Romina, una chica que no conoce el significado de amistad y familia, empieza a conocerlo a través de algunas personas que llegan a su vida. Pero cuando todo realmente cambia, es cuando conoce a Víctor, al hermano de la chica que comienza a ser su amiga, pero lo conoce, en un secuestrado, dirigido por el.
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LANZARNOS AL ABISMO.
...Romina:...
El café humeaba en la mesa, pero lo que realmente me mantenía caliente era la electricidad entre nosotros, como un campo invisible que vibraba con cada mirada. Yo sabía lo que provocaba en él —esa mezcla de admiración, deseo y desafío— y no podía negar que me gustaba. Quizá demasiado. Pero dentro de mí también había dudas, una voz que me susurraba que no era tan simple.
Víctor rompió el silencio con una sonrisa ladeada y una mirada que me hizo sentir que era la única en la habitación.
—Sabes que tú juegas con fuego, ¿verdad? —dijo con voz baja, cargada de intención.
Me mordí el labio, esquivando su mirada por un momento, pero el juego estaba abierto y no quería perder.
—¿Yo? —respondí con fingida inocencia—. Solo estoy siendo yo misma. Pero creo que tú también sabes cómo jugar.
Él se levantó lentamente y se acercó, cada paso acortando la distancia entre nosotros hasta que casi podía sentir su aliento.
—Oh, créeme que sé jugar —susurró cerca de mi oído, sus dedos rozando ligeramente mi brazo—. Y no suelo perder.
Un escalofrío me recorrió y me debatí internamente: quería ceder, quería dejarme llevar, pero algo me frenaba, esa mezcla de miedo y orgullo. Así que jugué mi carta.
Di un pequeño paso atrás, apenas suficiente para poner distancia, pero no suficiente para alejarme por completo.
—¿Y qué harías si me dejo llevar? —pregunté con una sonrisa desafiante.
Víctor me miró fijamente, como si evaluara si era una trampa o un reto sincero. Y entonces, justo cuando la tensión se hacía insoportable, sus dedos me sujetaron la mano con firmeza.
Me llevó hacia él con un movimiento suave pero decidido, sus labios rozando los míos en un roce apenas tangible, un suspiro retenido entre ambos. Pero luego me besó, fuerte, lento, su lengua tocó la mía y sirvió paras bajar mis defensas.
Me sostenía de la cintura y su mano subió por mi pierna, yo llevaba una camisa suya como si me perteneciera.
Se pego a mi con fuerza y yo ya estaba rendida, entendí que hace un momento se separó por que quiso, no por que yo lo haya apartado, aunque influyo.
Pero antes de que el deseo pudiera romper el límite, se separó abruptamente, como si él mismo se negara a cruzar la línea.
—No esta vez —dijo con voz ronca—. Pero no creas que no lo estoy pensando.
Sus ojos brillaron con una mezcla de promesa y advertencia, y entonces se alejó, dejándome con el corazón latiendo al borde de la locura y una sonrisa en los labios, sabiendo que el juego apenas comenzaba.
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Me quedé quieta en medio de la cocina, con los labios aún temblando por el roce apenas intencionado de los suyos. Su cercanía, su voz, su forma de mirarme… todo en él era una provocación cuidadosamente medida. Sabía exactamente cómo acercarse, cómo incendiarme sin necesidad de tocarme del todo.
Y yo…
Yo no era ajena a ese juego.
Sabía lo que provocaba en él. Lo notaba en sus gestos, en la forma en que se tensaban sus mandíbulas cada vez que me acercaba demasiado. En la mirada intensa que me lanzaba cuando fingía no importarle. Lo sentía en el aire. En mi piel. En el hueco de mi estómago que ardía con una mezcla de deseo y miedo.
Pero, ¿qué era realmente lo que me hacía querer estar cerca de él?
¿Era él… o la necesidad?
La necesidad de sentirme deseada. Vista. Tocada de una forma que no doliera. Que no me usara. Que no me recordara el desprecio disfrazado de cariño al que estaba acostumbrada.
Víctor no era blando. No era dulce. No era amable todo el tiempo. Pero era real. Y eso era mucho más peligroso.
Quizá por eso me asustaba tanto. Porque, en el fondo, sabía que si me dejaba llevar… si cruzábamos esa línea, ya no habría vuelta atrás. Él no era de los que te olvidan al día siguiente. Y yo… yo no estaba segura de tener las defensas suficientes para no entregarme más de lo debido.
Porque sí. Era virgen. No por principios, no por moralismos anticuados. Simplemente porque nunca había confiado lo suficiente. Porque mi cuerpo no era un regalo, pero tampoco un instrumento para manipular a nadie. Y porque hasta ahora… nadie había conseguido romper esas barreras sin hacerme daño.
Pero él… él lo estaba haciendo. Y eso me aterraba.
Me llevé una taza a los labios intentando disimular el temblor de mis dedos. Tenía que mantenerme firme, no perder el control. Si me rendía… ¿qué quedaba de mí?
Aunque en el fondo, una parte de mí ya estaba rendida.
Y lo sabía.
Y peor aún… él también lo sabía.
...****************...
No sé quién fue el primero en acercarse de nuevo.
Tal vez los dos al mismo tiempo.
No había distancia entre nosotros, solo ese aire cargado de palabras no dichas y el calor que empezaba a subir, lento, inevitable, como una marea.
Su mano seguía en mi mejilla, y no la apartó. Al contrario. Sus dedos se deslizaron hacia mi cuello, dibujando una línea invisible que me hizo estremecer. Mis labios se entreabrieron, no por intención, sino por necesidad.
—No sabes cuánto me cuesta —susurró— no cruzar ciertas líneas contigo.
