Hija De La Luna

El sol de mayo se filtraba entre los árboles del jardín de la mansión O’Conel, tiñendo todo de un dorado suave y cálido. Las glicinas colgaban como cascadas violetas desde las pérgolas, y el aire estaba impregnado de un perfume dulce, mezcla de flores y pan horneado.

Era Día de las Madres.

Julieta despertó con el canto de los pájaros y el murmullo de pasos sigilosos. Abrió los ojos con una sonrisa: lo conocía bien. Luz siempre intentaba sorprenderlas, aunque sus pies pequeños fueran demasiado ruidosos. A su lado, Luney también despertó, desperezándose entre las sábanas.

—¿Lo sientes? —murmuró Julieta—. Algo se está tramando…

Luney sonrió aún adormilada. —Y huele a lavanda y chocolate.

La puerta se abrió lentamente y Luz entró, vestida con un pequeño delantal blanco, el cabello recogido en una trenza despeinada y las mejillas sonrojadas por la emoción.

—¡Feliz día, mamás!

Detrás de ella, flotando con ayuda de su magia—pequeños trucos que había empezado a manifestar con ternura—, venía una bandeja con té caliente, galletas en forma de lunas y corazones, y un pequeño paquete envuelto en papel celeste, con un lazo blanco.

Luney se sentó, los ojos brillándole al ver a su hija. Julieta estiró los brazos y Luz se arrojó a ellos entre risas.

—Preparamos esto con la abuela Elisa, y… —se interrumpió, mordiéndose el labio—, lo más importante está allí.

Señaló el paquete.

Luney lo tomó con cuidado. Era ligero, y al abrirlo, sus manos temblaron.

Era un libro.

La portada era de terciopelo lila, y en letras plateadas decía: “Cuando la luna encontró a su estrella”. Abajo, el nombre de la autora: Luz De Lune O’Conel.

Julieta cubrió su boca con una mano. Luney tardó unos segundos en reaccionar. Abrió el libro, con las páginas aún recién impresas. El olor a tinta nueva se mezclaba con el perfume del amanecer. Leyó en voz baja:

> “Dedicado a mis madres, Luney y Julieta. Por haberme enseñado que el amor verdadero no tiene tiempo, ni fin.”

Las lágrimas comenzaron a correrle por las mejillas. Julieta también lloraba, abrazando a Luz con fuerza.

—Es mi primera novela —dijo Luz con timidez—. Es sobre dos chicas… una princesa heredera y la hija de una noble familia. Se enamoran en secreto y viven muchas aventuras, aunque nadie las entienda al principio.

Luney cerró los ojos. Sentía un eco. Un susurro lejano que volvía a acariciarle el corazón.

—Se llaman Juliette y Adeline —agregó Luz, bajito.

Julieta soltó una carcajada suave, entre lágrimas. —Claro que sí. ¿Y cómo se conocieron?

Luz, con sus ojos encendidos, relató:

—Se conocieron en un baile, pero fue la luna la que las unió. Y a veces se escapaban por el ala norte del castillo, y se escribían cartas con tinta morada. Un día, huyeron juntas a la vieja mansión de la familia de Adeline… y allí, en el invernadero, hicieron un juramento. Un matrimonio secreto. —Se quedó en silencio un segundo—. ¿Es muy fantasioso?

Luney soltó una risa quebrada por la emoción.

—Es… perfecto, Luz. Es mágico. Y verdadero. Más de lo que imaginas.

Julieta besó la cabeza de su hija, con una ternura infinita.

—Gracias por darnos este regalo. No solo es un libro. Es un lazo. Es… nuestro pasado, nuestro presente, y tu futuro.

Luz se sonrojó. —Es que… cuando escribo, siento como si mi corazón recordara cosas que no viví. Como si hubiera un hueco que se llenara con palabras.

—Ese es el poder de las verdaderas historias —dijo Luney—. A veces no las inventamos. Solo las traemos de vuelta.

La mañana transcurrió entre lecturas. Luz leyó en voz alta el primer capítulo. Las palabras brotaban de ella con una emoción pura. Luney y Julieta la escuchaban en completo silencio, tomadas de la mano.

Más tarde, al atardecer, salieron al jardín. Colocaron un mantel bajo el gran manzano. Luz llevaba su libro con ella, y cuando terminó de leer un capítulo, la luna comenzó a asomar.

Y en ese instante, las tres alzaron la vista al cielo.

No sabían si era imaginación… o un reflejo del alma. Pero la luna parecía sonreírles.