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Idealizado

Idealizado

Status: Terminada
Genre:Elección equivocada / Completas
Popularitas:1.3k
Nilai: 5
nombre de autor: criis jara

Idealizado es una novela juvenil que narra la vida de Elena, una adolescente atrapada en un hogar marcado por la violencia doméstica y el abuso psicológico de su padre. A través de su amistad con Carla, un breve romance con Lucas y su propio proceso de resiliencia, Elena enfrenta el dolor, la pérdida de su madre y la búsqueda de justicia. Con un estilo emotivo y crudo, la historia explora temas de empoderamiento, superación y la lucha contra el silencio, culminando en un mensaje de esperanza y amor propio.

NovelToon tiene autorización de criis jara para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Las Sorpresas No Siempre Son Buenas

La llave giró en la cerradura con su sonido habitual.

Elena y su madre revisaron por todo lados, donde se habían escondido su papá pero al parecer no estaba.

Todo parecía estar en su lugar. La casa en penumbras, el aroma de la comida casera llenando el aire, y dos corazones palpitando con ilusión.

Elena incluso susurró:

—¿Ves, mami? Te equivocaste. Todo está bien.

La madre sonrió, con un gesto más tranquilo… pero algo en sus ojos aún no soltaba la sospecha.

Entonces, la puerta se abrió.

Pero no fue su papá quien entró solo.

Entre risas apagadas y tropezones torpes, él entró abrazado de una mujer joven, muy bien vestida, con tacos altos y perfume fuerte.

Se besaban.

Sin pudor.

Como si el hogar en el que acababan de entrar fuera una habitación de hotel.

El mundo se detuvo.

Elena sintió cómo el aire se le escapaba del pecho. Su madre, a su lado, quedó congelada, los ojos abiertos de par en par, las manos temblorosas.

—¿¡Pero qué…!? —dijo la madre, con la voz quebrada.

El papá dio un paso atrás como si hubiese visto un fantasma.

La mujer que lo acompañaba se quedó clavada en el lugar, incómoda, y soltó su brazo.

—¡¿Qué es esto?! —gritó la madre, sin contenerse.

El padre intentó balbucear algo, pero ya no había tiempo para excusas.

Las luces se encendieron por completo y quedaron todos expuestos bajo la cruel claridad de la verdad.

—¿En mi casa? ¿Con mi hija aquí? ¡¿Te volviste loco?! —la voz de la madre se alzaba, no por escándalo, sino por el dolor puro de la traición.

Elena no pudo soportarlo.

Lloró.

Lloró como nunca antes.

Avanzó hacia su padre, con el rostro empapado.

—¿Cómo pudiste, papá? ¡¿Cómo pudiste hacernos esto?!

Él quiso acercarse, quiso decir algo, pero Elena retrocedió.

La mujer que lo acompañaba intentó salir, murmurando un “perdón, no sabía…”, pero el daño ya estaba hecho.

—¡¿Sabías que mamá y yo veníamos mañana?! ¡¿Te pensaste que no nos íbamos a dar cuenta?! —gritó Elena.

El silencio fue un puñal.

La madre respiraba con dificultad, pero no se quebró. Se mantuvo firme, digna, fuerte.

—Gracias por confirmarme lo que ya sabía —dijo con frialdad, mirando a su esposo directo a los ojos—. No quiero verte más esta noche. Te pido que te vayas. Y te llevás a tu amiguita.

El padre la miró sin palabras, pero tampoco peleó.

Sabía que había cruzado una línea que no tenía regreso.

La puerta volvió a cerrarse.

Esta vez, con fuerza.

Con un portazo que marcó el final de algo.

Elena se arrojó a los brazos de su madre.

Ambas lloraron juntas, sentadas en el piso del living.

La casa ya no era un hogar.

La noche, que debía ser feliz, se había vuelto pesadilla.

