro de lo esperado.
La luz de la linterna me cegó por un momento mientras inspeccionaba mis pupilas. Me gruñí bajo, pero mi voz apenas salió como un eco apagado. Él no reaccionó, simplemente regresó a una mesa llena de equipos y continuó escribiendo en su computadora.
—Espero que esto no sea otra pérdida de tiempo… —murmuró mientras salía de la habitación. La puerta metálica se cerró tras él con un chirrido pesado, dejándome solo.
Mis ojos comenzaron a enfocarse un poco mejor. Pude ver los monitores llenos de gráficos y números que no entendía, los cables que conectaban mi cuerpo a esas máquinas, y las luces parpadeantes que llenaban la sala de un brillo frío y clínico. La desesperación me golpeó de nuevo. Cada segundo que pasaba allí me hacía sentir más atrapado, más vulnerable.
La puerta se abrió con un chasquido metálico, y otro hombre entró, diferente al primero. Era más joven, con el cabello corto y una expresión de tedio en su rostro. Se acercó a la computadora, revisando algo en la pantalla mientras murmuraba para sí mismo.
Sin dirigirme una sola palabra, se movió hacia mí con movimientos precisos y casi automáticos. Llevaba algo en la mano, y antes de que pudiera reaccionar, sentí un dolor agudo en mi oreja. Solté un gruñido bajo, un ruido más de instinto que de verdadera resistencia.
—Tranquilo, grandulón. No te va a pasar nada… por ahora —dijo sin siquiera mirarme mientras ajustaba la etiqueta que acababa de fijarme en la oreja.
Quise gruñir más fuerte, pero el cansancio y el dolor me lo impidieron. Luego, el hombre tomó una jeringa y la insertó en la vía que estaba conectada a mi cuerpo. El líquido frío se extendió por mis venas, y esa sensación conocida de vacío y pesadez volvió. Intenté resistirme, mantener los ojos abiertos, pero fue inútil. Todo se oscureció de nuevo.