Patricia Álvarez siempre ha creído que con trabajo duro y esfuerzo podría darle a su madre la vida digna que tanto merece. Esta joven soñadora y la hija menor más responsable de su familia no se imaginaba que un encuentro inesperado con un hombre misterioso, tan diferente a ella, pondría su mundo de cabeza. Lo que comienza como un simple encuentro se convierte en un laberinto de secretos que la llevará a un mundo que jamás imaginó.
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El precio a pagar
Las lágrimas que brotaron de mis ojos no eran de tristeza, sino de pura rabia. Me alejé de Alicia, sintiendo que necesitaba aire para calmar el torbellino de emociones que me consumía. Caminé sin rumbo por el pasillo, buscando un lugar donde nadie pudiera encontrarme.
Me detuve en una esquina y me dejé caer contra la pared. Me cubrí el rostro con las manos, sintiéndome vulnerable y miserable. El enfrentamiento con Alicia me había desbordado. ¿Qué sería de nosotras? ¿Nuestra relación tenía alguna salvación?
Una voz grave me sacó de mis pensamientos.
—¿Estás bien? —preguntó Alejandro.
No me atreví a mirarlo.
—Déjame sola —dije, con la voz ahogada.
Él no se movió. Se sentó a mi lado y me tendió una botella de agua.
—Tómala, te hará bien. Te vi discutiendo con tu hermana. ¿Estás bien? —insistió.
Abrí la botella y le di un sorbo. Las lágrimas no paraban, y aunque él estaba a mi lado, me sentía más sola que nunca.
—¿Por qué me ayudas? —pregunté, con la voz entrecortada.
—Porque no estás sola. Ahora me tienes a mí.
Me giré y lo miré. Sus ojos no eran fríos, pero algo en ellos no lograba descifrar.
—No me debes nada, Patricia. La cirugía de tu madre fue un regalo, no un pago por tus servicios. Ya te dije que el dinero no me interesa, lo que quiero es tu bienestar.
Sentí que mi corazón se encogía. En ese momento, sus palabras me confortaron, pero también me recordaron el abismo que nos separaba.
—No sé nada de ti —dije, con el corazón en un puño. —No te conozco. Aceptarte sería como venderme a un desconocido.
—No me pidas que te cuente mi vida —dijo, y su mirada volvió a ser fría.
—Me ofreces una salida a mis problemas, pero ¿a qué costo? No me pidas que confíe en ti, cuando ni siquiera sé quién eres. Yo lo perdí todo, pero no estoy dispuesta a perder mi dignidad también.
Alejandro se quedó en silencio. Me miró fijamente y asintió.
—Entiendo. No te voy a presionar. Solo quiero que sepas que estoy aquí para lo que necesites —dijo, antes de levantarse y marcharse.
Me quedé sola, con la botella de agua en la mano y el corazón latiendo con fuerza. Me sentía aliviada, pero al mismo tiempo vacía. Sabía que él era mi única esperanza, pero mi orgullo no me permitía aceptarlo.
Los días siguientes fueron de tranquilidad. Mi mamá evolucionaba bien. Alicia, por alguna extraña razón, se mantuvo alejada, y no había vuelto a ver a Richard. Alejandro tampoco regresó a la clínica. Por un breve tiempo, sentí que lo vivido había sido solo un mal sueño.
El día que darían de alta a mi mamá había llegado. Aunque ella seguía preguntando cómo haría para pagar todo, una pregunta para la que yo no tenía respuesta.
Cuando fui a caja a pedir el monto, me dijeron que todo estaba cubierto y que podía llevarme a mi madre sin problema. En ese instante, supe que Alejandro lo había hecho.
Quería aprovechar que Daniela vendría por nosotras para preguntarle por su hermano, pero sentía vergüenza. Sabía que en cualquier momento tendría que explicarle qué había pasado.
—¿Cómo está la paciente más hermosa de toda esta clínica? —dijo Daniela, entrando con un enorme oso de peluche en las manos.
—Dani, tú siempre tan efusiva —respondió mi mamá con una sonrisa. —No como mi hija, que últimamente se ve triste —comentó con preocupación.
—Es que Patricia es una amargada, por eso es mi mejor amiga. Las dos somos una bomba.
Daniela con sus ocurrencias hizo que riera sinceramente por primera vez desde que toda esta pesadilla empezó. Una enfermera llegó para ayudar a mi mamá a subir a la silla de ruedas, y así finalmente salir de aquella clínica para enfrentarme a la realidad.
Al salir, un auto negro estaba estacionado a una distancia prudente, pero lo suficientemente cerca para que pudiera verlo. Sabía de quién se trataba y que la tranquilidad que había sentido finalmente había terminado.
—Tengo que hacer algo. Daniela, por favor, lleva a mi madre a casa —mi voz se escuchó apagada.
—¿Qué pasa, amiga? Te ves pálida —susurró, evitando que Miranda escuchara.
Sonreí con amargura antes de contestar: —No es nada, por favor, solo lleva a mi madre a casa y después te explico.
Daniela no insistió. Entró al auto con mi mamá y, lanzándome una mirada preocupada, puso el auto en marcha. Cuando vi que se habían alejado lo suficiente y no me verían, crucé la calle. Un hombre alto bajó del lado del conductor para abrir la puerta trasera.
Respiré profundo, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros, pero sabía que este día llegaría tarde o temprano. En el asiento trasero estaba Alejandro: su mirada era un pozo de hielo y su semblante, una máscara de indiferencia. No se dignó a voltear a verme. Solo dio una orden que resonó en mis oídos como un golpe.
—Arranca el auto.
Su voz fría me hizo temblar en mi lugar. Reuní todo el valor que pude para atreverme a preguntar: —¿A dónde vamos?
Un profundo silencio fue mi única respuesta. Sabía adónde iríamos, ya que el día anterior me había enviado un mensaje, aunque tenía la esperanza de que se hubiera arrepentido y me dejaría en paz.
Depues de un tiempo el auto se detuvo frente a un edificio de apartamentos cuyo lujo podía olerse a cientos de metros. Estaba petrificada en mi asiento. De pronto, la puerta se abrió.
—Baja del auto.
Me bajé, sintiendo que mis piernas no me sostendrían. Dudaba si mi elección había sido la correcta, sin embargo, ya no había vuelta atrás. Si quería olvidarme de esta pesadilla y empezar de cero, no tenía otra opción. Él me guio a través del vestíbulo con la misma indiferencia.
—¿Qué pasará ahora? —susurré, sintiéndome pequeña a su lado.
Alejandro se detuvo, y la máscara de indiferencia se resquebrajó. Me tomó del brazo con una fuerza que me hizo jadear.
—Lo que pasará, Patricia —dijo con la voz ronca, pegando su frente a la mía—, es que de ahora en adelante, harás lo que yo diga. Estás en mi juego, bajo mis reglas, y no tienes escapatoria. Lo que teníamos ya no es un regalo. Es una deuda que vas a pagar, y tu precio es tu obediencia.
El frío de sus ojos se encontró con el terror en los míos, y supe que había cambiado un demonio por otro.
Que buena está la novela