Emma lo tenía todo: un buen trabajo, amigas incondicionales y al hombre que creía perfecto. Durante tres años soñó con el día en que Stefan le pediría matrimonio, convencida de que juntos estaban destinados a construir una vida. Pero la noche en que esperaba conocer a su futuro suegro, el mundo de Emma se derrumba con una sola frase: “Ya no quiero estar contigo.”
Desolada, rota y humillada, intenta recomponer los pedazos de su corazón… hasta que una publicación en redes sociales revela la verdad: Stefan no solo la abandonó, también le ha sido infiel, y ahora celebra un compromiso con otra mujer.
La tristeza pronto se convierte en rabia. Y en medio del dolor, Emma descubre la pieza clave para su venganza: el padre de Stefan.
Si logra conquistarlo, no solo destrozará al hombre que le rompió el corazón, también se convertirá en la mujer que jamás pensó ser: su madrastra.
Un juego peligroso comienza. Entre el deseo, la traición y la sed de venganza, Emma aprenderá que el amor y el odio
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Capítulo 4
Robert
El hielo choca contra el cristal mientras muevo el vaso de whisky entre mis dedos. La luz tenue del despacho rebota contra el ámbar líquido, pero mi atención está fija en otra cosa: la pantalla frente a mí.
La mujer que apareció hace una semana en el gimnasio como si hubiera sido arrojada en medio de un escenario que no le pertenecía. Recuerdo el instante con una claridad absurda: el ruido metálico de las pesas, el murmullo de conversaciones ajenas, y de repente, ella. Sus movimientos, torpes pero determinados, reclamaban mi mirada sin pedir permiso. Una intrusa que no parecía encajar, y tal vez por eso no pude dejar de observarla.
Ahora su imagen me mira desde el monitor. Piel oliva, cabello castaño con destellos brillantes bajo la luz artificial del gimnasio, y esos ojos… chocolate, oscuros, con un brillo casi hipnótico. Una mirada que, sin proponérselo, me sigue a todas partes.
Investigarla fue inevitable. No hay misterio que yo no pueda desentrañar si me lo propongo. Su nombre, su dirección, su empleo. Todo lo que encontré confirmó mi instinto: no pertenece a mi mundo. No hay apellidos de peso detrás de ella, ni riquezas heredadas, ni un apellido que abra puertas. Apenas un trabajo común, un sueldo que apenas le alcanzaría para costear un gimnasio como ese. Y aun así, ahí estaba, moviéndose entre máquinas y espejos como si supiera que alguien la estaba observando. Como si quisiera que la observaran.
Me inclino hacia la pantalla, observando con detenimiento la fotografía que logré obtener de una de las cámaras de seguridad. Ella no sonríe, pero hay algo en la curva de sus labios que sugiere que podría hacerlo de una manera peligrosa.
Entonces escucho el golpeteo en la puerta. Un segundo después, Stefan aparece.
Trago el resto del whisky de un sorbo, dejando que el ardor me baje por la garganta.
—¿Qué quieres?— Pregunto sin apartar la mirada de la pantalla.
—Hola, papá— Su tono tiene un filo de nerviosismo, lo noto en la forma en que juega con las llaves en su mano. Siempre fue un muchacho inseguro.
Cuando nació yo era apenas un muchacho de diecisiete años, me tuve que convertir en un hombre para también poder hacerlo con él
Lo observo de reojo, esperando que se decida a soltar lo que lo trae aquí.
—Quería decirte…— Tose para aclararse la voz. —He invitado a mamá a la cena de esta noche.
La palabra "mamá" cae como veneno en mis oídos. Enderezo la espalda y finalmente giro la vista hacia él.
—¿Hiciste qué?
—Carla me lo sugirió— Responde rápido, como si nombrar a su prometida fuese un escudo. —Pensamos que sería bueno… ya sabes, reunirnos los cuatro. Quizás… resolver las diferencias, ahora que voy a casarme.
El humor se me esfuma por completo. Esa mujer. Mi ex esposa. La última persona en este mundo con la que deseo compartir una mesa. Stefan no entiende —o se niega a entender— que el pasado se quedó atrás, enterrado bajo capas de resentimiento que no pienso remover.
Apago el ordenador de golpe, la imagen de la mujer desaparece en un parpadeo, dejándome con un vacío que me irrita aún más. Dejo el vaso de whisky sobre el escritorio con un golpe seco.
—No me interesa— Le digo tajante. —Donde sea que esté tu madre, yo no pienso estar.
—Papá, por favor, solo escúchame…
Ya me estoy poniendo de pie. Tomo la chaqueta que reposa sobre el respaldo de la silla y la acomodo sobre mis hombros. El nudo de rabia me aprieta el estómago.
Paso junto a mi hijo sin detenerme. Él me mira con una súplica que ignoro. No estoy de humor para soportar sus intentos patéticos de reconciliar lo irreconciliable.
La puerta se cierra tras de mí con un golpe firme. Prefiero el aire de la noche, frío y libre, antes que quedarme encerrado en una conversación que nunca debería haber empezado.
Mientras bajo las escaleras y salgo de la casa, la imagen vuelve, insistente, a mi mente: una mujer de ojos oscuros, una intrusa en mi mundo, que parece hecha a medida para alterar mi equilibrio. Y, contra toda lógica, sonrío apenas al recordarla, porque muero por tener nuevamente de frente esos ojos.
Robert Falcone, 45 años