Mi cuerpo se tensó. Pero no de miedo. De anticipación.
—¿Y qué pasa si ya las cruzamos? —le pregunté en voz baja, sin dejar de mirarlo.
Víctor no respondió. Se acercó más, y su aliento rozó el mío. Nuestros labios no se tocaban, pero ya se buscaban. El calor entre nosotros era real, tangible, como si el aire entre ambos ardiera.
Su otra mano se apoyó en la encimera, detrás de mí, encerrándome entre su cuerpo y el mármol frío. Sentí el contraste de temperatura en la espalda. En la piel. En mi centro.
—Pasa que no voy a detenerme —susurró contra mi boca, sin besarme aún—. No otra vez.
Mi corazón martilló. El cuerpo me temblaba.
—Entonces bésame —susurré—. Si vas a hacerlo… hazlo.
Y lo hizo.
No fue suave.
Fue un beso profundo, hambriento, cargado de esa tensión que veníamos reprimiendo. Mi espalda se arqueó contra su cuerpo, mis dedos se aferraron a su camisa. Lo sentía latir, fuerte, desesperado.
Mi mente me gritaba que era demasiado.
Mi cuerpo solo quería más.
Nos besamos como si el mundo se fuera a desmoronar mañana. Como si nuestras heridas se cerraran por contacto. Como si cada caricia fuera el inicio de algo inevitable.
Víctor deslizó sus labios por mi mandíbula, bajando hacia mi cuello. Me estremecí, jadeando apenas, mis dedos enredados en su nuca, atrayéndolo más. Pero entonces… se detuvo.
—No aquí —murmuró contra mi piel—. No así. No solo porque estemos rotos.
Se apartó, con el pecho agitado. Sus ojos me buscaron, encendidos.
Yo también respiraba con dificultad. Quise decir algo, pero no salió nada. Solo asentí.
Porque él tenía razón.
Pero también porque no estaba segura de que pudiera resistir otra vez.
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Habian pasado días, creo que incluso un par de semanas.
Mis padres seguían con la misma insistencia, poco les había importado como me sentía por haberme enterado de la verdad, pero no iba a dejar que mi mundo se detuviera por ellos.
La alfombra roja crujía bajo mis tacones. El aire olía a dinero nuevo, a política disfrazada de progreso. La nueva sede de la empresa era un monstruo de cristal y acero, tan imponente como mi nombre estampado en el mural de bienvenida. Sonreía ante las cámaras, aceptaba flores, asentía ante halagos que no me importaban.
—Romina, ¿es cierto que sus padres están en la ciudad? —preguntó una periodista que se abrió paso entre la multitud.
Parpadeé. No los había visto. Pero no me dio tiempo de reaccionar.
—¡Aquí estamos! —gritó mi madre desde la escalinata.
Ambos, impecablemente vestidos, bajaban por el mármol como si fueran parte del mobiliario de lujo. Los flashes los devoraron al instante. Me acerqué por simple educación, aunque por dentro algo me oprimía el pecho.
—Estamos muy orgullosos de nuestra hija —dijo mi padre, tomando el micrófono con la sonrisa de quien está a punto de soltar una bomba.
Sentí un escalofrío en la nuca.
—Y no podríamos estar más felices de anunciar que, tras meses de planificación familiar, nuestra querida Romina… ¡se compromete con Alonzo Corvalán!
Los flashes se multiplicaron. Hubo un grito entre la prensa. Mi rostro en todas las pantallas gigantes que colgaban del techo.
Y como si no fuera suficiente, Alonzo apareció de la nada.
—Mi futura esposa —dijo, antes de tomarme por la cintura y besarme.
Mi mente colapsó. En lugar de congelarme, reaccioné con el cuerpo antes que con el pensamiento. Mi mano voló hasta su mejilla con una cachetada sonora, tan limpia que algunos asistentes ahogaron exclamaciones.
—¿Qué demonios haces? —espeté, quitándomelo de encima.
Él quedó boquiabierto. Mis padres, petrificados. Los medios, extasiados. Pero yo no pensé. No podía pensar. Solo sentía una furia hirviendo en mis entrañas, un fuego que pedía justicia, claridad, y verdad.
Mis ojos recorrieron el lugar.
Y ahí estaba Víctor, entre la multitud. De traje oscuro, en una sombra, la mandíbula tensa. Había presenciado todo, sin intervenir. Pero sus ojos… sus ojos no me juzgaban. Me miraban con orgullo.
Un impulso se apoderó de mí.
Tomé el micrófono de manos de mi madre.
—Ya basta —dije con voz firme, aunque mi corazón latía con rabia—. ¡Esto es una farsa! ¡Una mentira! ¡Yo no me casaré con ese hombre!
Silencio. Solo se oían los clics de las cámaras.
—Me casaré este mismo fin de semana… con el hombre que realmente amo.
El murmullo se volvió un rugido. Pero yo no parpadeé. Giré mi rostro hacia él.
—Víctor —dije, tendiéndole la mano—, ¿vas a quedarte ahí… o vas a subir conmigo?
Él parpadeó. Atónito. Por un segundo pensé que se iría, que me dejaría sola.
Pero no lo hizo.
Subió. Paso a paso. Con los hombros tensos. El ceño fruncido. Pero subió.
Cuando se paró a mi lado, me miró. No dijo nada. Solo asintió, una vez, como si acabáramos de sellar un pacto secreto. Y me tomó la mano.
Los aplausos estallaron. Mezclados con gritos, preguntas, cámaras temblorosas. Pero yo solo veía su rostro.
Y supe que, de alguna forma irracional, ahora íbamos a casarnos. Por orgullo, por impulso, por deseo, por locura. No importaba.
Nos habíamos lanzado al abismo.
Y lo haríamos juntos.