Y el corazón de Elena, una vez más, entendió que el amor no siempre salva. A veces, también traiciona

El silencio no duró mucho.

Apenas unos minutos después de que la puerta se cerrara, volvió a abrirse con fuerza.

Era él. El padre.

Ya no tenía el rostro de un hombre arrepentido.

Tenía la mirada oscura, furiosa, como si su orgullo herido lo hubiese transformado.

—¡¿Qué se creen ustedes, ah?! —bramó desde la entrada, sacudiéndose la chaqueta—. ¡¿Que pueden hacer lo que quieren y después venir a juzgarme a mí?!

Elena se quedó petrificada. Su madre, que aún secaba sus lágrimas en el pasillo, dio un paso atrás.

—¡No tenés derecho a entrar así! —intentó decir con firmeza.

—¡Vos no me decís qué hacer en MI casa! —gruñó él, acercándose con pasos pesados.

Elena quiso intervenir, pero en un abrir y cerrar de ojos, su padre la señaló:

—¡Y vos! A tu cuarto. ¡YA!

—¡Papá! ¡No le hables así! —protestó Elena con el corazón latiendo como un tambor.

Pero él no la escuchó. Le tomó el brazo con brusquedad y la arrastró hacia su habitación. La empujó adentro y cerró la puerta de golpe.

—¡No te metas en lo que no entendés! —le gritó del otro lado—. ¡Esta es una conversación de adultos!

Elena golpeó la puerta, asustada.

—¡Mamá! ¡MAMÁ!

Desde su cuarto, con lágrimas en los ojos, escuchó los gritos subir de tono.

La voz de su padre tronó como un monstruo:

—¡Mirá cómo estás! ¡Te dejaste estar! ¡Ya ni me atraés!

—¡Siempre lo mismo contigo! ¿Y vos pretendés que yo me quede encerrado mientras vos te vas de vacaciones? ¡¿Te creés mejor que yo?! —gritaba él, con un tono cruel y cada vez más fuera de control.

La madre intentaba defenderse, su voz quebrada apenas se escuchaba:

—¡No tenés derecho a tratarme así! ¡Ni a hablarle así a nuestra hija!

Y de pronto…

Un golpe seco.

Un estruendo que cortó la respiración.

Luego, el silencio.

Elena sintió cómo su cuerpo temblaba. Su corazón se le subió a la garganta.

—¡MAMÁ! —gritó, desesperada—. ¡MAMÁÁÁ!

Empujó la puerta, la golpeó, lloraba sin entender cómo actuar, sin saber qué hacer. El miedo la paralizaba… hasta que, minutos después, escuchó el sonido del motor del auto encendiéndose y el portón cerrándose de golpe.

Su padre se había ido.

Entonces corrió. Corrió con el alma rota.

Al llegar al living, la vio.

Su madre estaba en el suelo, con la cabeza ladeada y el rostro cubierto de sangre.

Tenía un brazo doblado de forma extraña y su ropa rasgada. Apenas respiraba.

—¡MAMÁ, NO! ¡NO, NO, NO! —Elena cayó de rodillas junto a ella, sollozando, temblando—. Estoy acá, má… Estoy con vos… ¡Ya viene ayuda! ¡Aguantá, por favor!

Marcó el número de emergencias con las manos torpes y los ojos llenos de lágrimas.

—¡Hola! Mi mamá… ¡mi mamá está mal, está sangrando, por favor, vengan ya! —gritó por el teléfono—. ¡Nos pegó! ¡Mi papá la golpeó! ¡Por favor, apúrense!

La operadora le pidió que se calmara y le hizo preguntas, pero Elena apenas podía hablar.

Solo podía sostener la mano de su madre, temblorosa, y repetir una y otra vez entre sollozos:

—No me dejes, má… Por favor… No me dejes sola.

Elena seguía de rodillas en el suelo, la sangre de su madre impregnando sus manos, temblorosas. Las lágrimas no paraban. Su cuerpo entero temblaba. El teléfono aún en su mano, con la operadora hablando, pero ya no escuchaba nada.

