Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
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La maquina que escribe el olvido
Todo giraba.
El tiempo, la tierra, los pensamientos.
Elías sintió cómo el mundo se plegaba sobre sí mismo mientras el Testigo clavaba su mirada infinita en él. No era una criatura de este plano, ni siquiera un dios olvidado. Era más viejo que el lenguaje. Más antiguo que el miedo.
—¡No lo mires!
Soledad gritaba desde algún lugar fuera del ahora, fuera del espacio que el Testigo había distorsionado. Pero Elías ya estaba atrapado. Las vértebras de su conciencia crujían al intentar resistirse al poder de la mirada que no tenía ojos.
Y entonces, lo vio.
Se vio.
Era un niño otra vez.
Una camilla.
Una madre que no hablaba.
Un hombre en bata blanca con una libreta de notas.
Elías no entendía qué pasaba, hasta que notó que el hombre no escribía lo que decía… escribía lo que pensaba.
—“Paciente 019. Responde a estímulos dolorosos con una reducción casi inmediata del parpadeo. Confirmado: la fusión es estable.”
Él gritaba.
No por lo que sentía, sino por lo que sabía.
Él no era una persona completa.
Era una reconstrucción de otra.
Una pieza reensamblada a partir de Lucía.
Mientras tanto, Soledad avanzaba entre los fragmentos del hospital que se derrumbaban como papel quemado. El Testigo había abierto una brecha en el plano real, y con él, las paredes comenzaron a revelar lo que ocultaban: memorias vivas.
En una sala se repetía la misma escena una y otra vez:
Un grupo de médicos rodeando a una mujer embarazada atada a una camilla.
La mujer gritaba.
—¡No quiero que lo saquen! ¡¡No es de ustedes!!
Uno de los médicos respondía siempre con la misma frase:
—El experimento ya comenzó. Usted solo es el receptáculo.
Soledad quiso apartar la vista, pero el pasillo se alargaba.
Y cada habitación mostraba una versión distinta del parto.
En una, la madre moría.
En otra, era el bebé.
En otra… ninguno nacía, pero la sangre lo cubría todo.
—¿Qué es esto…?
Una voz detrás de ella:
—La sala de repeticiones. Todo lo que fue y no fue se archiva aquí.
Era la mujer encapuchada.
—¿Quién fue la madre?
—Ella no tuvo nombre. Porque no debía dejar rastros. Era solo la base genética inicial.
—¿Y el niño?
—Nació y no nació. Vivió múltiples vidas. Y terminó fragmentado.
—¿Entonces Elías…
—Es uno de los resultados. Uno que escapó al control. Uno que aún no ha sido reabsorbido.
Soledad tragó saliva.
—¿Y Lucía?
—Lucía es la raíz. El original. Pero no fue la única.
—¿Cuántos más?
—Cientos.
Soledad cerró los ojos.
—¿Y todos están aquí?
—En este plano… en este hospital… todo está al mismo tiempo. Todas las versiones. Todos los errores.
—¿Y cómo se cierra?
—Con una decisión.
—¿Cuál?
—Sacrificar lo que aún queda de “verdad”.
Elías estaba dentro de una máquina.
Los tubos conectados a sus brazos y piernas se movían por voluntad propia, como si fueran parte de un organismo mayor. Las paredes respiraban.
Frente a él, un hombre con su mismo rostro.
—¿Sos…?
—No. No soy vos. Vos sos yo. O lo que quedó de mí.
—¿Qué es este lugar?
—La Máquina de Recuerdo.
—¿Por qué estoy aquí?
—Porque decidiste mirar.
—¿Y qué hace la máquina?
—Escribe el olvido.
Elías intentó moverse.
Pero la máquina lo retenía.
El otro Elías se acercó.
—Te construyeron para contener una parte de ella. Pero no lo lograste. Se filtró. Se extendió. Lo sabías, incluso de niño.
—Yo…
—Por eso tenés los sueños. Por eso ella te llama. No es culpa tuya. Sos parte del patrón.
—¿Y puedo salirme?
—Sí. Pero hay un precio.
—¿Cuál?
—Recordarlo todo.
En otro lugar del hospital, Bruna caminaba.
Nadie la había visto llegar.
Ni siquiera ella recordaba el momento exacto en el que decidió volver. Pero allí estaba. Con una linterna rota y el corazón hecho un tambor.
El hospital no era el mismo que ella había investigado.
