Tora Seijaku es una persona bastante peculiar en un mundo donde las brujas son incineradas, para identificar una solo basta que posea mechones de color negro
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Combate de Espíritus
En ese momento, el lobo se abalanzó contra Tora, su enorme cuerpo parecía una avalancha de garras y fango viviente. Pero Tora giró con un movimiento ágil, esquivando el ataque con apenas un roce de aire en su costado.
El lobo se detuvo en seco, gruñendo, mientras sus ojos brillaban con un fulgor sobrenatural. Tora observó el terreno y notó cómo el suelo estaba cubierto de aquel lodo extraño que envolvía las bestias guardianas. Levantó la mano y, con un impulso de su habilidad, manipuló el lodo para que se cerrara en torno al cuerpo del lobo como una prisión viscosa.
Por un instante, pareció funcionar. El barro lo inmovilizó, pegándose a su pelaje oscuro. Pero el lobo soltó un aullido sónico que retumbó en los huesos del grupo. La onda expansiva partió el lodo en pedazos, dispersándolo en el aire como lluvia sucia.
Tora no retrocedió. Caminó lentamente alrededor de la criatura, evaluándola, mientras el silencio pesaba entre ambos. Fue entonces cuando el cielo se abrió con un resplandor extraño. Algo metálico descendió atravesando las nubes, cayendo con fuerza y clavándose justo delante de Tora en el suelo.
No era una simple espada ni una lanza corriente. El objeto brillaba con reflejos que parecían cambiar según la mirada: a veces un filo largo y elegante, otras veces un bastón pesado. Tora lo tomó entre sus manos y el metal reaccionó al contacto, como si lo reconociera.
El arma terminó tomando forma estable: una guadaña de filo curvo, negra en el mango y con una hoja que pulsaba con tonos carmesí, como si respirara. No parecía diseñada solo para segar vidas, sino también para canalizar energía espiritual y moldear el entorno.
Rebecca lo observó desde las ramas donde descansaba.
—Vaya… es un arma de comunión. No solo corta, también amplifica tus lazos con los espíritus. —
Syra se tensó al verla.
—Pero también drena, ¿cierto? No hay guadaña que no exija un precio.
Tora sostuvo el arma con ambas manos. No se veía incómodo; al contrario, su cuerpo parecía aligerarse, como si hubiera estado esperando esa conexión desde hacía mucho tiempo. Dio un giro y el filo cortó el aire con un silbido que generó una onda invisible, desplazando el lodo cercano como si una corriente lo barriera.
El lobo gruñó al ver la guadaña, retrocediendo apenas un paso. Esa reacción no pasó desapercibida.
—Le teme… —murmuró Meli, con la voz baja.
El arma, llamada por el sistema, se había elegido sola. Una guadaña, símbolo de paso entre mundos, tan errática y ambigua como Tora mismo.
El aire se cargó de tensión. La misión, el guardián, la runa central… todo se alineaba para una confrontación inevitable.
El lobo no esperó más. Se lanzó contra Tora con un salto brutal, las fauces abiertas, los colmillos brillando con saliva y energía espectral. El suelo tembló con el impacto de sus patas al impulsarse.
Tora giró la guadaña hacia atrás y, con un movimiento amplio, trazó un semicírculo. El filo no alcanzó al lobo, pero el aire cortado liberó una onda expansiva que lo desvió en pleno salto, haciéndolo rodar por el suelo.
El guardián se levantó de inmediato, sacudiéndose el lodo, y soltó un aullido sónico que quebró ramas y agitó la superficie del cráter. El cuerpo de Tora se tensó, el sonido buscaba romper su concentración, pero en vez de retroceder, hundió la guadaña en la tierra.
El arma respondió. Del filo brotaron raíces de lodo endurecido que atraparon las patas del lobo, como cadenas vivientes. Por un instante, la bestia quedó sujeta, sus músculos forcejeando.
—¡Ahora, Tora! —gritó Rebecca desde lo alto.
El joven dio un salto hacia adelante, girando la guadaña sobre su hombro. La hoja brilló con un destello carmesí y descendió directo hacia el lomo del guardián. El impacto no fue solo físico: el corte liberó un pulso que atravesó el cuerpo del lobo como si dividiera su energía interna.
El aullido que siguió fue desgarrador, pero no de dolor físico, sino de rechazo espiritual. El lobo retrocedió tambaleando, sus ojos brillando con un destello dorado que antes no estaba.
Syra lo notó al instante.
Syra lo notó al instante.
—Esa guadaña… no solo lo hiere, está forzando a que revele su forma verdadera.
El lodo empezó a desprenderse del guardián, cayendo a pedazos como arcilla quebrada, hasta mostrar un lobo etéreo, compuesto de luz y sombra. Su poder se elevó aún más, el aire se volvió casi irrespirable.
El lobo, ahora liberado de la capa de lodo, brillaba como una sombra hecha de luz líquida. Cada movimiento suyo dejaba estelas que desgarraban el aire, como si el espacio mismo temiera su presencia.
Tora giró la guadaña con ambas manos, tanteando su peso. Era un arma extraña: larga, desbalanceada, pero parecía responder a su intención, corrigiendo el ángulo de cada corte, como si lo entrenara en medio de la batalla.
La bestia arremetió. Sus garras chocaron contra el filo, y el impacto levantó chispas carmesí. Tora retrocedió, el brazo entumecido por la fuerza descomunal del lobo.
La bestia arremetió. Sus garras chocaron contra el filo, y el impacto levantó chispas carmesí. Tora retrocedió, el brazo entumecido por la fuerza descomunal del lobo.
—No es solo fuerza bruta… tengo que usar el terreno… —murmuró.
Primera estrategia: usar el alcance.
Tora se mantuvo girando alrededor de la criatura, evitando el contacto directo. La guadaña describía arcos amplios que obligaban al lobo a calcular sus saltos; el arma servía como un muro móvil que mantenía la distancia. Cada vez que el filo cortaba el aire, proyectaba ondas que desbalanceaban los pasos del guardián.
El lobo gruñía, frustrado. Entonces cambió de táctica: abrió la boca y lanzó un nuevo rugido sónico. El suelo tembló y una grieta se abrió bajo los pies de Tora.
Cayó de rodillas, los oídos zumbando, y casi no vio las fauces que se lanzaban hacia él. Instintivamente, clavó la guadaña en el suelo.
El arma reaccionó. Un círculo de energía oscura se expandió desde el punto de impacto, levantando fragmentos de tierra como proyectiles. El lobo chocó contra esa defensa improvisada, su cuerpo desviado en el último segundo.
—Ja… parece que no solo corta. —Tora sonrió, sudando.