Todo le dolía.

La garganta por gritar.

El pecho por la angustia.

El alma por la impotencia.

Miró a su alrededor como si el mundo estuviera desmoronándose. Y lo estaba.

—No te mueras, mamá… —susurró con voz quebrada, con los dientes castañeteando—. No me dejes con él… por favor…

Se aferró a la mano de su madre como si con eso pudiera devolverle el color al rostro, como si pudiera impedir que la vida se le fuera.

Pero necesitaba ayuda.

No podía sola. No más.

Y entonces, sin pensar, sin importar el orgullo ni las peleas ni lo que había pasado…

Marcó el número de Carla.

Sus dedos temblaban tanto que le costaba escribir.

Pero finalmente lo logró.

Audio de voz.

—Carla… soy yo… —su voz era apenas un susurro bañado en llanto—. Perdón, por favor, no importa lo que pasó, pero necesito que vengas. Mi papá… le hizo algo horrible a mi mamá… y… y hay sangre por todos lados… No sé qué hacer, Carla. No sé qué hacer. ¡Estoy sola! ¡No puedo respirar! ¡Tengo miedo! Por favor… —se escuchó un sollozo más fuerte—. Solo vení, por favor… solo vení…

Colgó.

Ni siquiera supo si Carla lo había escuchado, si lo vería a tiempo.

Pero no le importaba. Lo había intentado.

Necesitaba sentir que alguien venía en camino.

Volvió a mirar a su madre. El tiempo parecía detenido.

Las luces de la calle entraban por la ventana.

Y el sonido de una sirena, a lo lejos, le devolvió un poco el aire.

—Ya vienen, má… ya vienen… —le susurró, con la frente apoyada contra su brazo—. No te vayas… te lo ruego… no me dejes…

Afuera, la vida seguía.

Adentro, el mundo de Elena se había roto en mil pedazos.

Y por primera vez, no quiso ser fuerte.

Solo quería que alguien la sostuviera.

Elena estaba sentada en el suelo, al lado del cuerpo de su madre.

No sabía cuánto tiempo había pasado.

Tal vez minutos. Tal vez una eternidad.

Sus manos seguían manchadas de rojo.

Sus uñas clavadas en sus propias piernas.

Temblaba.

Temblaba como si el frío le estuviera carcomiendo los huesos.

Pero no era frío.

Era pánico.

El corazón le latía tan fuerte que le hacía doler el pecho.

Sus labios murmuraban cosas que ni ella comprendía.

Palabras rotas. Oraciones desesperadas.

Y entonces, el sonido.

Una ambulancia.

Luces que pintaron de rojo y azul las ventanas.

Elena se arrastró hasta la puerta. No pudo pararse.

No tenía fuerzas.

—¡Aquí! —gritó con la voz quebrada—. ¡Aquí, por favor!

Golpearon. Entraron.

Dos paramédicos y una mujer vestida de enfermera.

Corrieron hacia la madre de Elena.

—¡Dios…! —murmuró uno al ver la sangre—. ¿Qué pasó?

Elena no pudo hablar. Solo señaló.

Su boca estaba seca.

Su garganta, cerrada.

Una mano la tocó, suave, en el hombro.

—¿Estás bien, nena?

Elena negó con la cabeza.

—Fue mi papá… —alcanzó a decir, y se quebró de nuevo.

Mientras atendían a su madre, una camilla apareció.

Tiritaba de pies a cabeza. El piso parecía moverse.

—¿Querés venir con nosotros?

Elena solo asintió.

Uno de los paramédicos la ayudó a levantarse.

Sus piernas flaqueaban.

Se aferró a su brazo como si fuera su única tabla de salvación.

Subió a la ambulancia.

Se sentó en un rincón, viendo cómo conectaban cables, cómo presionaban el pecho de su madre, cómo decían cosas médicas que no entendía.

