Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
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Otro día largo
GABRIELA
El apartamento estaba en silencio.
Yo estaba en la cocina, repasando unas facturas de Aurea en la mesa, con un café frío al lado. Mi cabeza no paraba de dar vueltas: la empresa tambaleando, Valentina suspendida, y ahora Sebastián metido otra vez en nuestras vidas como un huracán.
—Mamá… —la voz de Valentina me sacó de golpe de mis pensamientos.
La encontré en la sala, tirada en el sofá con su celular escondido bajo una manta, como si no me fuera a dar cuenta.
Me crucé de brazos.
—¿Qué haces?
—Nada. —respondió demasiado rápido.
Me acerqué y, sin pedir permiso, le quité el celular. La pantalla todavía estaba encendida en un chat con Axel.
—“Te extraño.”
—“Yo también. Ojalá pudiéramos vernos esta noche.”
Cerré los ojos, intentando no gritar.
—¿Es en serio, Valentina? ¿Después de todo lo que pasó hoy, de la conversación que tuvimos. todavía piensas escaparte con ese muchacho?
Ella se incorporó de golpe, con el rostro rojo de rabia.
—¡No me puedes prohibir hablar con él!
—No soy solo yo. —la corté, apretando el celular en mi mano—. Tu padre también fue clarísimo. Aunque no de la mejor manera.
—¡Pues que me deje en paz! —gritó, con lágrimas acumulándosele en los ojos—. ¡Ustedes solo me hacen las cosas más difíciles!
Se encerró en su habitación dando un portazo. Yo me quedé en la sala, con el celular en la mano y un vacío en el pecho.
Miré el teléfono y suspiré.
No era la primera vez que me veía en esa posición: tratando de salvar a alguien que no quería ser salvado.
Solo que ahora no era yo… era mi hija.
Eran cerca de las once de la noche cuando escuché un ruido extraño. Un crujido, suave, como si alguien estuviera moviendo la ventana de la sala.
Me levanté de golpe.
Caminé en puntas hasta el pasillo y, justo antes de asomarme, escuché otro sonido: pasos apurados y el roce de una mochila.
Valentina.
Me acerqué a su habitación… la puerta estaba entreabierta. Adentro, la cama estaba perfectamente tendida, con un par de almohadas acomodadas bajo la manta. Un intento torpe de hacerme creer que dormía.
Mi corazón se aceleró.
—Valentina… —susurré, sintiendo cómo la furia y el miedo se mezclaban en el estómago.
Me giré hacia la ventana del pasillo. Y ahí estaba ella: intentando salir, con una pierna ya afuera, la mochila colgándole del hombro.
—¡Valentina Giselle Valtieri Estévez! —mi voz retumbó con una autoridad que hasta yo desconocía.
Ella se congeló, dándome la espalda.
—Mamá… yo…
—Ni una palabra. —la corté, caminando hacia ella—. ¿De verdad ibas a salir a escondidas? ¿De noche? ¿Para qué? ¿Para verlo?
Valentina apretó los labios, temblando de rabia y vergüenza.
—No quiero seguir sintiéndome como un zapato, mamá. Ustedes todo el tiempo pelean y yo siempre soy la razón por la cual ustedes mantienen en guerra. Con Axel todo es diferente. Con él me siento libre…
—¿Libre? —le agarré el brazo y la obligué a entrar de nuevo—. Eso no es libertad, Valentina. Eso es rebeldía y un capricho tuyo.
Ella me miró con los ojos brillando de lágrimas, su respiración entrecortada.
—¿Entonces qué quieres? ¿Que viva como tú? ¿Amargada, sola, acomplejada, siempre peleando con papá?
Sentí que me temblaban las manos. Una furia que no reconocía me subió al pecho, mezclada con dolor, con miedo, con todo lo que había callado durante años.
Y, antes de pensarlo dos veces, mi mano voló a su rostro.
El sonido retumbó en la habitación. Valentina me miró con los ojos abiertos de par en par, llevándose la mano a la mejilla enrojecida.
Yo respiraba agitada, con la garganta ardiendo.
—¡A mí me respetas! —grité, con la voz quebrada—. Podrás estar enojada, podrás sentir lo que quieras, pero yo soy tu madre. Y mientras vivas bajo este techo, me respetas.
Las lágrimas comenzaron a rodar por el rostro de Valentina.
—Mamá… yo…
—No me interrumpas. —La señalé con el dedo, firme—. Yo sé que no soy perfecta. Sé que he cometido errores, que muchas veces no supe cómo guiarte… pero lo que nunca voy a permitir es que me hables así.
Ella bajó la cabeza, temblando, con la respiración entrecortada. Por un instante dejó de ser la adolescente rebelde, y volvió a ser esa niña vulnerable que alguna vez se escondía detrás de mis piernas cuando tenía miedo.
Me llevé las manos a la cara, intentando recomponerme.
—Valentina, yo solo quiero protegerte… —mi voz se quebró—. No quiero que repitas mi historia.
Ella no respondió. Se giró, se dejó caer sobre la cama y se tapó con la manta, sollozando.
Me quedé ahí, de pie, con la culpa clavándome como una espina en el pecho.
Había cruzado un límite.