Las paredes estaban cubiertas de ojos cerrados.
Las camillas se arrastraban solas.
Y las enfermeras no caminaban… deslizaban.
—¿Bruna?
Una voz conocida. Una que no escuchaba desde la universidad.
Se giró.
Y ahí estaba… Joaquín.
Pero Joaquín había muerto hacía años.
—¿Qué…?
—No pensés mucho. El lugar escucha.
—¿Dónde estás?
—En el lugar donde se borran los nombres. Donde las identidades son recicladas. Donde vos ya no sos vos.
—No entiendo.
—Bruna, ¿cuál es tu apellido?
Ella dudó.
—Es… ¿Morales?
Él negó con la cabeza.
—Ya ves. Está empezando.
Ella corrió.
Pero el pasillo se alargaba con cada paso.
Soledad llegó a una puerta.
Negra.
Sin pomo.
Solo una inscripción:
“Lo que está detrás solo puede entrar si lo llamás por su verdadero nombre.”
La mujer encapuchada apareció de nuevo.
—¿Sabés cómo se llama?
—No.
—Pero podés intuirlo.
—¿Y si me equivoco?
—Entonces entra igual.
Soledad apoyó la frente contra la puerta.
—Velmont.
La puerta tembló.
Y luego, se desintegró.
Al otro lado, una sala blanca.
Sin muebles.
Sin paredes visibles.
Solo una niña en el centro.
Lucía.
Con los ojos cerrados.
—Te estaba esperando —dijo ella.
—¿Qué sos?
—Soy el centro del nudo. El origen del eco. La razón por la que el mundo tiembla cuando dormís.
—¿Y por qué me elegiste?
—Porque vos todavía sabés cómo decir la verdad.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Contame todo. Desde el principio. Como si fueras mi madre.
Soledad respiró profundo.
Y comenzó a hablar.
En la Máquina, Elías gritó.
Cada recuerdo que volvía a él lo desgarraba.
Su nacimiento.
El experimento.
Las otras versiones de él mismo.
Los amigos que no eran reales.
La escuela que nunca existió.
La madre que fue enfermera.
El padre que nunca volvió.
Y luego… el hospital.
Siempre el hospital.
Siempre Velmont.
Y la voz de Lucía, en todas sus edades, repitiendo una sola frase:
—Despertá.
Y entonces… lo hizo.
Elías se liberó.
Las ataduras cayeron como serpientes muertas.
Las luces se apagaron.
Y en la oscuridad… escuchó su nombre.
Pero no como él lo recordaba.
—H-019.
Ese era su nombre real.
Bruna llegó a la Sala 0.
No sabía cómo.
Solo que había seguido su voz interior.
Dentro, los archivos se movían solos.
Las carpetas volaban como aves.
Y en el centro, un libro.
Negro.
Sin título.
Pero que palpitaba.
Lo abrió.
Y vio los nombres.
Los verdaderos.
Lucía no era Lucía.
Soledad no era Soledad.
Y Elías… había sido muchos.
—Dios…
La sala vibró.
—¿Lo sabías todo este tiempo?
Una figura emergió de las sombras.
Era Bruna.
Una versión más vieja.
Más cansada.
—¿Quién sos?
—Sos vos. Después de saber.
—¿Saber qué?
—Que no sos real. Que solo sos un vestigio de lo que la máquina necesita para seguir escribiendo.
Bruna intentó retroceder.
Pero la otra Bruna la tocó.
Y de pronto, recordó.
Todo.
Lucía abrió los ojos frente a Soledad.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por recordarme quién fui.
—¿Eso ayuda?
—No. Pero me alivia.
Lucía se puso de pie.
Y la sala blanca comenzó a llenarse de sangre.
Del techo.
De las paredes invisibles.
De los propios cuerpos que estaban enterrados en la memoria del hospital.
Soledad la abrazó.
Y juntas… desaparecieron.
Elías caminó por el pasillo final.
Ya no tenía miedo.
Solo certezas.
Y frente a él… la figura.
La del Testigo.
—¿Vas a hablar?
El Testigo giró su cabeza.
Y dijo:
—Ya lo hiciste vos por mí.
El hospital colapsó.
El mundo tembló.
Y todo volvió al silencio.
Por un momento.
Cuando el sol salió, no había rastro de Velmont.
Solo un campo vacío.
Y una camilla oxidada.
Y encima de ella… un cuaderno con un título escrito en tinta roja:
“El Silencio de Velmont”