Y entonces, mientras el vehículo arrancaba,

Elena se abrazó las rodillas.

Se hizo pequeña.

Y por primera vez desde que tenía memoria,

lloró en voz alta como una niña.

Nadie para escucharla.

Solo el eco del dolor, el zumbido de la sirena

y el corazón que aún no podía creer lo que había pasado.

Elena no podía dejar de mirar a su madre.

El color pálido de su rostro, el hilo de sangre aún en la comisura de los labios, el sonido de las máquinas que marcaban los latidos…

Cada pitido era como una campana de terror que resonaba en el pecho de Elena.

—Presión baja… —murmuró una paramédica—. Vamos, señora… aguante.

Elena, desde su rincón en la ambulancia, temblaba entera.

Se abrazaba los codos, como si su propio cuerpo pudiera consolarse.

Sus ojos no parpadeaban.

No podía apartar la vista de su mamá.

—Mami… —susurró con un hilo de voz, con la garganta cerrada por la angustia.

La ambulancia viró.

Ya se veían las luces del hospital.

La puerta se abrió de golpe y enseguida comenzaron los gritos:

—¡Camilla, rápido! ¡Código rojo!

Elena quiso seguirlos, pero una enfermera la detuvo por un momento.

—Esperá, corazón, no podés entrar allí…

—¡Es mi mamá! ¡Déjenme ir! —gritó con una voz que no parecía suya, entre lágrimas.

—Lo sé, lo sé… pero dejalos trabajar, ¿sí? Solo un momento…

Elena corrió detrás de la camilla.

La vio desaparecer tras una puerta doble con un cartel que decía: “Área restringida – Emergencias”.

Y cuando esas puertas se cerraron, el silencio fue brutal.

El cuerpo de Elena simplemente se dejó caer.

Allí, en el pasillo blanco, frío, con luces demasiado brillantes para una noche tan oscura.

Se sentó en el piso.

Apoyó la espalda contra la pared.

Temblaba.

El corazón le dolía. Le dolía físicamente.

Como si no pudiera seguir. Como si fuera a romperse.

Y entonces, una voz.

—¡ELENA!

La voz atravesó todo el caos.

Era una voz desesperada.

Una voz amiga.

Elena levantó la mirada…

Carla.

Su amiga venía corriendo, con los ojos hinchados y el pelo revuelto.

No preguntó nada.

Solo abrió los brazos.

Y Elena se levantó como pudo y se lanzó a ella.

Se abrazaron tan fuerte como si el mundo estuviera por acabarse.

Y en cierto modo, así se sentía para Elena.

Carla no preguntó qué pasó.

No hacía falta.

Las lágrimas que corrían por ambas lo decían todo.

Allí, en ese hospital, bajo las luces frías, dos chicas rotas se sostenían.

Y aunque el dolor no se iba,

aunque el miedo seguía ahí,

ese abrazo era lo más cerca de la paz que Elena había sentido en toda la noche.

En ese abrazo no había palabras, solo el consuelo desesperado de dos almas que se reencontraban en medio del dolor. Lloraron juntas. Se dejaron sostener.

Cuando el llanto bajó su intensidad, Elena levantó la mirada hacia los pasillos del hospital, fríos e interminables. Su cuerpo aún temblaba, pero su corazón empezaba a latir distinto.

“Nunca pensé que la vida podía cambiar en cuestión de horas. Hoy entendí que los monstruos no viven en cuentos… a veces viven en casa. Pero también entendí algo más: no estoy sola. Carla está acá… y mientras respire, no voy a dejar que mi mamá vuelva a caer.”

Y con esa promesa muda, apretó fuerte la mano de su amiga. Porque el verdadero valor no nace de la fuerza, sino del amor.

1
Blanca Ordaz
muy buena trama hermoso mensaje de amo y supervivencia felicidades por esta hermosa novela de aprendizaje
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