Al amanecer, me asomé a su cuarto. Valentina seguía encerrada, la llamé para que bajara a desayunar, pero no me respondió. No dijo una sola palabra. Ni un reproche, ni un insulto, nada. Y ese silencio me dolió más que cualquier grito.
Decidí no presionarla. Fui a la cocina, preparé café y traté de enfocarme en Aurea, aunque las cifras parecían burlarse de mí en cada hoja. Las pérdidas, las inconsistencias… y todo el desastre financiero que teníamos en la empresa. Cecilia estaba haciendo lo imposible, pero las cosas no pintaban bien. Así que le dije a Cecilia que buscara otra accesoria financiera, para que revise lo que ha estado haciendo Nicole, nuestra contadora.
Fue entonces cuando escuché un timbre en la puerta.
Me levanté con desgano y abrí.
Daniel estaba allí, impecable como siempre, con una sonrisa tranquila y esa forma de llenar el espacio como si tuviera derecho a hacerlo. Lo conocía desde mis años de universidad: compañero de largas noches de estudio, confidente en cafeterías baratas y la primera persona que me dijo que podía atreverme a soñar en grande. Fue él quien me empujó a dar el salto y fundar ÁUREA, cuando yo aún dudaba de todo.
Con el tiempo se convirtió en algo más que un apoyo moral: fue mi socio, mi mano derecha en los inicios de la empresa. Después se marchó a Japón por casi una década, persiguiendo sus propios proyectos. Ahora había vuelto, y aunque el tiempo había pasado, traía consigo la misma serenidad que lo hacía tan distinto a todo lo que me rodeaba.
El tiempo no había pasado en vano: sus rasgos se veían más maduros, la seguridad en su postura era distinta, más marcada.
—Gabriela… —dijo en un tono cálido, casi nostálgico.
No lo pensé, simplemente lo abracé. Y en ese instante me di cuenta de cuánto lo había necesitado. Habíamos hablado mil veces por llamadas y videollamadas, pero nada, absolutamente nada, se comparaba con tenerlo enfrente. Podía sentirlo más maduro, con otra energía, pero seguía siendo Daniel, el mismo que hace años me empujó a atreverme a crear ÁUREA cuando ni yo creía en mí.
—Estás cambiado… —susurré, separándome un poco para mirarlo bien—. Más serio, más… no sé, distinto.
—El tiempo en Japón hace lo suyo —respondió con una sonrisa ladeada—. Pero tú sigues igual. Y no te imaginas lo mucho que extrañaba esto.
Me reí bajito, y por un instante sentí que volvía a la universidad, a esos días en que compartíamos cafés interminables soñando con lo que ÁUREA podría llegar a ser.
—Me enteré de lo de VALCORP —dijo de repente, y el peso en su voz me hizo tensarme.
Lo miré sin fingir sorpresa; sabía que tarde o temprano iba a llegar a ese punto.
—¿En serio Sebastián se atrevió a eso? —preguntó, con incredulidad y rabia contenida—. ¿A tocar ÁUREA?
Me mordí el labio y asentí despacio.
—Sí, Daniel. Están intentando absorbernos. Y lo peor es que lo hace como si tuviera derecho, como si mi trabajo fuera un simple número en sus balances.
Daniel negó con la cabeza, furioso.
—No, Gabi. Eso no va a pasar. ÁUREA no es solo eso, todo tu esfuerzo y vida están ahí. Soy tu socio, lo fui desde el inicio, y no voy a quedarme viendo cómo la destruyen.
Lo miré con los ojos brillantes. Esa determinación, esa lealtad, era exactamente lo que necesitaba escuchar.
—No tienes idea de lo que significa para mí que digas eso —murmuré.
Él tomó aire, suavizando el gesto.
—Lo digo en serio, Gabi. Vamos a defenderla juntos, como cuando empezamos. Yo no voy a dejar que caiga.
Sentí un nudo en la garganta, y antes de que pudiera agradecerle, me preguntó:
—¿Y Valentina? ¿Cómo está?
La sonrisa se me borró. Me dejé caer en el sofá con un suspiro largo.
—Mal, Dani. Muy mal. Estamos pasando por un momento difícil… —tragué saliva—. La relación entre Sebastián y yo está hecha pedazos, y Tina está en medio. El otro día discutimos tan fuerte que… —me llevé la mano a la cara, intentando contener las lágrimas—. Me pasé con ella.
Daniel se quedó en silencio, sin juzgarme, solo escuchándome.
—No sabes cómo me arrepiento —dije con la voz quebrada—. Y lo peor es que ahora ella no sabe en quién confiar. Ni en mí, ni en su padre.
Él me puso una mano en el hombro, apretando con firmeza, transmitiéndome calma.
—Entonces es momento de que recupere la confianza en ti. Tienes que aprender a escucharla, Gabi. No se trata solo de los errores que ella pueda cometer, sino de entender qué la impulsa a actuar así. A veces no son solo errores, sino señales… quizá lo que hace es su manera de pedir atención, de gritar que necesita más de ustedes dos.
Lo observé, esa seguridad, esa calma… y no pude evitar sentir un contraste brutal con el huracán en el que vivía últimamente.
Y fue en ese instante cuando lo escuché. Los toques del timbre sonando insistentemente.
Me giré sobresaltada. Cuando abrí, ahí estaba Sebastián, con el ceño fruncido y el teléfono en la mano.
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(No creen que merezco un especial saludo de la autora?)